13:43, desde el punto más alto

Hay varias maneras de subir al último piso del barco para ver el mar. Una de ellas es por fuera, haciendo el esfuerzo de tomar las escaleras y esquivar a todos los turistas que quieren tomar el sol al mismo tiempo. El viento les raspa las carnes expuestas, que ondean con una flacidez flagrante al paso de la brisa indiscreta. También está la necesidad indeseable de torear a los meseros. Sin embargo, si se pasan por alto todas estas inconveniencias, puede alcanzarse el nivel más alto, y admirar con relativo silencio la inmensidad azul. La música impertinente se deja atrás, así como el olor a bloqueador y los reflejos relucientes de la multitud de lentes oscuros. El tumulto de gente que empuja porque quiere encontrar en dónde sentarse a comer se congela, y parece que se entra en un estado de inconsciencia de lo que ocurre más abajo. La marea todo lo deshace.

Cuando finalmente se alcanza el punto más alto, hay varias posibilidades también. Una es recuperar el aliento, siendo que han sido varias semanas de inmovilidad que el cuerpo termina por asimilar como propia. Otra es encontrar un lugar para poder sentarse a ver, y con esa intención perder varios minutos. La menos probable, y no por esto despreciable, es sumirse de súbito en el movimiento de las olas, que consumen con su existir acompasado, que destruyen los escenarios del acontecer cotidiano, y que se mueven de una manera tan parecida al ritmo de la respiración propia. Lo más seguro es que suceda todo esto, en orden de aparición. Sin embargo, para la mujer azul que está ahí desde las cuatro de la tarde nada de esto ocurrió así. Ella subió desde la estela que deja la nave a su paso entre volutas de agua evaporada, y se quedó atrapada en el ensueño azul sobre un camastro de plástico, como enterrada en una arena que no existe.

Nadie repara en su presencia. Lleva horas con la mirada clavada en el camino de espuma que deja la proa, y pareciera que ni siquiera el silencio es consciente del lugar que ocupa en el espacio. El cabello no hace ruido con el golpe del viento, a pesar de que sí se le alborota como a cualquier otro. La piel no se le agrieta con la insistencia del sol ni suda con el calor de treinta y dos grados que azota la cubierta. Las nubes la pasan por alto, y la cubren con su sombra como los transeúntes lo hacen inconscientemente con la propia en el pavimento. Ella parece estar en trance, como si el mar se le hubiese metido por el hoyo de la oreja y se la apropiase lentamente, de a pocos, como lo hace con la tierra que convirtió en playa, y los continentes independientes que convirtió en islas enajenadas. Ella es un archipiélago en sí misma: todas sus partes, aunque disociadas, existen en un mismo conjunto unido únicamente por las olas, y por ese transpirar rasposo de las pieles que pertenecen a la línea de costa.

Así la miro yo desde el camastro opuesto: sola, con los pocos ecos de brisa que le rosan la mirada. Las pestañas se le mueven levemente, y por eso sé que está viva. Porque parpadea, porque respira a través de los ojos clavados en el mar que no perdona su presencia fuera de él. Hago apuntes en un cuaderno usado que tiene algunas hojas en blanco todavía, y ella no para de hacerse aire.

23:52, desde el camarote más pequeño

Vine de vacaciones porque decidí que la ciudad ya me estaba haciendo daño. Salí de mi departamento con para encontrarme con el tráfico indeseable de las horas pico, y cuando llegué al aeropuerto suspiré con un alivio que nunca tocó fondo del todo. Seguí el protocolo y volé las horas necesarias para llegar hasta acá, como si de una lista de tareas por cumplir se tratara. Finalmente pude embarcarme, y cuando entré a mi habitación fue como si hubiese regresado a casa: un cuartito de cuatro paredes que no promete más de lo que es, con un baño apenas digno, sin ventana y sin vida. El alivio de las horas antes del vuelo se frustró un poco, pero traté de ignorarlo por orgullo. Deshice la maleta y me propuse estar ahí dentro el menor tiempo posible.

