Marco las cinco en punto de la mañana y Víctor sigue acostado. Ya no se mueve tan ágilmente como hasta hace unos años. Su piel ha comenzado a igualar la corteza de un árbol y, desde esta altura, el poco cabello que le queda pareciera estar pintado con nubes.

— Víctor, ¡es hora de despertar! – le exclamo, cual cada amanecer, pues no puedo permitir que el hombre se pierda el noticiario matutino, programa que continúa sintonizando sin falta, a pesar de llevar mucho tiempo sin madrugar con el motivo de ir a trabajar. Creo que esto último se debe a una tal «jubilación», de quien se queja a diario porque su vil embestida lo alejó cruelmente del papeleo y los quehaceres propios del añorado Banco Municipal.

Diez primaveras atrás, cuando me tocaba dar las siete del alba, ya Víctor se encontraba alistándose para salir al jardín, recoger el correo y, ojeando sus remitentes, regresar a la casa para dejar las cartas encima de la mesa de la cocina, no sin antes beber un café caliente con su mano derecha. Al terminar de desayunar, se dirigía con rapidez a su carro y, bajo un cielo despejado y soleado, partía a la oficina, mientras yo, desde la cabecera de su cama, anunciaba las siete y cuarenta y cinco minutos de la mañana.

Ahora debo dar las cinco y media. Víctor se perdió la mitad del noticiario. ¿Cómo se va a enterar de los más recientes indicadores económicos, los resultados del partido de fútbol de anoche, a las nueve y diez, o los avances tecnológicos en el sistema bancario de servicio al cliente?

— ¡Víctor, despierta! – intento gritarle –. Aún puedes disfrutar de la sección del clima y, a este paso, se te hará tarde para desayunar la avena y el jugo de naranja de los miércoles, entre las cinco con cuarenta y las cinco con cincuenta.

Me gustaría poder mover mis viejos brazos más rápido, pero estoy atado al tictac de mi corazón y tengo que esperar, pacientemente, a advertir las seis en punto para poder volver a cantarle y alarmarle, a ver si así logro que el hombre alcance a mirar lo que queda del programa y coma a la hora acostumbrada.

Seis de la mañana. Se oyen los maullidos del gato del vecino, quien, con mucha emoción, hace tres días, el domingo a las doce del mediodía, le presentó su nueva mascota a Víctor.

Siete y diez minutos de la mañana. Suena el teléfono, es la puntual llamada de su hija, pero él parece ignorar el chillido del aparato.

Ocho y cuarenta minutos de la mañana. Un grupo de vecinos toca la puerta con insistencia, sin lograr que el hombre se separe del colchón.

Víctor se ha fundido con las sábanas, su piel de cáscara se ha quedado inerte y se ha secado la lluvia que corrió de las nubes en su escasa melena la acalorada noche anterior, cuando, a las ocho y tres minutos, cargando un café helado en la mano derecha, hablaba por teléfono con su hija y refunfuñaba sobre lo injustos que habían sido los del Banco Municipal por atacarle con esa tal «jubilación».

He pasado décadas cargando su vida en mis cansadas manos; trazando su camino diario; sabiendo a qué hora inicia su baño nocturno, durante qué minuto le cruza por la mente la posibilidad de tomar un tren e ir a visitar a su nieto, y en qué momento voltea a ver si el cartero ya pasó por el buzón.

Sin embargo, paradójicamente, tratando de controlar el tiempo, me condené a mí mismo a seguir aquí, en la cabecera de esta cama, marcando horas vacías, viendo cómo las nubes ahora cubrirán el cielo, sin haberme percatado del segundo en el que Víctor dio su último aliento.