Amigos conocidos desde la primera juventud, y entrañables desde nuestra coincidencia en Francia, que nos prodigaron sin reservas su amistad a nuestro regreso del exilio y la hicieron extensiva a la de sus familiares y amistades, y a la de sus hijos con nuestros hijos, nos invitaron un domingo a la parcela de un centro de capacitación a cargo de uno de sus familiares, en las afueras de Santiago, en la que enseñaban a los pobladores cómo cultivar huertos en sus sitios de vivienda y a los campesinos cómo construir viviendas con materiales rústicos; y en cuya sala de reuniones almorzamos un asado soberbio, acompañado de una completa variedad de ensaladas y muy bien regado con buen vino tinto, que concluimos tras los postres con una botella de mezcal, de esas con gusano y todo, que habíamos traído desde México y llevado como nuestro aporte. Se me preguntó entonces cómo había sido para nosotros la vida en el exilio, y mi respuesta fue, para mi propia sorpresa a medida que iba respondiendo, la del relato que sigue, que se me fue ocurriendo mientras lo decía; ya había sido una sorpresa la pregunta, poco frecuente, pero lo fue aún más advertir el interés con que se escuchaba la respuesta, lo que supongo me ayudó para hilvanarla.

De piedras y balidos

Durante el exilio, nuestra vida fue de continua lucha contra la dictadura; cada día, todos los días: cuando leíamos los periódicos, recibíamos noticias o las trasmitíamos; cuando por cualquier razón alguien sabía que éramos chilenos; cuando conversábamos entre nosotros o nos reuníamos políticamente, ya sea en nuestras casas o en la Casa de Chile; cuando juntábamos dinero para enviarlo al país; mientras estudiábamos o enseñábamos; cuando escribíamos o en cualquiera de nuestras actividades; cuando nos acordábamos de los caídos, los presos o los desaparecidos; y también cuando los recordábamos a ustedes: nuestra lucha era incesante.

Cobré conciencia de que así era, por ejemplo, un día en la embajada de Cuba.

Colaborábamos para la publicación de un boletín informativo que preparaba el centro de documentación organizado por periodistas chilenos exiliados en La Habana: colocábamos suscripciones para su distribución, lo recibíamos y reenviábamos a distintos países; y, tal vez lo más importante, suministrábamos el papel necesario para su impresión a mimeógrafo. En una de las idas y venidas a la embajada con este motivo, llevando en cada mano un considerable número de resmas de papel atadas con un cordel del que a su vez las sostuve para cargarlas por algunas cuadras con mis dedos entre el cordel y las pesadas resmas, sofocado por el esfuerzo y sin ya casi sentir los dedos, como rebanados por la carga, el diplomático que me recibía no dejó de comentarme:

Siempre luchando compañero, ¿ah?

Pero nos permitíamos también momentos de esparcimiento, para retomar luego nuestra lucha con renovados bríos. Los fines de semana nos reuníamos a veces al aire libre en paseos de grupos numerosos; o compartíamos un asado (aunque difícilmente tan buenos como éste); o íbamos nosotros de paseo a alguna parte, generalmente con algunos amigos o familiares.

Fuimos un domingo por el día a recorrer el llamado Valle de Piedras Encimadas, cerca de Zacatlán, en el estado de Puebla. El nombre de encimadas (mexicanismo derivado de encima, tan legítimamente formado como encamado, envainado -que mi padre diría por encamado-, enrostrado, y tantos otros similares) quiere decir sobrepuestas, o encaramadas, que podría también decirse; y así parecen estar las piedras, como unas sobre otras, en alturas de diez y hasta veinte metros, y volúmenes enormes, en equilibrios prodigiosos y las más variadas formas, que permiten toda suerte de identificaciones y todos los nombres que la imaginación acierte a darles, de animales, personajes, objetos, o lo que se quiera, desperdigadas a distintas distancias, a veces bastante cercanas, conformando conjuntos que se prestan para trabar historias entre las identidades atribuidas, en una vasta extensión de hectáreas con relieve de colinas cubiertas de pasto silvestre y, de tanto en tanto, con algún árbol que agrega su propio perfil al sorprendente entorno que cambia a cada paso; aunque en realidad no son piedras sobrepuestas, sino formaciones geológicas milenarias, de una sola pieza, talladas por su origen volcánico, la lluvia o el viento, que a ratos silba entre sus formas y agrega al paisaje inanimado de esculturas un elemento que pareciera provenir de ellas o poder darles movimiento.

