Al concluir el turbulento 2019 austral, recibo una carta-correo de nuestro hermano Juan Luis, en la que nos da cuenta de una funesta noticia acaecida el Día de Inocentes (también Día del Escritor, en Chile). Transcribo:

La casa de A Touza, en la parroquia de Santa María de Vilaquinte, de propiedad de nuestro bisabuelo materno Manuel Rodríguez Neira, cuna de la familia Moure Rodríguez, formada por Cándido Moure Nande y Elena Rodríguez Grande, ha sido destruida por un voraz incendio, hace tres días...
En ese lar nacieron y se criaron los siete hijos, entre ellos nuestro padre, Cándido Moure Rodríguez, patriarca de la familia Moure Rojas de Chile.

El solar y la casa de piedra, con su gran hórreo y bodega de vinos incluida, pasó a manos de los hermanos Eladio y Cándido Rodríguez Mazaira, primos de los Moure Rodríguez. Restaurada y en excelente estado, era casa de fin de semana y de vacaciones de nuestros primos terceros Elena, Elba y Manuel Rodríguez. Afortunadamente, nadie estaba en casa el día del siniestro…

Cuatro siglos de vida reunidos entre sus muros de piedra parecen haberse esfumado bajo las llamas implacables. Pero, desde la fuerza de los ancestros que siguen hablándonos, -¿verdad, hermanos; verdad, Marcos?-, están las sílabas del fuego sagrado y benéfico de su ancha lareira, que pronuncian todos los nombres para que la memoria los resguarde en una casa más permanente, aunque ya las brasas, que el primer día de cada año se esparcían sobre las eiras para convocar a la renovada fructificación de la tierra, no repetirán aquel rito propiciatorio.

El primero de los Moure Rojas en reconocerla, medio siglo después de que la abandonasen para siempre sus nueve moradores: la abuela Elena, el abuelo Cándido, las tías Naulina, Alicia y Elena, los tíos Manuel, Antonio y José, nuestro padre Cándido, entonces pegoreiro, es decir, niño pastor de cabras y ovejas, fue nuestro hermano Eugenio, quien la describió en una carta memorable, que recogí en la novela La Voz de la Casa:

La vieja casa se conserva bien, aun cuando pueden advertirse algunos deterioros propios del avance inexorable del tiempo. Los grandes muebles, de color caoba oscuro, la loza blanca y gruesa, los utensilios domésticos tradicionales; todo me recuerda Chacra El Olivo, allá en el Chile ultramarino donde los abuelos intentaron reconstruir su lar. Diríase que hasta el olor es el mismo, dulce y evocador como las palabras, como los nombres de estos parientes y amigos: Eladio Rodríguez Mazaira, María López Novoa, Indalecio Rodríguez, Cándido Domínguez, Francisco Jorge… Un pequeño botafumeiro cuelga en un rincón, saludándome…

Tengo ante mis ojos la imagen perenne de su fotografía, de pie en el corazón de la Casa, en el centro del patio, junto al pilón del abrevadero donde las vacas y los caballos saciaban su sed; donde la paja del heno y la boñiga urgían ese inconfundible aroma que nos sobresaltaba al cruzar el portal centenario. Están los rostros de Eladio y María, sus voces, la sentencia del primo diciéndonos, en su castellano de moroso acento gallego: «El país bueno es el vuestro».

Quizá porque él entreveía, en ese sencillo y recurrente peregrinaje nuestro a «la casa del otro lado del mar», el móvil de un amor gregario que regresaba, como esas anduriñas de cabeciña estrelada que alegraban al infante o rapaz que fue padre Cándido, cada primavera, con su vuelo geométrico y augural que cerraba un ciclo en el cobijo de la techumbre pétrea.

Ahora que procuro entrar en la remembranza de sus ámbitos, me asiste el recuerdo de un extraordinario poema de mi amigo Xulio López Valcárcel, poeta lucense de la vecina comarca de Quiroga, cuyo texto simboliza para mí lo esencial que habría que decir hoy, como símbolo y despedida. Helo aquí, en versión galega y castellana:

A Duración

De pedra, poderosa,
a casa veríanos marchar un día
como viu marchar a outros.
Habíanos sobrevivir, nunca
a veríamos caída.
Ao irnos alí ficaba
senlleira, ben plantada;
ao regresar, alí seguía, abrindo as súas portas,
acolléndonos na súa fragancia. Era o centro, o referente,
o inviolable.
Non podería o mal prevalecer
contra o legado,
andamiaxe de esforzo,
masa fecunda de alegría
e sacrificio.
Pero faltaron eles
e a casa veuse abaixo.
Casa, nai ferida, casa-epitafio.

La Duración

De piedra, poderosa,
la casa nos vería marchar un día
como vio marchar a otros.
Ella nos iba a sobrevivir, nunca
la veríamos caída.
Al irnos allí permanecía
airosa, bien plantada;
al regresar, seguía allí,
abriendo sus puertas,
acogiéndonos en su fragancia.
Era el centro, o referente,
lo inviolable.
No podría el mal prevalecer
contra el legado,
cimientos de esfuerzo,
masa fecunda de alegría
y sacrificio.
Pero faltaron ellos
y la casa se desplomó.
Casa, madre herida, casa-epitafio.

Los Moure Rojas ya teníamos una Casa en el arca de la memoria, la del sur de Santiago de Chile. Ahora tenemos también atesorada la Casa del Noroeste. Ya nadie va a despojarnos de esos espacios encantados que ahora serán, para siempre, un solo hogar.