Este es el primero de una serie de artículos en lo que revelo al lector cómo llegué a conocer al escritor y divulgador Napoleon Hill.

Mi esposa Stellita y yo, recién casados en diciembre de 1954, decidimos trasladarnos a los EE UU, por lo cual nos convertiríamos en migrantes, lo que en aquellos días no era como sucede en estos tiempos, ya que la migración era muy escasa, sin los graves problemas que azotan hoy en día a las poblaciones de ambos lados de la frontera. De todas maneras, pensando siempre en que lo preferible es mantenerse en todo momento en el ámbito legal, comenzamos a averiguar cuál sería el mejor modo de obtener visas que nos permitieran no solamente la entrada a los Estados Unidos sino un documento legal que nos otorgara residencia permanente, aunque iríamos con la idea de estar allá un par de años, nada más.

Así fue como, mediante magníficas relaciones que tenían algunos familiares de mi esposa con funcionarios de la embajada en Guatemala de aquel país, pronto obtuvimos una cita con el cónsul general quien, con mucha amabilidad y voluntad, nos solicitó toda clase de documentos, radiografías, etc. y en pocos días nos entregó nuestra residencia permanente, con las consabidas tarjetas verdes y demás papeles. Fue así como el 8 de marzo de 1954 partimos en un avión de la Pan American hacia la ciudad de Mérida, en Yucatán, península mexicana, pues se trataba de un aparato DC3 y era necesario tomar uno más grande para poder atravesar el Golfo de México hacia Nueva Orleans.

Llegamos sin ningún problema disfrutando de un espacioso Estrato—Cruiser y en Nueva Orleans tomamos un autobús que nos trasladó al estado de Alabama donde nos esperaba nuestro gran amigo Alberto (Beto) Caldera quien, en su automóvil, nos llevaría a su residencia en Siracusa, Nueva York, cuyo trayecto nos tomó más de 20 horas.

La idea era aceptar su invitación y la de su esposa de que nos quedáramos viviendo con ellos hasta que yo obtuviera trabajo. Beto tenía una magnífica posición en la gerencia de la empresa General Electric ubicada en aquella ciudad y pensaba que sería posible obtener ahí algún puesto para mí. Pero transcurrían los días y ni en G.E. ni en otro lugar se lograba algo. Me acerqué a las compañías Remington Rand, fabricante de máquinas de escribir, rasuradoras y otros aparatos, y también a la Mutual of Omaha, dedicada a los seguros y en ambas, en diferentes ocasiones, me entrevistaron largamente durante dos días.

Los resultados en las dos compañías fueron idénticos. Que yo estaba más que calificado, por mis estudios en dos universidades de prestigio, pero mi Inglés dejaba mucho que desear, y que regresara en unos seis meses, cuando estuviera mejor preparado para comunicarme en mejores términos, y así poder trabajar como vendedor. Sin embargo, buscando en los periódicos encontré un anuncio donde se decía que necesitaban 3 vendedores, sin especificar el producto ni el nombre de la empresa, pero lo que consideré muy interesante era la oferta de que pagaban, como garantía, la cantidad de US $75.00 semanales durante 4 semanas. No me preocupaba ignorar cuál era el producto a vender ni el nombre de la compañía, porque recibiendo ese dinero por 4 semanas, un buen ingreso en aquellos días, podíamos pasarlo moderadamente bien, y además, mientras tanto, dispondría yo de algún tiempo para conseguir otro trabajo si no estuviera satisfecho con el que ofrecían.

(Escribo esto como un preludio quizá demasiado largo, pero conveniente, para adentrarme pronto en cómo llegué a conocer personalmente al filósofo, escritor y motivador mundialmente conocido como Napoleon Hill, autor, entre otros , del superventas Piense y hágase rico.

Volviendo al anuncio del periódico... era necesario presentarse a un hotel donde fui recibido por un funcionario, Bob Curran, de la empresa que buscaba los tres vendedores, y pronto me di cuenta de que éramos 35 los que aspirábamos a lograr trabajo. Me preocupaba la idea de que siendo un extranjero latino americano sin buen conocimiento del idioma, como fue reconocido en las anteriores entrevistas, pudiera ser seleccionado entre aquellos que disfrutaban de total dominio del idioma. Pero estaba allí y debía intentarlo.

Bob nos reunió a todos en un salón y con explicación breve nos entregó un cuestionario, que en realidad era una prueba sicológica de dos páginas. Nos dijo que contestáramos todas las preguntas que conocíamos y tacháramos las desconocidas, todo lo cual no debía tardar más de 10 o 12 minutos para devolver la prueba y al hacerlo salir del salón y regresar en unos 40 minutos.

La prueba se llamaba AVA (Activity Vector Analysis) y medía 5 básicas características de la conducta humana:

  • Agresividad (no violenta)
  • Sociabilidad
  • Estabilidad Emociona
  • Adaptación Social
  • Actividad Impulsiva

Cuando regresamos nos volvieron a reunir y Bob anunció que solamente seis habían sido seleccionados, agradeció y despidió al resto. Yo pensé que no tendría chance de ser uno de los seis, pero al ser leídos los nombres sorpresivamente estaba el mío. Sentados alrededor de una mesa, después de unas breves preguntas, Bob anunció que sólo quedaban cuatro escogidos, pues había despedido a dos. Bueno, pensé, ¿qué chance podría tener yo ahora? Los nombres fueron leídos lentamente y... ¡en la lista aparecía el mío!

La explicación siguiente contenía la información de que el producto a vender era una póliza de seguro contra accidentes y la empresa era una de las cuatro afiliadas al grupo Combined Ins. Co. of America. Teníamos que viajar a Albany, N.Y, para obtener la licencia respectiva en la Súper Intendencia de Seguros, después de una semana de entrenamiento en el manual que exigía los pormenores. Después teníamos que trasladarnos a Boston, Massachusetts, para asistir, durante dos semanas a los completísimos y específicos cursos teóricos de entrenamiento, antes de recibirlos en la práctica en el campo que, en mi caso, sería en Rochester, N.Y.

A los pocos días, un sábado por la mañana recibí del banco el estado de mi cuenta con la infausta noticia de que solamente me quedaban 64 centavos. Dichosamente yo comenzaría mi entrenamiento en el campo el siguiente lunes, cuando sería la primera semana de poder recibir US$75. Poco tiempo después me di cuenta sorpresivamente de que mis ingresos, basados en trabajo intensivo, excedían en forma muy significada lo que se suponía podría ser. Fue cuando en ese período inicial recibí del presidente de la Compañía, W. Clement Stone, el libro Piense y hágase rico (en inglés Think and Grow Rich), de Napoleon Hill, con una nota de Mr. Stone en la que hacía énfasis sobre su experiencia, al estudiar y aplicar detenidamente los principios y técnicas, recomendados por Napoleon, que el curso de su vida tomó un rumbo inesperado y los increíbles y magníficos resultados logrados marcaron, entre otros, el éxito que en su tiempo lo encumbraron a la categoría de magnate, reconocida mundialmente.