Durante todo el paseo no encontramos a nadie, ni otro animal que algunos pájaros e insectos. Pero cuando nos aprestábamos para iniciar el regreso descendiendo a través de una ancha ladera verde, vimos venir desde lo alto de la colina en que estábamos, recortada contra el cielo azul y un fondo de nubes blancas aglomeradas como si fueran de algodón, un rebaño de ovejas que parecía emerger de las nubes y remedarlas, sin más guía que el cencerro de la que encabezaba el piño: nos apartamos hacia un costado y nos sentamos para verlas pasar sin interrumpir su marcha, nuestros hijos y los sobrinos que nos acompañaban tan admirados como nosotros.

Iba al final una oveja especialmente gorda, que luego de pasar se fue rezagando poco a poco, mientras el grupo seguía adelante hasta perderse en un recodo, y la oveja rezagada quedó sola a nuestra vista y terminó de detenerse a unos cuantos metros. La vimos entonces inclinar su cuarto trasero vuelto hacia donde estábamos, en sentido opuesto al de la pendiente, hasta casi tocar la hierba, más alta, verde y abundante donde se había detenido. Antes de que nos moviéramos o termináramos de elucubrar qué le pasaba, nos cupo la certeza: estaba preñada y a punto de parir. Nadie del rebaño -en el que no habíamos distinguido ningún carnero- regresó a acompañarla; y tampoco nosotros supimos si debíamos ayudarla, ni cómo podríamos hacerlo.

Casi junto con que su lana blanca empezara a mancharse con un líquido negruzco, apareció en medio de la mancha primero la cabeza rosácea del cordero y, tras un par de pujos de la madre, su pequeño cuerpo que desde poca altura cayó paulatinamente al suelo. La oveja se volvió entonces hacia él lengua afuera, y no sé si debió cortar el cordón umbilical ni cómo lo hizo, pero empezó de inmediato a lamer a su cría recién nacida, limpiándola de sangre hasta que el pequeño bulto de su cuerpo estuvo también blanco, a la vez que le daba ligeros golpes de cabeza, que empezó a alternar con balidos cortos y suaves, que fue después subiendo de intensidad y alargando poco a poco, repitiendo los golpes mientras sus balidos se fueron haciendo cada vez más apremiantes, hasta que de pronto se oyó primero lo que pareció un gemido, y luego fue el balido débil y breve del recién nacido.

La madre baló entonces otras dos o tres veces con verdadero tono de alborozo, esperando cada vez que la cría le respondiera, hasta que su respuesta sonó entera; y se quedó después en silencio, hasta que el cordero levantó su pequeña cabeza ladeada para verla, fue él quien tomó la iniciativa de balar, y ahora ella la que respondió. Tras una pausa breve, la oveja reanudó entonces sus golpes de cabeza, algo más fuertes que antes, acompañándolos de insistentes empujones, mientras continuaban el intercambio de balidos. Hasta que el cordero se alzó primero sobre sus patas delanteras, luego las de atrás, y pudimos verlo endeble pero en pie de cuerpo entero; amagó un paso o trastrabilló, se le doblaron las patas delanteras y volvió a echarse de costado.