Al salir del camarote minúsculo todo fue peor. La amalgama de turistas nauseabundos pudo asfixiarme: las chanclas, los gritos, el olor a mucha gente reunida y las terribles playeras de palmeras que son tristemente tan populares me causaron pánico, e intenté huir con el poquito espacio que tenía para moverme. Dejando todo esto de lado, puedo decir que encontré un buen lugar para leer en uno de los quince bares diferentes que hay aquí, porque la biblioteca está repleta de viejecillos que hacen ruido al leer —la peor de las inmundicias que cometen los pseudo-lectores que buscan los títulos best seller del año—, y me causa demasiado conflicto que la gente tenga que repetir en voz baja lo que están leyendo *en silencio, como si la capilla que tienen para rezar no les fuese suficiente. El bar está solo casi todo el tiempo, y aunque tiene un nombre muy poco original, sirven bien y no molestan, que para una persona como yo es importante.

Aquí puedo leer a mis anchas, sin ruido y con la buena compañía de una ventana que compensa la que no tengo en el camarote, porque es grande y no está sucia, y así puedo ver hasta lo que no existe sobre la piel crispada del mar. Diría Homero que el mar es barbado, y algo de verdad hay algo en lo que el poeta le dictó a su escribano en sus años de productividad desde la ceguera: es como si miles de ancianitos marinos se asomasen a la superficie con sus barbas blancas, y luego se volviesen a sumergir con la misma celeridad que aparecieron, sin decir nada. Cuando me aburro del mar y de sus formas, veo la hora que es y me regreso al cuarto con cierta renuencia. Normalmente son ya las diez, y como he estado ahí toda la tarde, me duelen las piernas de tenerlas en una misma posición.

La ilusión del movimiento se hace en el pequeñísimo tramo que recorro a pie a lo largo de los pasillos, bajando los escalones —que ya conté, y son veinticinco— y nuevamente pasando por las puertas con números nones, hasta llegar al mío, que convenientemente está hasta el último extremo de la multiplicidad de puertas que tengo que pasar por alto. Meto la llave y me encierro hasta el día siguiente, en el que seguramente haré lo mismo, y lo mismo, y lo mismo. Como el mar, que no se cansa de volver y volver y oler y mover y roer y caer y, ay, qué caray. No puede ser que piense en tantas estupideces. Quizá la marea ya está surtiendo efecto en mi cabeza.

7:34, desde el desayunador más concurrido

Después de una noche terrible de mareo e insomnio me vi forzado a recuperar el aliento para ir a desayunar. El servicio no es tan malo en el comedor principal, en donde, en efecto, siguen la tradición inmunda de los bufets, pero por lo menos hay gente que sirve café en el lugar que uno escoja. Sigo pensando en cómo me olvidé varias horas de la mujer azul que me encontré ayer por la tarde: es impresionante cómo la desidia de tener que lidiar con desconocidos nubla la mente de las cosas que en realidad valen la pena. Pero algo hay en el café que ancla los pies en el suelo. De repente me resulta irónico pensar así, porque estoy en un barco que no ha echado anclas en tres días, y vaya, qué fácil es empezar a pensar en idioteces otra vez.

El barullo de los demás no es tan terrible en este momento. Todos comen, y a lo mucho, el ruido que escucho es el de los cubiertos que azotan contra las vajillas de la comunidad. Y encuentro algo de rítmico, incluso, en la manera en la que estrellan las cucharas contra los platos hondos, los cuchillos contra el huevo pre-cocinado, las tazas contra el mantel usado: tic, ploc, tic, ploc, tic, ploc. Es otro tipo de marea. Una marea que nada tiene que ver con el cuerpo inconmensurable de agua que nos rodea a todos, pero que comparte ese carácter inconsciente de movimiento acompasado, constante, discreto. Tic, ploc, tic, ploc, tic, ploc. Así suena el jugo en los vasos de vidrio, las carnes frías sobre la superficie blanca de los platos, los cubiertos de plata barata al chocar contra los dientes de los comensales. E incluso este mismo ritmo está en la manera en la que el barco nos obliga a comportarnos: comidas exhaustivas cada tres horas, con horarios y cantidades ridículas, y luego lo mismo otra vez, tic, ploc, tic, ploc, tic, ploc. El mar actúa de maneras extrañas.

