Maldijo su miserable existencia tan pronto se cercioró de que, para su desgracia, volvía a estar despierta. Su escuálido y delicado cuerpo se había sacudido con el movimiento abrupto del metro al detenerse, suponía que se debía a los diluvios que azotaban la ciudad desde inicios de semana.

Entonces, lo notó. Pese a que tan solo llevaba unos pocos minutos lúcida, su mente ya volvía a retomar el hilo de pensamientos macabros del que había conseguido librarse, con esfuerzo, hacía varias horas. Sabía a ciencia cierta lo que vendría a continuación; una serie de imágenes e ideas irracionales que la aterraban y hacían que deseara desvanecerse. La opresión en el pecho que solía asociar con esa situación hizo acto de presencia casi al instante y, junto a esta, también el nudo que siempre se instauraba en su garganta y que, según ella misma, le impedía respirar con normalidad. Para ese momento, y aunque la intensidad con la que se repetía que debía controlarse era prácticamente la misma con la que sus pensamientos intrusivos se reiteraban en su mente, el tembleque que dominaba sus piernas no parecía dispuesto a detenerse y el denso sudor que cubría sus manos volvía a tomar el mismo cariz inquietante que de costumbre.

Cerró los ojos por inercia, como si al hacerlo pudiera eludir la realidad. Mas nunca los cerraría el tiempo suficiente, cuando su intención era no volver a abrirlos jamás. Y es que no existía pesadilla, por aterradora que fuera, que le hiciera sombra a lo que vivía día a día estando completamente despierta.

Cada noche se autoconvencía de que, a la mañana siguiente, cuando despertara, todos aquellos miedos y paranoias habrían desaparecido sin dejar rastro. Se habrían volatilizado con el aire y, por fin, sería como si nunca hubieran existido. Aunque tras tantos meses de convivencia con ellos y una rutina nocturna que no variaba ni un milímetro, no necesitaba esperar a abrir los ojos para saber que su mundo seguiría igual de oscuro que el día anterior.

Suspiró con pesar y dejó que el dolor se extendiera por sus extremidades. Era tan consciente de que debía resistirse a caer en él como de que, de hacerlo, su mal aminoraría, aunque fuera por un corto lapso. En esos momentos era cuando se daba cuenta de que su respiración se había vuelto prácticamente imperceptible, sosegada como la mar en calma, y que, a su vez, cada latido era más profundo y breve que el anterior. Todas las palpitaciones parecían ser las últimas; no obstante, nunca acababa de llegar el momento que tanto ansiaba.

Fantaseaba con la muerte desde hacía tiempo, de hecho, la había guionizado a la perfección dentro de su mente que, muy a su pesar, seguía bastante cuerda. El fin de su existencia comenzaba con una bruma blanquecina rodeándole en la oscuridad de su habitación. Una bruma que tornaría su alrededor difuso con el paso de los segundos y que, poco después, lograría arrebatarle la capacidad innata que la naturaleza le había otorgado a sus ojos. Empezarían a hormiguearle las manos y, poco a poco, un frío ártico se instauraría en su organismo, advirtiéndole que el líquido carmesí que abundaba en sus venas ralentizaba su recorrido. El estertor de la muerte que yacía en los abismos de su faringe le parecería un monstruo famélico que pretendía engullirle el alma, pero el poco raciocinio que quedaba en los despeñaderos de su mente la haría ironizar la situación.

A continuación, la nada: tan simple y espeluznante como siempre le había resultado. Más clara que la oscuridad, pero no por ello menos intrigante. Ausente de sensaciones, pero repleta de recuerdos.

Los instantes antes de fallecer serían lacerantes, más por sus experiencias en vida que por los momentos antes de su muerte. Su piel rememoraría todos y cada uno de los suplicios para poder sanarlos antes de partir; el ardor en sus mejillas, a causa del recorrido incesante de sus lágrimas, reaparecería como si nunca se hubiera ido y el sabor metálico de la sangre en su paladar haría que notara la bilis subiéndole por los intestinos. Cada centímetro de su piel recordaría una vez más las heridas que alguna vez la adornaron, aunque las más dolorosas siempre se encontrarían ocultas en su interior.

Las cadenas que la mantuvieron presa de sus pensamientos se romperían cuando hubiera aborrecido su propia tortura y dejaría de forcejear con su propia existencia. Ya no huiría del agarre que le privó de la libertad tiempo atrás porque, al fin, su corazón se detendría. Sin embargo, la realidad no era tan dulce como hubiera deseado, pues seguía viva y dudaba que el destino le ofreciera un camino tan plácido como la muerte, un término que antes la hubiera hecho tiritar.

Su psiquiatra había sido clara: «Tenle más miedo al remedio que a la propia enfermedad». Si bien los pensamientos intrusivos le provocaban verdadero pavor, sabía que sus intentos para contrarrestarlos no hacían más que agravar su ya de por sí complicada situación. Un chirrido acalló sus cavilaciones y le advirtió que el metro había vuelto a funcionar mientras ella permanecía prisionera de sus propios pensamientos. La joven observó al resto de los pasajeros del vagón antes de salir: ni siquiera advertían que los sometía a una minuciosa inspección, parecían ajenos a lo que sucedía a su alrededor y no podía culparles. Ella también permaneció en la misma burbuja que ellos, en el pasado, uno muy lejano.

La humanidad prefería sobrevivir absorta en el tiempo que vivir la propia realidad porque, siendo objetivos, esta era demasiado cruda y cruel como para prestarle verdadera atención. Y, quizá, ese era el mayor problema; subsistían entre las sombras soñando con la luz, cuando en realidad siempre debieron enseñarles a ver a oscuras.