Alguna vez mi madre me contó que hizo el Camino de Santiago: una peregrinación católica que pretende retomar los pasos del apóstol, pero que se ha diversificado en distintas rutas. Casi todas pasan por Portugal. Ahí, donde los gallos cantan. Me gusta pensar en eso mientras camino a la playa, porque el sendero está todavía cercado por la selva. Vigilante y a la expectativa, pareciera que la bruma de la mañana se filtra entre las hojas de los árboles que se trepan sobre las piedras. Las voces de los pájaros se reverberan como eco en un cuarto vacío. No hay gente, no hay nada: sólo el andar acompasado de las olas, que se vienen a estrellar en algún lugar cercano.

El camino se empina y allana a capricho. Las casas se separan entre sí con recelo, como si cada una quisiese guardar una distancia prudencial de la otra. Si se les observa desde cierto ángulo, se pueden ver las albercas infinitas que algunas tienen —parecen riscos de los que el agua se cansó de caer: cascadas secas—; las demás sólo se yerguen como aves orondas y entumidas, entre la neblina que se despeja conforme la mañana avanza. Si dejo de poner atención en mis propios pies, pareciera que me desintegro en esa misma cortina húmeda de niebla. Es algo así como un estado anterior al entumecimiento. Uno: el grito de un gallo se distingue entre las montañas.

Traigo conmigo realmente poco. No necesito mucho tampoco. Vengo a caminar a la playa como un ejercicio rutinario: durante las vacaciones, uno pierde muchas veces la noción del tiempo. Todos los días podrían ser fácilmente domingo. Entonces, soy una peregrina que busca un ritmo de cotidianeidad. Algo en el ritmo acompasado del mar me devuelve parte de esa certeza. Quizá, también por eso vengo tan temprano: cuando no hay gente, cuando no hay ruido, cuando los trabajadores de la noche regresan a sus casas, amontonados en un mismo camioncito destartalado. Dos: el grito de un gallo se pierde en las alturas.

Me despierto antes de que la vida empiece otra vez. Prefiero la neblina al ruido de la gente. Prefiero el silencio del sol que todavía no se levanta al barullo tumultuoso de los turistas aplastándose contra la arena. Prefiero, en fin, el sonido de mis propios pasos al de las llantas de una camioneta cargada de niños en traje de baño. La frente se me humedece discretamente por el sudor; siento un tironcito en las pantorrillas, a pesar de que he caminado varias veces la misma ruta; la nariz me pica por el olor a sal. La playa se desenrolla frente a mí, y la inmensidad del mar me abruma. Tres: el grito de un gallo se confunde con las olas.