La casa está a oscuras, todas las luces están apagadas. Sólo en el estudio hay una lamparita encendida. Mis pisadas presurosas y el ruido de los tacones rebotan por las paredes. Entro a su despacho con la respiración entrecortada. Está escuchando a Rachmaninov. La pasión teñida de nostalgia que se enreda en los acordes del piano le dan un acento dramático al reloj de pie que en ese momento empieza las campanadas. Son las tres de la mañana. Alfredo está mirando a la pared. Me da la espalda. Antes de que lo pueda saludar, sube el volumen del aparato de sonido. Se pone de pie y sin apenas mirarme, se acerca a la repisa en la que guarda sus licores y se sirve una copa de Macallan Gold. No tengo ganas de discutir. No quiero arruinarme la noche. Salgo del despacho dando despacio, casi de puntitas. Me quiero cambiar. No aguanto los tacones. Me duele el cuerpo.

Entro al baño. Enciendo las luces del espejo. Saco las toallitas húmedas y me empiezo a desmaquillar. Me quito las pestañas postizas. Me deshago peinado. Me cepillo los dientes. Me pongo la pijama. Mi pijama vieja, la que conserva el olor a hogar. Me doy cuenta de que tiene hoyos en los puños, en los codos y un pequeño agujerito se le empieza a formar en las faldas de la camisa. Hasta ahí alcanzo a escuchar las notas de la pieza de Rachmaninov que usaron como tema de la película Pídele al tiempo que vuelva que protagonizó Christopher Reeves. No es casualidad que haya puesto, precisamente, esa pieza. Para Alfredo no hay casualidades cuando se trata de música. Ojalá pudiera echar las manecillas del reloj para atrás.

Al menos, regresarlas unas horas para volver a vivir el reencuentro. Con el trabajo que costó reunirnos. Y no es que hubiera complicaciones para coordinar agendas, lo complicado fue lograr que las voluntades concurrieran. Lo logramos, haríamos el concierto: llegamos al punto en el que todas estuvimos de acuerdo en la cantidad que recibiríamos, en que lo haríamos en la Ciudad de México y conseguimos que fuera en el auditorio con mayor capacidad. Tuve miedo. Alfredo me advertía: ¿y si no va nadie?, ¿y si no hay un alma que las recuerde?, ¿qué necesidad hay de pasar ese mal trago? No te expongas a semejante situación, ha pasado mucho tiempo. Ya nadie se acuerda de ti. La dureza de sus palabras estaba llena de verdades. Quería contarle que se había equivocado. Quería hacerle saber las dimensiones de su error.

Aún puedo escuchar los aplausos del público que gritaba: ¡Otra, otra, otra! El nivel de adrenalina que teníamos en el cuerpo nos hizo salir en tres ocasiones y volver a cantar. La gente estaba tan prendida que no les importó que repitiéramos algunas de las canciones que ya habíamos cantado. Nos mirábamos unas a las otras y parecía que habíamos regresado el tiempo y que treinta y tres años no habían pasado. Éramos las mismas tres chicas que saltábamos al escenario a cantar las canciones de moda y no las tres señoras en las que nos habíamos convertido. Frente al público, volvimos a ser esas jovencitas que brincaban sin parar y sin desafinar.

Volví a ser esa solista que le provocaba gritos al público. Si elevaba los brazos gritaban, si me agachaba gritaban, si guiñaba, gritaban, si cantaba, se callaban por un segundo y luego se unían conmigo a cantar. Volví a ser la integrante del grupo juvenil estrella que rompió récords de venta, la de los discos de platino, y dejé de ser de las cantantes decidieron hacer una pausa a su unión musical para poder realizar otros proyectos personales. Lo de hoy fue uno de los reencuentros más venturosos de la farándula, hemos visto que otros grupos de los noventas se han reunido para deleitar a su público, volvieron a juntar su talento y nadie los fue a ver.

Recuerdo aquel día. No puedo olvidar la cara de sorpresa de los representantes y de mis compañeras cuando les dije en forma tan solemne que debido al compromiso de amor y respeto que siempre nos había unido, —no dije nada del éxito y el dinero que habíamos ganado— les anunciaba mi decisión de hacer una pausa en nuestra aventura musical para poder desarrollar planes y sueños que siempre habían estado en el horizonte. Quería dedicar todo tiempo y entrega a su otra pasión: el amor que sentía por Alfredo. Ellas juntas, tendrían que formar parte de un proyecto musical que no me incluyera.

No lo podían creer. Nadie se entendía que le estuviera poniendo freno a un proyecto tan exitoso, tan rentable y divertido. Lo hice. Romú lloró y Amish me llamó sanguijuela. Romú se desesperó y me preguntó que cómo era posible que me dejara manipular por ese monstruo petulante. Amish la jaló del brazo y dijo que el pecado de la idiotez lleva pegado un castigo terrible. Quise decirles que, quizá, en el futuro, nos podríamos reunir de nuevo. Romú abrió una bolsa de papas fritas, les echó salsa picante y se fue a un rincón a comérselas. Amish me miró, en su rostro se dibujaba la maldición que no se atrevió a pronunciar. En cambio, me dijo: te deseo toda la suerte que te mereces. En mi ingenuidad, le di las gracias. No me di cuenta del mensaje encriptado que se escondía en esas palabras.