La oveja le dio un corto respiro y reinició los empujones, hasta que el cordero se alzó de nuevo, la oveja lo empujó para que diera algunos pasos, y volvió a caer; fue así todavía otras dos o tres veces, hasta que pudo sostenerse firme sobre sus cuatro patas y la oveja se echó a andar alejándose cuesta abajo. El cordero baló lastimeramente, clavado en su sitio, y la madre se detuvo, volvió la cabeza para verlo, le respondió con un balido corto, y reanudó su marcha; mientras su cría alcanzó a seguirla un par de pasos y cayó con sus cuatro patas recogidas bajo el vientre. La madre regresó ahora para ayudarlo a levantarse y, apenas lo consiguió, se fue de nuevo. El cordero volvió a caer al seguirla, pero esta vez sólo de sus patas delanteras; se levantó por sí mismo y, aún con paso débil, mas ya sin caerse, la siguió balando tras ella, que le respondía a veces sin volverse, aunque se detuvo cada tanto para esperarlo.

Los vimos alejarse así hasta que a su vez se perdieron de vista en el recodo, y recién entonces empezamos también a levantarnos, algo ateridos por la posición en que nos habíamos quedado durante el rato transcurrido, que no fue tan largo, pero en el que estuvimos todos como las piedras, sin movimiento y enmudecidos por lo que vimos, como si la emoción hubiera obrado un efecto opuesto al que sobre las piedras pudiera provocar el viento.

Bajamos tras ellos, y desde el recodo alcanzamos a verlos todavía, quizás a mayor distancia de la que habría imaginado, el cordero retozando a la zaga de la oveja o por uno u otro de sus costados, la oveja amagando alejarlo con su cabeza cuando se le acercaba, ambos en dirección al rebaño que parecía aguardarlos mientras pacía en un bajo al otro costado de la colina que el de nuestro camino; esperamos hasta verlos desde lejos llegar al grupo, que reemprendió entonces la marcha con madre y cría a la siga del piño; y por nuestra parte reiniciamos asimismo el regreso entre carreras, brincos, comentarios y también balidos.

Al día siguiente reanudamos nuestra lucha. Pasó todavía bastante tiempo hasta que pudimos regresar a Chile. Y aquí estamos ahora, junto a ustedes; y seguimos igual, luchando contra la dictadura, como también ustedes con la actividad de esta granja, así es que ya no es lo mismo: estamos por fin de nuevo en el país, y estamos juntos.

Mucho tiempo después

Al concluir con el relato, nos terminamos de despachar el mezcal, ayudamos entre todos a levantar la mesa y cada quien se fue alejando según su propio gusto de en qué aprovechar el resto de la tarde, desde caminatas para apreciar los cultivos y el paisaje, a jugar a la pelota. Por mi parte opté por ir a sentarme en un sillón de mimbre en un corredor lateral de la casa, en el que capear la siesta mientras observaba el piso de ladrillos y el jardín enfrente, cuando apareció a mi lado un niño de pocos años, hijo de uno de los amigos en el grupo.

¿Por qué estás solo? - me preguntó.
Me pasa a veces - contesté.
¿Y por qué estás aquí? - quiso saber entonces.
Me gusta este lugar - le respondí, bien convencido de que así era.

Se quedó un rato en silencio, trepó a una silla también de mimbre para sentarse y volvió luego a preguntar:

Y tus hijos, ¿por qué no están contigo?
Bueno, ya están grandes - le expliqué — deben estar jugando a la pelota...

Hizo otra pausa, para luego insistir:

¿Y a ti te gusta estar sólo…?
A veces -convine — pero también me gusta estar con los demás…

Volvió a quedarse silencioso, y luego irrumpió:

Tengo una idea…
A ver…
¿Por qué no adoptas un niño? - se interrumpió por un breve momento, y prosiguió de corrido —. Si adoptaras un niño no estarías solo. Yo soy adoptado: mis padres eran solos, me adoptaron y ahora no están solos; y yo tampoco.

Se dejó caer de la silla en que había conseguido sentarse, como si de pronto se hubiera acordado de algo, y partió rápidamente, sin esperar respuesta, que no sé cual pudiera haber sido; y cuando se perdió de vista, podría haber dudado de que en realidad haya aparecido.

Me quedé esa tarde donde estaba, a solas todavía un rato, y lloré como no lloraba desde hacía mucho y había querido llorar desde que regresamos del exilio. Y mucho tiempo después hice tal vez lo que me dijo el niño; aunque me haya tardado demasiado en que así fuera.