¡Gong! Suena la última campanada. Es medianoche. Los señores y señoras comediantes, en la conciencia de que el festejo puede terminar de un momento a otro, apuran los residuos de las copas y los restos de los canapés diseminados por las vacías bandejas. Y todos juntos, comienzan a cantar la canción del adiós. Mientras tanto, el Bufón de Turno, repicando una campanilla, va buscando desesperadamente por todas partes a su perdida Bufona de Tres al Cuarto, al tiempo que se va pensando: «Y un mal día en que los hados no me eran propicios, tuve la desgracia de labrar mi tumba en vida. Las estrellas de mi horóscopo me avisaron, más mi insolencia se rió de ellas. Ahora, pago mi culpa». El último desequilibrado, que es un burócrata calcificado, huyendo del cirujano de almas, se coloca detrás del Bufón de Turno y, en cansino parloteo, va diciéndole que si llega a saber tal final hubiese seguido los pasos del Mosquetero Azafranado que, seguro, mejor le hubiera ido entre las sombras de los eucaliptos; que lo engañó, y que toda la culpa es de usted, señor Bufón de Turno, de usted y sólo de usted, que me engatusó diciendo que me iban a dar la paga de beneficios. Y como el Bufón, en su deambular por el palacio, no le contestara, el burócrata decide, sin otra alternativa, contarse a sí mismo su propia aventura:

La araña

Doscientos conserjes juegan a los chinos en un rincón de un ridículo patio enmarcado por veinticuatro esquinas, donde el gotear de un canalón de encajes, hechos por las monjas del hospicio, deja caer su monótono sonar, de un agua pestilente caída lluvia atrás, mientras en la sala de máquinas de escribir, un sinfín de ellas componen una asquerosa melodía, bajo la inexorable batuta de una vieja encorvada de cuya pequeña y piojosa cabeza sale un descomunal moño lacerado por dos agujas de hacer calceta.

Son las veinticuatro en un esquizofrénico reloj que hay al principio de una extraña escalera de caracol que conduce a no sé qué abismales sótanos repletos de legajos cubiertos por el polvo de una desconocida eternidad. Enormes ratas de ojos inyectados en sombras corren por sus intrincados pasadizos chirriando como locas histéricas de manicomio benéfico; una pareja de ciegos gusanillos temblorosos se esconde tras las páginas de un indescifrable tomo amarillento.

La vieja encorvada, aquella del moño lacerado, ha tocado en un enorme cuerno de rinoceronte un estridente bramido que no se asemeja en nada al silencio beethoviano, señalando a las disciplinadas hormigas-obreras la hora del chismorreo.

Había una cola inmensa, daba como veinticuatro veces la vuelta a un cenicero de pie a tope de colillas, cáscaras de cacahuetes y cromos repetidos. Pregunté tímidamente al colista, si era por casualidad la fila de comprar pólizas. Era este un buen señor con barba de ocho días, que estaba gastándose los millones de una quiniela de muchos aciertos, que aún le no había tocado, en chalés, pisos, yates, viajes, criados, amantes y hasta dinero para la caridad. Pregunte a un conserje" —me dijo—, y vaya que me puso en un aprieto. ¿Cómo interrumpirlos en su quehacer? Remiré por escaleras y pasillos, por si algún rezagado con aire de filósofo no acudía a la cita de las veinticuatro esquinas, y al no tener la suerte de encontrarlo, me puse pacientemente detrás del buen señor con barba de ocho días. Fue entonces cuando vi por primera vez a la araña. Era un simple arácnido, vestido con un feo caparazón negro rodeado de muchas patas peludas. Ignorada del soberano mundo de la razón, tejía a más tejer hasta morir exhausta, para volver a nacer llevando a sus costillas su interminable anatema.

Mas mi confeccionada superioridad la despreció... Y un señor que tiene veinticinco mil siglos, que es la noche viviente, que es la eterna burocracia, que es el murciélago encantado del cuento para subnormales que aún no se ha escrito, lleva veinticuatro mil siglos cuadrando el mismo balance. Siglo tras siglo. Dicen las malas lenguas, entre ellas la de una lechuza soñolienta, que aún tardará otros tantos en dar el finiquito. Algunos, los más atrevidos, tras agotadores cálculos, sacan a conclusión otros veinticuatro mil. Pero algunos irónicos comentan que cuando el neandertha- lensis señor concluya el cuadre, el señor jefe vestido de azul eléctrico, lo llamará todo severo para decirle:

—Señor burócrata, la dirección estima que este balance no es el idóneo; así pues, tome usted este nuevo y cuádrelo urgentemente.

Al mismo tiempo que le alarga un enorme legajo repleto en polvo, dejándolo caer con gran estruendo sobre una majestuosa mesa recubierta de piel de jubilados bedeles, en uno de cuyos extremos unos disecados ojos turbios adornan el cristal de un tintero a semejanza de piedras preciosas. La polvareda inunda el suntuoso despacho del jefe haciendo toser al cuervo, que como adorno permanecía invariablemente colgado de la lámpara, mientras un moscardón hace atrevidas acrobacias.

No sé por qué sentí un infinito cariño hacia el señor burócrata y, un día, en que la jefatura estaba en plena orgía, me acerqué a su humilde y desvencijada mesa, y le pregunté:

—¿Qué hiciste del siglo en el que no cuadrabas el balance?

Descubrí, tras las gruesas gafas, cómo sus ojuelos se inundaron en recuerdos y una sonrisa picaresca quiso dibujarse en sus finos labios.