Cualquier cosa dicha sobre el sentido del amor, me habría envuelto en un intrincado interrogatorio sobre las razones que me llevaban a dejar de lado una carrera profesional tan bendecida por el cariño del público y tan prolífica en utilidades. Se trata de darse tiempo, de darse a uno mismo la oportunidad cuando parece que la otra alternativa ya no va a dar más de sí, me defendí. No supieron nada de lo otro. El ultimátum de Alfredo era claro. No tuve claro que la música es el antídoto de la desintegración.

Nos olvidaron.

Las olvidaron.

Me olvidaron.

El proyecto de Romú y de Amish fracasó. No vendieron ni el diez por ciento de los discos producidos. El inventario se remató y el excedente se llenó de polvo en una bodega. A mí me tocó desaparecer entre los corredores de una casa, me desvanecí en el reflejo de los vidrios de los ventanales, me confundí con los adornos de la sala, me adormecí con los discursos del partido, jamás llegué a estrenar el vestido que compré para el día en que Alfredo llegara a tomar posesión del cargo tan anhelado.

También él se hizo polvo.

Por eso, fue toda una sorpresa enterarme por las redes sociales, de que había planes de un reencuentro. A mí nadie me había invitado. Les deseé suerte, en mi fuero interno a Romú y a Amish. Entendí que no me quisieran incluir. Por eso, casi me caigo de la silla, cuando escuché sus voces emocionadas en el teléfono que me pedían que formara parte de esa aventura. Es una locura. Sí, es una locura y tienes que participar. Las especulaciones fueron creciendo. Yo aún no decía que sí. Millie, nuestra manager de entonces y de ahora, pensaba que era mejor. Lo fue. Acepté. Los detalles empezaron a complicar las cosas, pero, lo logramos.

Verlas fue un shock. Romú se había inyectado la cara con botox y se notaba. Tenía la frente lisa y los ojos que antes eran un par de círculos enormes, ahora eran un par de rayas algo chuecas. Amish se cortó mucho el pelo, ya no era esa mata exuberante de cabello azul, rojo y amarillo, ahora era un casco pegado a la piel y el contorno de la cara se veía afectado por la fuerza de la gravedad. Yo, había subido como veinte kilos. Una vez pasada la alegría inicial causada por la confirmación del reencuentro, la pobre Millie tuvo que lidiar con que en los días en que queríamos hacer las presentaciones, una de las tres daba un pretexto o presentaba una complicación. La edad nos hace necias, arrogantes y pretenciosas. También temerosas, debajo de tanta evasiva y tantos rodeos se olía el aroma del miedo. Más el mío que había decidido no informar de nada a Alfredo.

—Ojalá podamos hacer algo nuevo para ustedes y sobre todo para nosotras, dejarles buenos recuerdos— le dijo Romú a un público que la recibió con aplausos y porras, al momento de empezar el concierto.

—Aquí donde me ven, todavía puedo bailar—gritaba Amish a medio concierto mientras se movía rítmicamente y saltaba mejor que antes.

—Casi tenemos treinta y tres años de que empezamos a cantar, en aquella época no teníamos responsabilidades, pero, hoy podemos decir que ahora es el mejor momento de todos. Gracias, gracias querido público—fueron las palabras con las que Romú cerró el concierto, mientras se enjugaba el sudor y las lágrimas.

Yo misma, antes de entonar uno de los temas que más nos pedían, compartí con sinceridad lo que creí que era nuestra fórmula de éxito.

—Todo se los debemos a su cariño y a la conjunción del trío. La libertad de Romú de cantar con su color de voz y lo hermoso del timbre de voz de Amish y el privilegio de usar mi voz me hace decir que soy muy afortunada. Gracias por venir. Gracias por recordarnos. Gracias por no olvidar.

Millie habló de llevar a cabo una gira, de embarcarnos en tres años de conciertos. De volver a cantar en Madrid, Los Ángeles, Buenos Aires, regresar a Moscú, ir a Roma, probar suerte en París, Tokio y Kuala Lumpur.

Salgo del baño. Entro a su despacho con una sonrisa enorme. El corazón late con fuerza. Quiero atesorar todos los aplausos, todas las porras. Le quiero contar a Alfredo todo: el éxito del concierto, los planes, las posibilidades. Me acerco al aparato y apago el sonido de los acordes de Rachmaninov. Alfredo gira el sillón y me mira. Tiene los ojos inyectados y la nariz roja. El vaso que tiene en la mano está vacío igual que la botella de Macallan Gold. Mueve la cabeza de un lado al otro. Sé lo que significa esa mirada. Doy un paso atrás. Miro al suelo. Meto el dedo índice en uno de los hoyos de la pijama.

—Ay, Paulina. Nunca dejarás de ser la usa pijamas con hoyos. Esa eres tú. Esto es lo que eres.

Jalo la manga de la pijama, digo buenas noches y me voy a dormir.