Este año estoy ansiosa por que comience el curso, y no es por el motivo de algunos padres, que anhelan desesperadamente que sus hijos dejen la vida ociosa y se zambullan en la rutina de horarios y actividades. No, no es esa mi razón. Este año vuelvo al instituto como alumna… ¡a mis cincuenta largos! Bueno, en realidad seré una alumna invisible; te explicaré el motivo.

Cuando en el mes de junio mi hija Laura se matriculó del último curso de educación secundaria tuvo que elegir entre varias optativas, como economía, psicología, francés, latín, etc. ¿Y sabes cuál eligió? Pues se decidió por el latín. ¡Dios mío! ¡Latín! Cuando me lo dijo no me lo podría creer, ¡mi hija quiere estudiar latín! En unos tiempos en los que priman la utilidad, la inmediatez, la tecnología, las ciencias, querer estudiar latín es una especie de «rareza» inexplicable para muchos que viven convencidos de que las lenguas clásicas murieron hace siglos y jamás podrán ser resucitadas.

Mi romance con el latín no empezó en el instituto, sino bastantes años después, y fue un noviazgo que comenzó poco a poco, a medida que avanzaba en mi devenir profesional como correctora. De hecho, mis primeros escarceos con el latín fueron en segundo de BUP, con una profesora muy peculiar: Doña Rosa. A aquella mujer no le hacía falta la ayuda de nadie para «empoderarse», pues era de carácter fuerte y decidido, a modo de institutriz decimonónica, aunque con toques de modernidad, pues a diario se dibujaba los rasgos de la cara con un maquillaje más que excesivo. Todas las alumnas (el instituto era solo femenino) le teníamos bastante respeto… bueno, mejor diré que le teníamos miedo, pues diariamente nos preguntaba a todas las alumnas las declinaciones y los tiempos verbales. Y créeme si te digo que nunca se libraba nadie, nunca. Personalmente, aprendí mucho latín en el instituto. Ya en la universidad seguí con el estudio de esta lengua, que no aprendí con la misma eficacia, aunque sí con más interés.

Y mi trabajo de correctora hizo de celestina para que mi romance con el latín durara hasta el día de hoy, en que es más sólido cada día.

Pero volvamos a la historia. Mi hija, asustada por la «mala fama» del latín, me confesó que tal vez necesitaría mi ayuda para enfrentarse a esa terrible asignatura. ¡Dios mío, qué pregunta! Por supuesto que sí, claro que la iba a ayudar. En realidad, es ella la que me va a ayudar, ya que juntas haremos un viaje que nos llevará por dos caminos paralelos, uno será el del retorno a mi adolescencia y otro el que nos llevará, juntas, al origen de nuestro idioma.

¿Hay mejor compañera para este viaje que mi propia hija? Este año espero con ilusión el comienzo del curso, y prometo que me esforzaré para contagiar a Laura mi pasión por las palabras y su origen. Si no consigo que viva un romance con el latín, espero al menos que tenga con él una aventura que contar algún día.