—Pues, lo empleé en nacer, en comer, en dormir.

—¿Nada más?

No sé por qué me barruntaba que nuestro personaje tenía un misterioso secreto que no se atrevía a contarme. Maquiavélicamente insistí: acaso no tuve compasión, pero mi curiosidad era grande. Al final se decidió.

—Pues, pues...

Y tras unos sonrosados balbuceos, me lo contó...

Fue una noche en aquel entonces en que la luna era blanca y los cipreses ululaban cantando lindas canciones. Fue una noche en la que el paraíso bajó a la tierra y los nichos se convirtieron en dulces trinos que inundaron el tálamo. Fue aquella noche en la que el alma de nuestro miserable hombrecillo se inundó de luz, sintiose rey de la creación y conoció el amor.

Mas aquel amor creció y creció hasta convertirse en otro señor burócrata con otros veintitantos mil siglos por delante para cuadrar un incuadrable balance de cifras negras y rojas.

En el transcurso de la narración le resbalaron las gruesas gafas por su grasienta y fea nariz, y pude descubrir en los huecos que tenía por ojos unas lágrimas que me parecieron un infinito océano de mar negro.

Y había un pelotillero; era éste un bichejo de tres cuartas de estatura, rechonchete y casi calvo. Por ojos, tenía alfileres y por boca, una fina abertura. Era la clásica estampa del lagarto de los caminos, tan exactamente igual, que con sólo verlo me corrió un escalofrío por todo el cuerpo. El lagarto tenía entre sus cortas patas un cesto de mimbre donde iba cayendo pacientemente una inacabable bufanda de lana que confeccionaba en las largas horas de oficina. Una humilde percha de hongo me contó que era para abrigar al pequinés del amantísimo director.

Pude distinguir varios tiralevitas. Tienen diferentes estilos y se profesan un odio mortal entre sí, ya que están en permanente competencia. Uno, el más audaz, lleva una guadaña con la que va rasando. No se conforma con la simple zancadilla.

Llegará sin lugar a dudas.

Hastiado de tanta miseria, quise salir y enterrar esa noche vacía en rayos cósmicos, quise superar al espíritu endemoniado de un ilógico universo, mas la impotencia desemboca en tempestades de furor encadenándonos a la irrealidad sin compasión alguna. La exorcizada araña tapona en bosques neurálgicos toda estela de libertad.

De pronto, sonaron los timbales. El silencio se hizo absoluto cuando del salón del trono salió el sumo director todo almidonado. Lucía en su mano derecha un refulgente brillante que nos cegaba a todos. Bajo palio, llevado por veinticuatro porteadores con cara de satisfacción, recorría el largo pasillo principal ante las inclinaciones de los subordinados. De nuevo vi al pelotillero de la guadaña; era una gigantesca alcayata. En estas circunstancias siempre he intentado buscar las fuerzas antagónicas. Puse manos a la obra e indagué, y mira por donde, sospeché de un enclenque actor que, embutido en una gabardina de cabrito negro, se mantenía al acecho detrás de una columna de mármol. Di de lleno: era la oposición.

Nos hicimos amigos. Estábamos pasando buenos momentos en el bar tomando un cochino café, contándonos nuestras historias, nuestras quimeras, nuestras mentiras, cuando volví a recordar a la araña y a la libertad. Sin despedirme, salí decidido a buscar una salida.

La irónica pena de un jubilado me transportó de lleno ante una telefonista metafísica, que lloraba desconsoladamente al pie de un sucio y meado paredón, en el que se podían leer epígrafes de letrina. Su llanto se debía porque habían cortado la comunicación con las dimensiones desconocidas por falta de pago. Lleno de tremenda compasión le pregunté por su dolor. No se quiso confiar, acaso descubrió mi cara de cretino, así que guardé mi enfermiza y misionera curiosidad y me lancé por los terroríficos corredores buscando desesperadamente mi libertad.

¿Cómo es posible que nadie advierta a la fea hilandera? ¿Cómo es posible que vivamos acristalados en nuestra existencia sin palpar a dos palmos de nuestra razón?

Allá, al extremo de un mar en clama, vislumbré una abandonada mesa. Fatigado, con el sudor a flor y los pies abarrotados en hinchazón fui hacia ella. La mesa era toda soledad, era un desierto metálico de helor conocido. Olía aún a cera y catafalco. Sobre el cristal pude leer el siguiente recordatorio: Aquí vivió y murió el burócrata tal a los muchos años de humilde y callada labor. Un niño de bigotudo pelo canoso juega al aro mientras una niña de pelo rojizo con embarazo de veinticuatro años juega a la comba. Están enmarcados en una explosiva fotografía en color. Eran sus hijos, que los negros fantasmas de la funeraria no se atrevieron a retirar. Con el respeto a los lugares eternos, huí de allí.

De nuevo anduve lo andado, volví a indagar lo indagado, escarbé entre amigos y conocidos, al del balance, al de la barba de ocho días, a todos, hasta a un feo y oblicuo acólito al que hice algún que otro favor. Conocí la callada por respuesta. Acaso tuve cierta confianza en la oposición, pero igual que el resto, seguía fiel a la función para la que fue concebida.

En última esperanza clamé a la araña. Una satánica sonrisa se hundió en mi existencia, rompiéndola en mil pedazos. Recogí la lenteja que me quedó por alma, y con ella aún voy dando vueltas y vueltas entre las neuronas del intrincado cerebro, buscando en agonía el agujero de la libertad, mientras mi ronca garganta se aburre ya de tanto gritar auxilio.