Pasan días en los que tengo frente a mí el ordenador y en él la página en blanco. Paso largo rato en esa blancura y sin que nada ocurra, me levanto de la silla y me voy, con un sentimiento de culpa. No he logrado articular una frase, un párrafo, una cuartilla, un título, solo una albergo una idea huérfana.

Con la culpa en hombros, me incorporo a mis otras actividades de la vida. La culpa, esa espinita molesta, que se hace sentir en todo momento.

A veces mientras estoy en otras cosas, esas sencillas y rutinaria, comienzo a hilar la idea, y articular como puede transcribirse y si puedo regreso al ordenador y escribo rápidamente, no pocas veces de forma desordenada. Ya luego con calma, puedo hacer los acabados. Otras veces debo hacer apuntes en mi libreta, esa que siempre debe estar a un lado.

Sin que escribir sea mi oficio de facto, con otros he establecido compromisos para la semana o para el mes. Otra veces los hechos mismos y su cobertura te reclama aportes para un comprensión de los mismos, en un perspectiva alterna.

No tengo muchos amigos o amigas escritores o que les guste escribir, por el contrario, tengo muchos que son hábiles lectores y conversadores. A los cuales siempre los escucho con gusto y les ánimo a escribir, incluso a aquellos que tienen ideas horrorosas de la vida o del mundo. Les cuento mis andanzas por estos lares y solo le invito a pasar a otro lado de la ecuación. Como esto no es un asunto automático, espero todavía que llegue algo, para leerles.

A muchos les comento que las cosas de las que escribo son sobre lo cotidiano, sobre la vida, no es posible escribir sin vivir. Vivir de cualquier manera. Solo de esta vida se construyen las ideas, que pasan a ser el alma del discurso que se hila. Quizás la culpa sea porque estoy ansioso por escribir más y mejor. Quizás me toque ser mas paciente y comprender mis tiempos en la escritura, encontrar en compás en el cual hacer lo que tenga que hacer.

No crean que no he buscado a otros que se preguntan o escriben sobre este asunto, y me he encontrado a Edmundo Moure, chileno que considero genial, compañero en estas mismas páginas, y a quien sigo con entusiasmo. Y que ha escrito una historia breve titulada Mi amigo albañil y que puede leerse aquí.

Parafraseando a Benedetti, estoy pretendiendo ser un escritor menor que busca aprender de los escritores mayores.