La mano de Jehová vino sobre mí y me llevó en el Espíritu de Jehová, y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos, y me hizo pasar cerca de ellos por todo alrededor. Y he aquí que eran muchos sobre la faz del campo, y por cierto secos en gran manera.

(Ezequiel, 31, 1-29)

Camino por un páramo entre la maleza, bajo la atenta mirada de un buitre que me sobrevuela. Atardece, la luz es casi fría. Un lagarto trepa frente a mí por un pedazo de sillar del tamaño de un hombre. Es largo, como de un codo o media vara, pardusco, con una cresta de púas que va del pescuezo hasta la cola y garras negras y afiladas. Lleva algo entre las fauces, quizá sea un escuerzo, o un gazapo muerto, o puede que haya atrapado en alguna charca del contorno una cría de ajolote. Doy un paso hacia él para verlo mejor, pero se escurre por una grieta en cuanto nota mi presencia y desaparece.

El cielo se diluye, comienza a lloviznar. Las nubes se persiguen a horcajadas del viento; van cerrando a toda prisa su amenaza de tormenta sobre el monte Popocatépetl, con su penacho blanco y ese aspecto de gigante destronado que tiene durante el invierno. Avanzo con cuidado, siguiendo el curso de una acequia seca.

Ortigas, cañas rotas y zarzales invaden el cauce por donde antes corría a raudales y espejeaba el agua que bajaba de los manantiales de Chapultepec, la colina de los saltamontes. No muy lejos de donde me encuentro, un grupo de indios esclavos, marcados con hierros al rojo, desmantela piedra a piedra un muro de mampostería. Me apoyo en una pilastra truncada, caída de lado, y contemplo cómo se afanan bajo la lluvia.

Machacan a martillazos media docena de cabezas con forma de murciélago, de ocelote, de serpiente emplumada, todas ellas de la factura más fina; recogen los cascotes en capazos y los arrojan por un barranco que les sirve de escorial improvisado. «¡Fonseca!». El viento se desliza a ras de tierra, silba y se arremolina, parece incluso que susurre. «¡Capitán!», respondí yo, casi al unísono. Cortés me miró con aquel aire tan suyo, tan reconcentrado y suyo, desde lo alto de su montura. Picó espuelas con fuerza, volviéndose por donde había venido; y yo supe de inmediato lo que iba a tener que hacer.

— ¡Vamos!, ¡vamos!

Los indios cargan los sillares a la trémula luz del ocaso. Sus cuerpos magros, desgarbados, sin más ropa que unas calzas de estameña, me hacen pensar en un puñado de canoas arrastradas por la resaca y trituradas mar adentro por la tempestad y las olas. Hay un soldado junto a ellos, que hace las veces de mandón o capataz de la cuadrilla. Va paseándose de un lado para el otro, ufano como un gallo, con su calzón acuchillado y una gorra de plumas amarillas. Vigila a los indios, «¡vamos!, ¡vamos!», los aturde con sus voces, «¡más rápido, holgazanes!», los dirige con mano de hierro, «¡que ya tendríamos que haber acabado!», como si tuviera que vérselas con una recua de mulas testarudas o fuera el cómitre de una galera. Cuando ve que alguno se detiene, ya sea para respirar un instante, para toser, volver a toser y frotarse los ojos, o bien, simplemente, porque tropieza y se dobla y se marea, y ya no puede ni con el peso de su alma, el soldado se abalanza sobre él y le golpea con un vergajo en los riñones y las corvas. El soldado es implacable. Le golpea en las costillas, el espinazo, le patea la nariz y la boca. Le sigue golpeando hasta que el pobre desgraciado tiene el coraje de levantarse y volver al trabajo, o bien se da por vencido, pierde el sentido y se derrumba.

Todavía me da tiempo de ver al soldado antes de seguir adelante. Se quita la gorra, que mete en el cinto, se escupe en las manos. Agarra por los pies al moribundo y, entre votos e improperios, va tirando de él en dirección al barranco. La vida es un ingenio terrible, ya lo decía el filósofo. A veces nos sorprende, nos arranca una sonrisa. La mayoría de las veces, en cambio, nos aplasta los pulgares; y la que se ríe es ella, y nosotros nos quejamos.

