Fue una tarde de septiembre de 1973. Habían transcurrido diez días desde el cruento golpe militar y de la muerte del compañero Presidente, Salvador Allende. Estábamos bajo riguroso «toque de queda». La casa permanecía en hosco silencio, mientras escuchábamos por la radio los luctuosos sucesos. Se sucedían los bandos militares, las amenazas y proclamas «antimarxistas». El miedo penetraba hasta lo más íntimo, como peste negra.

Llamaron a la puerta de nuestra casa, sita en La Cisterna, al sur de Santiago del Nuevo Extremo, calle Ossa 0122. Antes de abrir, miré por la ventana. Eran tres uniformados de la Escuela de Infantería de San Bernardo, en tenida de combate. Irrumpieron sin mayores preámbulos: un oficial bisoño y dos jóvenes reclutas que apestaban a pisco… Se les hacía ingerir una mezcla del fuerte licor nortino –más peruano que chileno- con algo de cocaína; era la pócima del coraje cuartelero. El teniente portaba una metralleta sueca, y los dos milicos, sendos fusiles yanquis de reciente fabricación (Nixon mediante).

Haremos un registro - me espetó el mílite. El día anterior, sábado, un grupo de combatientes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria había atacado la comisaría policial del barrio, matando a cuatro carabineros; una de varias escaramuzas contra el descomunal enemigo que les llevaba una ventaja de cien a uno, puesto que en Chile no se produjo ni siquiera un conato de guerra civil. El cuartelazo fue brutal y sanguinario, y la resistencia armada se circunscribió a un puñado de auténticos suicidas, que carecían de instrucción militar básica y de armamento propicio.

Los soldados ingresaron, hurgando en lo que les pareciera sospechoso; (yo había sido director de la casa de la cultura del ayuntamiento, un subversivo en potencia); registraron armarios y otros muebles, dieron vuelta las ropas de cama, removieron todos los objetos a su paso. No había armas, aparte de tantas palabras guardadas en las pacientes cartucheras de los libros.

El teniente quiso revisar la habitación “de servicio”. La usábamos como improvisado escritorio y andel literario. Encendí la luz. Desde el muro nos miraba Ernesto Che Guevara: un retrato en reluciente cobre chileno, regalo de mi amigo socialista, Carlos del Real. En la biblioteca destacaban los verdes tomos empastados de Editora Austral, con obras de Maquiavelo, Bakunin, Lenin, Engels, Marx, y otros autores diabólicos. Yo no tuve la precaución de esconder aquellas terribles pruebas del delito. Recordé que en casa de un escritor amigo habían requisado La Rebelión de las Masas, de Ortega y Gasset, y La Revolución en el Amor, best seller de una gringa cuyo nombre olvido, tal vez subversiva en la cama. El trámite habitual de una requisa incluía destrucción de enseres, robo de especies y, por supuesto, vejámenes a los moradores.

Se produjo un espacio de silencio, nada angélico, sino más bien angustioso y sofocante. El militar me miró con fijeza; transpiré, esperando un terrible desenlace; entonces, habló para decirme:

Se ve que a usted le gusta la literatura.

–le dije, casi en un suspiro — es mi razón de vivir -. Hubo una pausa, aligerada como el vuelo de la golondrina.

Yo tengo un pariente escritor - agregó el oficial, con voz serena, casi meliflua en la tensión acerada de la tarde… — Es mi tío, hermano de mi madre, poeta del sur, Altenor Guerrero.

Me volvió el alma al cuerpo y el habla a la memoria. «Aquí tengo su mejor libro» le dije, y, extendiendo el brazo hacia el andel, extraje el bello poemario Hondo Sur. En la portadilla estaba escrita una afectuosa dedicatoria a este escriba que ahora cuenta aquella historia. El oficial sonrió, aquiescente, amigable, humano por encima de sus violentas ferreterías; me habló con emoción admirativa de su tío Altenor, confesó, como un oscuro pecado, su propio interés por la literatura. Abrí el libro y leí algunos versos, al azar: «Los pájaros del mundo/ cantan para todos./ Son las mismas canciones/ en el bosque o la ciudad./ Idioma de los trinos,/ mensaje de alegría./ Yo digo, por ejemplo,/ que cante el ruiseñor: /¿Necesita traductores?».

Los ojos del teniente se llenaron de lluvia. A punto estuve de abrazarle, pero no habría sido ético ni menos «políticamente correcto».

Pensé en regalarle mi primer poemario, Ciudad Crepuscular, pero qué podía escribirle en la dedicatoria que no me pesara después en las alas del remordimiento. Me abstuve, aguardando sus últimas palabras.

Al salir, en la acera, me dijo, con mirada candorosa:

Gracias por su acogida… Ha sido un gusto conocerle… Permítame recomendarle algo, sin ofenderle, claro… Mire, guarde ese póster del Che; puede traerle problemas, nadie sabe.

Le vi alejarse, con sus dos conscriptos en patética escolta. Pensé en Altenor, en Neruda, en Juvencio Valle, en Jorge Teillier, en los poetas del sur lluvioso y mágico de Chile, donde la poesía crece como helechos de un bosque interminable. No sentí odio ni resentimiento, a pesar de que la patria se precipitaba en un agujero negro, en esa longa noite de pedra que iba a durar diecisiete larguísimos años.

Tuve entonces la certeza de que la Divina Providencia velaba por la poesía y seguía siendo, pese a todo, un ente sobrenatural favorable a las izquierdas.