Eduardo Galeano era un tipo muy inteligente y extraño. Era una mezcla rara, como tomar whisky escocés con rabioles napolitanos. Primero, te miraba fría y directamente y escudriñaba el mundo desde una cierta distancia, con ojos azules de entomólogo anglosajón (como la sangre de su abuelo paterno inmigrante). Pero eso duraba solo unos segundos. Después sonreía y la sangre italiana o lusa de su madre, Galeano, ganaba la partida y su mirada encendía los seres y las cosas que le rodeaban. Primero miraba con los ojos. Después con el corazón. Era un tipo realmente entrañable con el cual se podía hablar muchas horas de los temas más variados y curiosos.

La primera vez que conversé con Eduardo fue en su Montevideo, en el Mercado del Puerto, junto al Río de la Plata, una noche de 1993, en un restaurancito cuyo nombre olvido ahora y donde se come la mejor carne del mundo. Nos reunimos un grupo de personas que estábamos haciendo la ley de ombudsman del Uruguay y Eduardo, un viejo luchador contra la dictadura, nos ayudó mucho, juntando esfuerzos y espíritus. Me acuerdo que nos acompañaba esa noche don Emilio Mignone, de Argentina, otro gran luchador de los derechos humanos, cuya hija había desparecido en el gobierno militar de Videla. Desapareció y siguió desaparecida por años, y don Emilio murió en eso, buscándola.

Hablamos muchas horas. Arrancamos a las siete de la tarde y a las doce de la noche aún no habíamos acabado, pues siempre había una botella más por descorchar, más historias que recordar. En esas andábamos, contando historias, rememorando gentes y lugares y yo observaba que Eduardo sacaba una libretita de la bolsa de su chaqueta y tomaba nota. Supuse que de allí salían sus libros y relatos. También me percate que dibujaba figuras en las servilletas para expresar ideas y conceptos y le dije, bromeando, que yo era también del club — como los hombres del paleolítico en las cuevas de Altamira, aún con el lenguaje ideográfico — que teníamos que dibujar la figura del bisonte y la lluvia para poder describir el mundo. Mignone nos dijo que él también lo hacía, que también era del clan de los ideográficos. Decidimos celebrar con una grapa a los dibujantes de Altamira, mientras el dueño del restaurante nos miraba con ojo torvo, pues ya eran casi la una y quería cerrar el local.

Nos vimos varias ocasiones más al cabo de los años, hasta que me llegó la noticia de su muerte. Recuerdo que nos encontramos alguna vez en San José de Costa Rica, en el Paseo Colon, en la marisquería Machu Pichu para cenar, tramar y conspirar algún proyecto de medios de comunicación y derechos humanos que al final no cuajó. Me acuerdo que Gonzalo Elizondo y Lorena González, hoy relatora de Naciones Unidas, nos acompañaban esa noche y un par de amigos más.

La última vez fue en Buenos Aires, quizá un par de años antes de su muerte, en un restaurante de pastas que hace esquina con Corrientes, cerca de Los Inmortales, cuyo nombre no recuerdo ahora. Lo vi un poco enfermo, pero todavía con energía y curiosidad, muy enterado de distintas cosas del mundo: que la Merkel en Alemania era la nueva versión femenina de Federico II de Prusia, que los Kirchner en Argentina habían terminado de destrozar el peronismo; que habían tres o cuatro novelistas nuevos del post-boom que eran muy buenos (un par de peruanos y un mexicano), etc… En esas andábamos, repasando el mundo y sus seres, y observé que en un par de ocasiones Eduardo volvía a sacar la libretita para apuntar algo. Al terminar, antes de despedirnos, nos fumamos un cigarrillo en la acera del restaurante y le pregunté: «Eduardo, que has hecho con todas las libretitas y servilletas que has ido acumulando con el paso de los años?».

Es complejo, che - me dijo —. Las tengo en baúles y gavetas, en algunos casos muy bien ordenadas. Mi mujer siempre me ha reñido por ese cumulo de ficheros, notas, que por años he ordenado con fechas, lugares, temas. Es divertido, es casi un inventario científico del mundo y las personas que me tocó ver. Sin embargo, en los últimos años siento que el orden ya no tiene sentido. Creo que el tiempo se ha vuelto circular. Y ahora me doy cuenta de que lo que realmente importa es lo que queda en la memoria. Por eso yo casi nunca saco fotografías en los viajes — me dijo mientras sonreía y le daba una última subida a su cigarrillo. Hacía frío y eran casi las once de la noche.

Yo tampoco saco fotografías, y por la misma razón — le dije —. Cuídate, Eduardo. Mis recuerdos a tu mujer.

Me despedí de él con un abrazo y tuve la percepción de que lo no volvería a ver más. Y así fue.