Cascotes, muros sin techumbre, taludes de tierra agrietada, el esqueleto de una casa. Me interno por las ruinas de los arrabales, cerca de la orilla del lago. El terreno es irregular y pantanoso, los mosquitos se arraciman como una horda de jenízaros y hay que andar con mucho ojo para no resbalar en un charco de agua sucia, infestado de sanguijuelas, o meter el pie en el nido de una víbora. Hace solo unos meses, sin embargo, todo era muy distinto. Había huertas, bosquecillos de encinos. Recuerdo los prados salpicados de orquídeas. A poco que uno se dejara ir por los senderos crujientes de grava, podía sorprender el vuelo efímero de una libélula o sentía al cabo de un momento el murmullo de un arroyo al brincar entre las piedras.

El palacio de recreo del cacique Motecuçoma se enseñoreaba de sus posesiones con la soberbia de un príncipe italiano, y a su sombra –justo aquí, por esta zona–, se encontraban las guaridas de las fieras y el estanque de las garzas coloradas. Tigres, onzas, gavilanes, cocodrilos y cernícalos, búhos, cuervos, papagayos, oropéndolas, venados. No debió ser más hermoso el jardín del paraíso, según lo muestran en sus grabados los maestros florentinos, ni debieron juntarse en el arca muchos más animales. Cientos de indios mexicanos se esmeraban cada día en el mantenimiento del recinto, limpiando las fuentes, las pérgolas, los cántaros de las iguanas, trabajando en las granjas y los invernaderos, recogiendo los huevos de las tortugas o dando de comer a los patos.

Los artesanos amanteca hacían acopio durante la época de muda de las plumas más variadas, grandes y pequeñas, rojas, verdes, amarillas, con las que luego tejían sus labores: pulseras y abanicos, las insignias de los guerreros, los escudos para el combate. Los sacerdotes escogían entre las bestias los mejores ejemplares, muchas veces halcones o águilas reales, les descoyuntaban las alas con la soltura de un verdugo del Santo Oficio y se los ofrecían en sacrificio a sus dioses. Entonces llegamos nosotros, en el mes que ellos dicen Quecholli, con nuestros perros y nuestros caballos, y los arcabuces que escupían truenos a cada paso. Caímos sobre la laguna como una plaga de langostas sobre un campo de trigo dorado, y cuando por fin nos dimos por satisfechos, no quedaba piedra sobre piedra. Las granjas y los invernaderos ardieron hasta los cimientos; las fieras, las que no consiguieron huir cuando el fuego se acercaba, murieron abrasadas en sus jaulas.

Aún hay noches en las que me parece oír el eco de sus gritos, sus rugidos de angustia. Y soy incapaz de dormir hasta bien entrada el alba.

Muchas cosas han cambiado desde que los españoles llegamos a México. Una luna turbia, jaspeada de herrumbre, asoma débilmente a través de las nubes. La lluvia va dejando poco a poco su lugar a la noche. Respiro profundamente, levanto la vista y miro alrededor. Los confines de las ruinas se desdibujan a lo lejos, entre la bruma. Más allá, la tierra se llena de broza, de yerbas pajizas, carrizos, algún fuego disperso.

Rodeo un montículo de escombros y vigas tronchadas. Escucho de pronto un gruñido. Me giro, echando mano al cuchillo y, a un lado, descubro el cadáver de un hombre. El cuerpo está completamente carbonizado. Su rostro no es humano, es una máscara, un trozo de cuero, la corteza negra y seca de un árbol. No tiene mejillas, ni labios tampoco; los dientes le asoman por el agujero de la boca esbozando una mueca convulsa.

A su lado, como si se tratara del sacerdote que le administra los santos óleos, monta guardia un buitre negro, que en estas tierras he oído llamar zopilote. El zopilote me mira con la cabeza hundida entre las alas, traga algo que llevaba en el pico –un pico curvo, afilado como un garfio– y grazna de nuevo. Aletea despacio. Abre las alas y vuelve a plegarlas, da algunos saltitos de izquierda a derecha. Cuando se detiene, al cabo de un rato, lo hace más o menos donde estaba. Ladea la cabeza arrugada, gris ceniza, y me acecha con gesto nervioso. «Si fuera un león o una pantera –me digo para mis adentros–, y no un simple buitre del tamaño de un pavo, se hubiera lanzado sobre mí sin pensárselo tanto».

