I
En el funeral de Ícaro, un hombre se desbarata en llanto con los brazos llenos de cera. Se cubre la cara con las manos, intentando recuperar algo del viento que se llevó a su hijo entre olas que ya no están. Con violentos aspavientos se llena los pulmones, y suelta con suspiros entrecortados un aliento que quisiera ser el último, y que no logra terminar.

II
No hay nadie más en el entierro: ni siquiera está el cuerpo. Es un momento para el padre, que desbordado en congoja, busca a su hijo en la tierra recién removida. Debajo de las sandalias siente todavía el peso del oleaje ―y el laberinto que alzó antaño le desmorona los hombros.

III
Piedra: la que usó antes para complacer al monarca y la que usa ahora para labrar el nombre de su hijo. Ni el mar se lo impide: disfruta de su soledad lapidaria en presencia de los desconocidos que barren su silueta con la mirada. Fue arquitecto y ahora es parte del polvo inconveniente de la estructura social que abandonó por trabajo.

Piedra. Piedra sus labios resecos. Piedra sus manos inmóviles sobre el rostro. Piedra la pérdida.
Piedras sus ojos.

IV
El hombre de los brazos de cera se alza impoluto sobre el recuerdo de su hijo. Tiene las piernas fuertes y la túnica salada, como raspada apenas por las crestas del mar barbado. Se le arquea la espalda y los hombros se le colapsan, inevitables. Recuerda los gritos. Recuerda las advertencias. Recuerda las olas. Y piensa ahora que fue en vano, y que el mar no lo regresa todo.

Es el silencio y su silencio, y nada más.

V
El sol se pone sobre su rostro partido. Ha bajado las manos ya, como si estuviese en sincronía con las nubes que lo sobrevuelan. No tienen duelo más que el de volverse vapor y regresar a las aguas. Él sí. Se le quiebran los párpados en un llanto que expiró hace mucho, pero que resuena aún entre sus pestañas húmedas.

VI
Y es que el sol es el mismo. Es igual de incandescente, igual de lastimero: puede sentirlo en la cera seca de sus brazos. Hierve sobre su piel con el furor sutil de las últimas horas de luz, que lacera en un nivel más esencial, más específico y más profundo. Huele a quemado.
Huele a sal.
Y tal vez es su sudor. Y tal vez es la cera de las alas que tiró en el muelle.
Y tal vez, sólo tal vez, sean las lágrimas de su hijo, confundidas en su último aliento, que regresan a él con el olor a sal.

VII
Un ardor le invade el pecho lentamente. Es el ritmo acompasado entre sus costillas el que acentúa el grito creciente de su interior. El naranja maquinal del sol le estría la cara y hace que apriete los dientes. Las hordas de gente se escabullen entre las sombras que se alargan y pareciera que el ruido tumultuoso empieza a ceder.

Le arden los párpados cerrados y se le aprieta el nudo en la garganta.

VIII
No hay mujer, no hay vino, no hay nave que le devuelva la tranquilidad. Le duele ya la espalda de tanto verterla al piso, pero no logra enderezarse. Su caja torácica se expande con la angustia que se le enreda en los pulmones, y sabe que no puede llorar más: la sal puede más que todas las aguas. El luto lo atrapa y siente la asfixia de la soledad.

Y entonces, la luz se apaga.

IX
Las nubes se expanden sobre el puerto unánime. Las velas han caído ya, y la brisa de la mañana se ha convertido en un soplo mortuorio que eriza la piel. Pero no la suya: está cubierta de cera, aislada de la realidad con una barrera accidental que no le permite sentir nada más.

X
Ya no hay sol, no hay lluvia, y lo único que queda es la arena quebradiza debajo de sus pies. Perdió ya las sandalias, pensando en que ya no habría más camino que recorrer, y decidió mejor andar descalzo: sería su único contacto con el mundo, pues el resto de su cuerpo está cubierto. Camina, y siente cómo se hunde un poquito con cada zancada que da. Piensa en sus alas y recuerda también la prisión que edificó sobre sí mismo: un laberinto indescifrable que parece volver de entre los escombros de la playa. Recuerda las paredes macizas y altas, que ahora se le presentan como lápidas grabadas.

Alguien se precipita en la Estigia.

XI
Ícaro, Ícaro, Ícaro. Así leen todas. Lo rodean, y la noche parece todavía más oscura. Ícaro. El azul del cielo se vuelve al negro. Ícaro. Las embarcaciones colapsan y se entierran en la orilla. Ícaro. Las aves nocturnas se burlan en su cara: ellas sí tienen alas, Í-í-í, y no tienen que pegar sus plumas con cera. Í-í-í-í. Toman vuelo. Í-í-ícar. Ícar-ícar. Siluetas en el cielo. Ícaro.

Hijo mío.

XII
Todo es de piedra: los árboles, laberintos, los lodazales, Ícaro, los caminos de arena, mi hijo. Todo es de cera. Se mueve una silueta en la oscuridad, sin rumbo, sin espacio, sin tiempo: se mueve casi abstracta en un mundo que ya no le pertenece, que ya no tiene forma, que ya no tiene vida.

No vueles tan alto, hijo mío.

XIII
Escucha las olas estrellarse contra sus pies. Huye del mar, y no se da cuenta de que está corriendo hacia él. Ícaro, Ícaro, Ícaro. Las formas rígidas de las olas lo devuelven al laberinto. No-vueles-tan-alto. La fuerza de la corriente lo avienta a la costa nuevamente. Aléjate del mar. Está de espaldas a las olas y la marea lo tira contra la arena. Vuela conmigo. Se levanta y corre sin saber a dónde.

¿Dónde estás, hijo mío?

XIV
Las olas son lápidas grabadas. La marea no se mueve. El mar es estático. Samos, Delos y Lebintos: ninguna es tan férrea, ninguna es tan rígida. Fue el cielo, fue el viento, y ahora está tirado en el suelo. Hay que colgar las alas. Hay que quitar la arena. Hay que quitar las olas: bóvedas azules le recubren la mirada.

Y en medio de su laberinto de sombras, una luz blanca le toca la espalda.

XV
Se levanta y se da cuenta de que la cera de sus brazos se ha desvanecido. Las piernas le flaquean, la garganta le molesta y los huesos no le obedecen. Siente el paso apacible de la espuma sobre los dedos de sus pies y mira en torno suyo: ya no hay lápidas.

XVI
Se quita la arena de la cara y piensa en piedra: en una evolución a templo, en una conversión de alas a incienso, sacrificios blancos para almas blancas. Sin laberintos. Sin mordazas de sal. Sin mortajas.

XVII
Se aleja del puerto y mira al cielo estrellado. Suspira en silencio, y sigue su camino. Cierra los ojos. Justo en ese momento, una silueta alada cruza el firmamento.

No vio nada, y así pudo llevar su luto en paz.
Cera.