Venid conmigo al mar agitado
dulce y entrañable Amiga mía.
Y nos bañaremos en las olas
donde se encabrita el Amor
y mana la dulzura de tus labios…

Te acordarás de la Casa Azul, Amiga, en calle Ejército Libertador esquina Gorbea, a donde solíamos venir, a eso de las tres de la tarde, de preferencia los viernes, en un taxi que abordábamos en calle Moneda, cerca de San Antonio, centro agobiante de Santiago del Nuevo Extremo. He tomado hoy una fotografía («quitado», dicen los gallegos), y verás cómo cambiaron su color por un lúcuma o naranja intenso, aunque yo la sigo viendo como si aún la cubriera el imposible pájaro azul de la felicidad, que alguna vez perseguimos juntos para intentar cobijarlo en el arca del corazón.

Transito por la vereda norte de calle Gorbea y atisbo, de reojo, los automóviles estacionados dentro del motel… Hoy conté seis, lo que habla de doce amantes o amadores, como lo éramos nosotros hace treinta y tres años…

Jóvenes aún, nos abrazábamos con pasión y yo recibía de ti el obsequio de la ternura hospitalaria de la que nos habla Antonio Machado… Es la primavera, que hace aumentar el afán amoroso, redoblando las ansias por derrotar el desamor, el olvido y la muerte en manos de Dionisio, que en esto supera los arrestos de Apolo y su fría estética de academia.

No es preciso, Amiga, que la cálida remembranza vaya más allá de lo propuesto en los versos del Poeta:

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega… Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia. Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso… Oscuros cauces donde la sed eterna sigue, y la fatiga sigue, y el dolor infinito...

Porque el amor tiene su sagrario y los detalles íntimos son asunto secreto de los protagonistas, como nos enseñara Flaubert, y la escritura solo debe sugerir, nunca entregar a miradas ajenas el estallido de la plétora en el abierto abanico del pudor, pues basta describir el umbral de la imagen que inaugura el asedio de los cuerpos para obtener su atmósfera.

Tú y yo sabemos, Amiga, de aquellos tactos febriles de lo ignoto, del hálito compartido en nuestra tibieza sin tiempo, en la conjugación de los nombres que nos prodigábamos para aprehender el fluir inasible del tiempo: la palabra y sus ecos desvaídos. Conocimos lo que no puede participarse, aquello tan único, exento de adjetivos y de retórica inútil que solo el amor conserva en la paciente ceniza de los días; también los aromas que acompañan y estimulan la unión de los cuerpos, el efluvio que a veces nos convence de estar hechos de «polvo de estrellas», como escribiera un físico vuelto poeta en medio de la indagación hechizante y pavorosa del cosmos.

No fuimos pareja, en el estricto sentido de compartir lo doméstico y cotidiano, aunque yo propuse que viviésemos juntos, mas tú respondiste que no era buena idea, pues no vibrábamos con parecidos anhelos vitales, y a ti poco te entusiasmaban mis apremios intelectuales, menos el afán compulsivo de la escritura, nada el vicio impune de los libros. Poseías el femenino y seguro pragmatismo de la tierra, ese que evita la disgregación de lo humano, puesto hoy en día en grave riesgo por la milenaria y patriarcal política de explotación de la naturaleza, otra vertiente, pudiéramos decir, del abuso amatorio sobre la gran fémina.

Y yo, asaz disperso y algo disoluto, me enredaba en proyectos utópicos y en vanas fantasías que parecían desmentir mi larga diferencia de años contigo. Hasta que llegamos, de manera inevitable, al cruce de senderos que se bifurcan. Otros sueños y otros amores -más perdurables-, nos aguardaban a la vera del camino.

Sigo de pie en esta esquina, ensayando otras fotografías, aunque voy a quedarme con esta, donde se advierte la silueta del hombre que mira la casa y su hilera de habitaciones, ahora constreñida por altos edificios que parecen acosarla en la amenaza de un abrazo no solicitado; el mío, como el del hombre que observa, es un posible gesto de súbita e inexcusable nostalgia que inquiere, sin decirlo, mientras presiente la pregunta y su porfiado tópico: ubi sunt, ¿dónde están? Para ello no tenemos respuesta, sino quizá en alas de la golondrina que remueven la memoria…

…Fue a la hora vespertina, un día de verano, en la Casa del Perfume, donde yo oficiaba como contador. Llegaste a buscarme, como habíamos convenido; solo que ambos estábamos sin dinero para ingresar a la morada azul. Mas yo tenía una opción salvadora: esperar hasta la inminente hora del cierre, para subir hasta el solárium del cuarto piso, donde las plantas recibían la luz a través del cielo vidriado. Allí nos desnudamos, ajenos a las posibles miradas intrusas desde los apartamentos circundantes, como si fuésemos Eva y Adán partiendo, una vez más, la manzana agridulce de las tentaciones. Todo iba bien, cuando escuché el ruido de un coche estacionándose en el garaje de la casa. Luego, las llaves en la cerradura y la voz del dueño hablándole a su mujer: «Le llevaremos un Cartier a tu amiga y quedaremos como reyes».

Subieron hasta el tercer piso, abrieron la bodega… Los minutos se alargaron como en una pesadilla. ¿Y si se les ocurre llegar hasta aquí? El miedo es cosa viva y mata cualquier arresto o apetencia. Cerraron la puerta y se marcharon. Nos vestimos en silencio, tú y yo. Quizá fue el último encuentro; no soy capaz de precisarlo ahora, pero vuelvo a sentir la humedad vagarosa de aquel follaje cautivo…

Desde la lejana Viena me participas a veces de recuerdos comunes, los que trato de engarzar con los míos, como si se tratase de un collar de la memoria que hilásemos juntos, en el vértigo de los días y de los rostros que difumina el calendario.

Tal vez, en un largo sueño sin vigilia, me vea pintando de azul las paredes que hoy me parecen de tono impúdico e irreverente. Porque también el amor, Amiga, se vuelve con los años un juego de colores que va atenuándose con la melodía extraviada del postrer otoño.