Vuelvo atrás sobre mis pasos y me dirijo hacia Coyoacán, antes de que se haga más tarde. La cabeza me pesa sobre los hombros y me quema como si fuese un brasero. Por suerte, la casa de mi paisano Cristóbal de Olid no está lejos, y en cuanto él lleve a buen fin sus empresas en el golfo de las Hibueras, yo partiré para España y la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes, donde he de dar cuenta de todas mis faltas. A veces pienso en todo lo que he visto, en todo lo que yo mismo he hecho con mis manos desde que embarqué para las Indias, no siendo más que un mozo sin barbas. Pienso en la ciudad sobre el lago, aquel entramado de canales, grandes templos y avenidas, de jardines flotantes jalonados de sauces, campos rojos de amaranto; pienso en las manzanas de casas blancas, de una o dos plantas, y la algarabía de los mercados bajo el sol del mediodía.

Fue a principios de noviembre, en el año de Nuestro Señor Jesucristo de 1519, cuando los españoles llegamos a México. Una muchedumbre se congregó para salir a nuestro encuentro, unos a pie, atestando las calles, otros en canoas adornadas con flores. Los señores de las ciudades ribereñas, los príncipes de Tacuba, Zumpango, Azcapotzalco, acudían bajo palio vestidos con sus mejores galas. Los capitanes de los guerreros águila nos daban la bienvenida en su lengua con gran ceremonia, y besaban el suelo con la palma de la mano en señal de paz. Había bailes y cánticos que se entrelazaban unos con otros igual que las olas al romper en la orilla. Nos pusieron guirnaldas, collares de perlas, nos obsequiaron con mil y un presentes, a cuál más valioso. Jarrones, chalchihuis, hachuelas de cobre, escudos con traviesas de concha de nácar. Los indios nos recibieron como si fuésemos dioses, que ellos llaman teúles. Nosotros, a cambio, les pagamos con grillos y a palos, y los marcamos como se marca al ganado.

Oí ruidos metálicos, ruido de caballos al trote y de relinchos. Los perros estaban nerviosos; ladraban, gruñían, mordisqueaban las correas intentando zafarse. El capitán Diego de Ordás y el paticorto Pedro de Ircio arengaban a sus hombres antes de lanzarse al combate, «¡vamos!, ¡vamos!», con gestos bruscos, a grandes voces. La vanguardia de las tropas era un avispero. Ballesteros, rodeleros, escopeteros. «¡El flanco derecho!, ¡orden! ¡orden!». El viento del norte sacudía con violencia los pendones de Castilla. Vi a Sancho Ezcurra, un sargento veterano, ya no sé si navarro o vizcaíno, con media cabeza entrapajada por alguna pedrada recibida en combate. Se había acuclillado con las calzas por las rodillas y silbaba con parsimonia, ajeno por completo al trajín que le rodeaba. A su lado estaba Andresico, su sobrino, un mancebo de pelo crespo y gordezuelo, con más aspecto de bachiller en decretos que de explorador o de soldado, y una ristra de amuletos que manoseaba con fervor y medio hincado de hinojos.

–¡Garay! –grité–, ¡Arellano! ¡Acercad esa pieza tres varas! –Mis hombres se esforzaban, calzaban las cureñas, apilaban los bolaños de hierro–. ¡Avivad la lumbre!, ¡con brío, rápido! –Cargaban los falconetes y las culebrinas deprisa y con pericia.

Todo estaba listo. Oí de nuevo mi nombre, «¡Fonseca!, ¡la madre que te!», esta vez en boca de Alvarado, con tono agrio. No había tiempo que perder. «Que el Señor se apiade de nuestro espíritu», murmuré entre dientes. Me santigüé y saqué la espada.

–¡Fuego! –ordené–, ¡fuego! ¡Santiago y a ellos!

Lo siguiente que recuerdo es el ruido, el estruendo inmisericorde de los cañones. Los caballos lanzándose al galope. Recuerdo las mandíbulas como cepos de los perros, a un guerrero águila con los sesos desparramados de un arcabuzazo. El humo, las picas, los charcos de sangre. El archipiélago de cuerpos que flota boca abajo en la laguna. Y a Sancho Ezcurra que arremete contra un niño de doce, trece años, lo empuja, lo lanza contra un muro, lo agarra por la nuca y, antes de que pueda revolverse, le clava un cuchillo en las costillas y lo hunde hasta la empuñadura.