En medio de este razonamiento sin sentido, me acuerdo de la mujer azul con toda lucidez. Pienso en el cabello, que hasta ahora me doy cuenta que lo lleva corto, y en el vestido de tela vieja que le colgaba de los hombros, como una bandera blanca a media asta. Los huesitos de las clavículas se le entreveían a través de la carne delgadita, como una servilleta que pretende contener corazón, riñones y no sé cuántas vísceras más, como si las costillas o la columna vertebral no fuesen suficientes para contener sus partes más elementales. Ser de espuma, ser de medio viento, ser de brisa que se deshace, que se evapora, que se estrella contra las caras relajadas de los demás turistas sin que se den cuenta. Ser de agua extraída que busca regresar, pero no sabe cómo. Ser de agua extraviada. Tic, ploc, tic, ploc, tic, ploc.

Volutas de agua que se traslucen por los ventanales llenos de un sol pálido que apenas alumbra. Perlitas de agua que nublan la superficie de los ventanales enmohecidos del barco. Canales discretos de sudor que se enraízan sobre las frentes de la gente grasosa, gaseosa, gástrica. Tic, ploc, tic, ploc, tic, ploc. Mañanas cronometradas en términos de nudos náuticos. Ritmos cansados de música reciclada una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Trajes de baño usados demasiado. Tic, ploc, tic, ploc, tic, ploc. Cubiertos de materiales rudimentarios pero efectivos. Hombres y mujeres empleados para cumplir una función específica, a quienes los comensales ignoran o de plano no alcanzan a ver. Tic, ploc, tic, ploc, tic, ploc. Marcas caras, marcas viejas, marcas olvidadas y ¡aproveche el 50% de descuento! Servicio de lavandería sobrevaluado. La marea que no perdona en dos días de alta mar. Tic, ploc, tic, ploc, tic, ploc. Y coronándolo todo, una mujer que no estoy seguro de que exista, pero que respira con más fuerza que todos los demás que sí pagaron su estancia en esta nave comercial.

De pronto el aire se hace demasiado denso. Me paro y me salgo de ahí, despavorido.

17:09, desde el camastro más alejado

Traté de evitar cualquier tipo de contacto con nadie durante todo el día. Ha caído ya la tarde, y pensé que era mejor ponerme a leer afuera. Pareciera que el librito que traigo es como un escudo: aunque no lo lea, está abierto, e inmediatamente repele a la gente. Quién sabe qué tendrá la lectura de espectral, que espanta más que los anuncios de gordas bajando de peso mágicamente con quién sabe qué píldora reconstructiva.

Cuando pensé que me había librado de cualquier tipo de inconveniencias, se desató la catástrofe: un niño se soltó a llorar detrás de mí. Lo más molesto ni siquiera era el ruido en sí, sino que no estaba llorando, sino que estaba chillando: la fuerza que requieren ese nivel de decibeles es verdaderamente insoportable, insostenible, indeseable. El berrinche pudo más que mi buen juicio. Me vi forzado a abandonar ese lugar también, preguntándome en dónde estaban los padres, y en última estancia, porqué era yo así de insufrible conmigo mismo. Luego se me ocurrió que podría volver a subir al punto más alto, y el envite del mar hizo lo suyo una vez más.

Subir las escaleras tiene algo de místico. El ciclo del movimiento de las piernas reactiva algo muy primigenio, muy escondido. No me fijé si esquivé, empujé o tiré a alguien. La verdad es que el susurro suculento de las olas se llevó mi sentir terrenal. Su silencio me hizo sucumbir al sol que sale de escena, a las aguas, a la brisa suave del último suspiro del día. Un flechazo, un torrente, un disparo de luz cegadora que me llevó con los ojos nublados hasta el punto más alto del barco, en donde no hay ruido, en donde no hay gente, en donde los tumultos se hacen remolinos de sal y las voces se hacen aire. El aire salado hace que los músculos ardan, que se sientan vivos, que vuelvan a ser funcionales. El barco empieza a moverse de un lado a otro, como si el mar lo azotase por todos sus frentes. Huele a viento y la boca me sabe a sal. Ya dejé de sentir los escalones que se supone que estaba subiendo. Me olvidé del empuje en las piernas, de la gente incómoda, de mis escrúpulos imbéciles sobre mis compañeros de vacaciones. De pronto me encuentro a mí mismo solo, en el último piso del barco, con el cielo oscurecido y las nubes tapando la poca luz de las estrellas que nacen. En el otro extremo, está la silueta de un vestido que se levanta levemente con el envite salado del mar. De pronto me siento alado, y la litósfera se desprende del alcance de mis pies. Me voy, me voy, me voy, voy, voy, voy…