El aroma de aquella camiseta blanca que usé en el concierto que B-52´s dio pie a tantos recuerdos comunes y a otro insólito. Jamás me imaginé que vería a Miguel llorar como un niño, aunque a decir verdad, me da la impresión de que era de lágrima fácil. Los conocí en el mismo instante en que sonaban los primeros acordes, cuando las cantantes Cindy Wilson y Kate Pierson irrumpieron en el escenario y nos sorprendieron con sus peinados tan estrambóticos y cabelleras tan coloridas. The B-52´s clavaban un Planet Claire inolvidable, y nos emocionamos con este grupazo que fue punta de lanza en los ochenta: una mezcla del pop raro y una explosión de sci fi cincuentera con unos teclados y unos coros imposibles, que nos hacía saltar muy felices mientras disfrutábamos de ser tan jóvenes y afortunados.

Reconocimos el acento. Cuando los mexicanos estamos en el extranjero aguzamos el oído y detectamos la forma de hablar de los paisanos de inmediato. Maritza y Miguel habían sido muy afortunados, ganaron el concurso de una estación de radio muy popular y les regalaron el viaje para venir a Londres al concierto de B-52´s. Así que Radio 590, La Pantera, pagó boletos de avión, de concierto, gastos de estancia y todo lo necesario para asistir. Yo que siempre creí que esos concursos eran una farsa, me resultó una sorpresa mayúscula enterarme de que la suerte existe. No todos los premios están arreglados.

Nosotros vivíamos en Londres porque nuestros padres tenían una asignación consular que terminaría a finales de ese año. Era verano, éramos tan jóvenes y teníamos tantas ganas de pasarla bien que toparnos con un par de mexicanos nos resultó maravilloso. Éramos mexicanos, ergo, éramos amigos. Así operaba nuestro razonamiento lógico. La nostalgia nos llevó a normalizar las diferencias. Si no sabían hablar inglés, eso era lo de menos. Si ellos no pagaron una sola ronda de cervezas, a nadie nos importó. Brincamos felices, alzando los brazos y gritando ¡Rock Lobtser!, que fue lo que el grupo eligió para abrir el concierto. A partir de ahí la cosa fue para abajo, pero nunca me imaginé que tanto. Claro, a unos les va peor que a otros. Así es la vida. Apenas salvada la primera parte del concierto, cuando los B-52´s atacaron sus temas más celebrados, los que todos esperábamos, algo se rompió y el desencanto en la cara de los asistentes se ponía en consonancia con mi desarmonía. Me daba pena ver las caras de Maritza y Miguel tan desencantadas. Y la verdad es que fue una pena porque seguro que lo pudieron haber hecho mejor.

Fred Schneider seguía convenciendo como frontman, y Cindy Wilson y Kate Pierson estaban en forma, la primera con sus bailes sesenteros marca de la casa, y la segunda con sus extraños movimientos y ese timbre vocal único. Hasta Keith Strickland dejó de lado los excesos rockeros, en fin, estaba todo para ser un gran concierto, pero algo falló. Por alguna extrañísima razón, mi hermano y yo nos sentimos con la obligación de compensarles a nuestros amigos la desilusión que les provocó el espectáculo. Pobres, era la primera vez que salían del país y llevarse ese fiasco era muy triste. Les ofrecimos un aventón al hotel y ellos aceptaron felices de ahorrarse ese dinerito. Si los hubiéramos dejado ahí, la historia habría tenido un final feliz. Pero ya sabemos que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.

Eran los años en que Maritza y Miguel abusaban del cuerpo en todas las formas posibles. Eran divertidos y ocurrentes. Pero abusaron. Igual que B-52´s que en aquel concierto no lograron estar a la altura de sus clásicos pasados, éstos se desbarrancaron en el carro de la buena fortuna. Maritza era una chica de piernas cortas y problemas largos. Miguel era un chico listo pero inseguro al que se le botaban las tuercas cada que alguien fijaba la vista en el escote de su novia y a ella le gustaba enseñar. Nos enteramos de que ellos estudiaban ciencias y nosotros administración, ellos iban a la universidad estatal y nosotros íbamos con los jesuitas. En pocas horas, ellos nos enseñaron un mundo diferente y nosotros hicimos lo mismo.

Aquella noche en Londres, quisimos dar cuenta de todo lo que se puede ver en unas horas, ya que a la mañana siguiente, ellos tomarían el vuelo de regreso a la Ciudad de México. Me acuerdo que se sorprendieron de la cantidad de pubs que logramos visitar, del sabor de la cerveza irlandesa y que a la tercera ya se les notaba que la cabeza les daba de vueltas. Luego, Miguel sacó un rollito de marihuana, lo encendió y quiso convidarle a mi hermano que se puso muy serio y me advirtió con la mirada: ni se te ocurra. Claro que no se me iba a ocurrir meterme en semejante problema con mis padres ni recurrir a la inmunidad diplomática. ¿Para qué? Lo que a mi hermano no le dio miedo, fue besuquear a Mariza y llevársela a lo oscurito mientras su novio andaba mareado y volando entre nubes de mota. La fiesta se prolongó más de lo debido. Al amanecer, los llevamos al hotel a que recogieran sus cosas y los fuimos a dejar al aeropuerto. A Maritza le pareció maravilloso ahorrarse lo del taxi, que de la zona de Victoria Station a Heathrow cuesta una fortuna. En el camino, Miguel se ensimismó, yo manejé y mi hermano y Maritza se fueron en el asiento trasero. Moví el retrovisor para evitarme la imagen de una blusa desabotonada y manos inquietas. Al llegar al aeropuerto, se bajaron, nos despedimos muy rápido y ni nos imaginamos que en segundos se meterían en un lio gordo porque no le permitieron subirse al avión en un estado tan inconveniente.

Claro, todos esos recuerdos llegaron en forma automática cuando abrí la caja olvidada en el ático de mis padres, aquel fin de semana en que ayudé a mamá a tirar tanta basura que no te atreves a desechar por miedo a perder la memoria. Lo primero que hice al ver la camiseta fue llevármela a la cara e inspirar profundamente. Conservaba ese olor agrio a la cerveza que Miguel me echó encima ya no sé si en el concierto o después, cuando paseábamos por Londres. Me acuerdo de la vergüenza horrible que me dio cuando la tela se me pegó al cuerpo y cómo un extraño me regaló la camiseta dichosa que usé para secarme hasta que me di cuenta de que era para ponérmela encima y todos se rieron de mi torpeza.

Regresamos a México. Olvidé el incidente y mi hermano se olvidó de Maritza y Miguel, sólo nos acordábamos de que fuimos a un concierto de B-52´s que hubiera podido ser mejor. La vida siguió su causa para ellos y para nosotros. Pero una tarde nublada con un calor de treinta y tres grados, me topé de frente con Miguel. Venía cargado de bultos y tuvo que dejarlos en el suelo para saludarme. No sabía si darme la mano, un abrazo o un beso. Me tocó tomar la decisión y rodearlo con un fuerte apretón lleno de afecto, que iba más encaminado a la remembranza de lo que yo creí que era un buen recuerdo. Éramos mexicanos, éramos amigos, no aplica igual en territorio nacional.

Entre los cómo estas, cuántos años sin vernos, qué tal la vida, me di cuenta que el tiempo lo había tratado mal. La piel morena, tenía surcos profundos alrededor de los ojos y de la comisura de los labios; las manos se veían secas, callosas y con las venas saltadas; las entradas del pelo dejaban ver una frente ensanchada y aunque las canas eran pocas, la cabellera era rala. Era claro que no estaba frente a un científico sino a una persona que usaba la fuerza física para ganarse la vida, el overol de gabardina me hizo sospechar que se trataba del uniforme de un repartidor de alguna compañía de entregas. ¿Y Maritza? La mirada de Miguel era dura, apretó las mandíbulas. Hace mucho que no sé nada de ella. ¿Cómo? Hay cosas que no se superan con el tiempo, ¿me entiendes, no?

Estoy segura de que mi cara de duda le dio la pista. Recuerdo que la última vez que te vi, estaba eufórico, alegre, me dijo. Lo recordé sonrojado, tenía los ojos brillantes, caminaba con un poco de inestabilidad y era evidente su olor a alcohol. Ni te imaginas lo que nos pasó. Luego de despedirnos, ya dentro del aeropuerto, tuve algunos problemitas de equilibrio, estaba irritable. Me lo imaginé agresivo y grosero. Tenía sed y no me di cuenta de que me falló el control de esfínteres. En la fila para documentar el equipaje, empezaron las náuseas y vómitos. La gente de la aerolínea me invitó a sentarme. Maritza me soplaba aire y me pidió que respirara bien. En eso llegó un vigilante. Tuve la impresión de que elegía palabras para sonar elegante.

Todo fue de mal en peor. Me pidieron que caminara en línea recta y no pude tenerme en pie. Me dijo que empezó a gritar que su novia lo había engañado en el concierto. Me hicieron una valoración Tenía la piel blanca y fría, y claro, que no me permitieron abordar el avión. ¿Qué hiciste? Nada, vi a mi novia subirse al avión, deslindándose de mí, se apartó rápidamente y no le importó dejarme ahí, a mi suerte. Huy, qué mal. ¿Y luego? Luego, nada. Me encerraron en un cuartito pequeño, me dejaron horas, guardado como un abrigo olvidado. Los guardias del aeropuerto me interrogaron una y otra vez. Me hablaban en inglés y no entendía nada. Oye, hay leyes, hay derechos humanos, les decía. Los guardias se reían a carcajada limpia y luego me ignoraban. Hablaron al consulado. No llegó asistencia. Me deportaron. Ah, bueno, lograste regresar a México. La cara de Miguel se avinagró. ¡Huy, sí, qué suerte tuve! Perdí vuelo y novia. A mí me parecía que no era mucho. Pero su cara me hacía ver que su justipreciación de los hechos era diferente.

Creo que si no los hubiéramos encontrado, todo habría sido mejor. Fueron nuestras aves de mal agüero, me le dijo con gran desprecio. Al volver la mirada al suelo, se dio cuenta de que uno de sus bultos había desaparecido. La sonrisa se le cayó, la cara adquirió color de cera. Miguel se sentó en el suelo y empezó a llorar con lágrimas gordas e hipos profundos y antes de que pudiera decir nada, me despedí sin palabras. Agité la mano y me fui caminando rápidamente. Otra vez, fui ave de mal agüero. Nunca me vi a mí misma como un amuleto de mala suerte. Han pasado treinta años de aquel concierto y más de veinticinco desde que me reencontré a Miguel. Suspiré hondo.

¿Qué tienes?, me preguntó mi madre en medio de cajas de cartón en los que iba guardando los recuerdos de tantos años de vida. Elevé los hombros y quise explicarle porque el olor de aquella camiseta blanca llenó de nubes mis recuerdos. Pero ella me arrebató aquella camiseta blanca y la aventó a una de las cajas que irían a dar a algún dispensario de caridad. No importa, cualquier cosa que haya pasado con esa camiseta blanca, pasó hace muchos años. Sonrío, con esa expresión de las madres que todo lo saben de sus hijas y que ignoran el mal que pueden llegar hacer los frutitos de sus entrañas, queriendo y sin querer.