Ser un hippie en los 60 no era tarea fácil. Debía ir a Pochutla desde Puerto Ángel y la única forma de ir gratis era consiguiendo ride y saltar sobre cualquier vehículo dispuesto a levantarte de la polvareda. Así que cuando llegó, raudo me encaramé sobre el transporte lleno ya de labriegos y me arrellané firme para la corta pero bastante incómoda travesía que obtienes en la batea de un camión de carga.

Al arribar al destino, el furgón paró a las afueras y la carga humana realizó su descenso de prisa. Los más jóvenes saltaban desde la redila mientras el resto, como yo, incluso cuando tenía solo 18 años, se descolgaba penosamente hacia tierra.

Por el rabillo del ojo, una escena fugaz pero terrorífica me hizo mirar dos veces: un hombre mayor descendía de la redila con un agujero en el empeine derecho. Desde el piso, esperé para ayudarle a llegar al pavimento e indagar por qué razón no había recibido nunca tratamiento médico para una herida tan terrible.

Era un hombre bastante calmado que apenas si hablaba español. No mostraba preocupación por su peligrosa condición y con una gran sonrisa y en su mayoría manoteos, me informó que se había quemado mientras labraba el campo, habiendo sido despedido por el capataz ese mismo día sin derecho a compensación o tratamiento médico en absoluto; ni siquiera las gracias.

Me quedé estupefacto e incrédulo ante tal injusticia. Juanito se veía tan indefenso e inocente que ganó mi corazón ahí mismo. Su personalidad era como la de un santo, humilde, bonachón, prudente, respetuoso y alegre. Y ahí mismo decidí procurarle la ayuda médica que necesitaba. Supe que no tenía hogar, ningún sitio a donde ir, y que viajaba a diario a Puerto Ángel en busca de trabajo sin tener suerte. Nadie se dignaba voltearlo a ver. Los transeúntes eran totalmente indiferentes a su tragedia, como si fuera un perro callejero con sarna. Y ni él ni yo teníamos un peso en el bolsillo.

Yo estaba furioso, pero aun así lo tomé bajo mi ala y lo llevé a con un médico que resultó gruñón sólo para ser corridos de ahí con un portazo. Y no lo culpo. Sólo imagina un joven hippie vestido con descuido y con pelo largo recordándole el juramento de Hipócrates de forma airada, y a un hombre mudo en condición lastimera, físicamente destruido, vestido en sucia manta, pidiendo ambos una costosa ayuda ¡impensable!

Me sugirió el médico obtener del presidente municipal un permiso para colectar dinero en las calles y evitar molestia a los residentes agraviándolos con simple mendicidad. Ello hicimos. Fue un éxito. Todo lo que debía hacer era mostrar el documento y anotar los nombres de los contribuyentes en una lista que sería publicada en el Ayuntamiento. ¡Pregúntame si funcionó!

De ahí fuimos a la iglesia, y aunque el padre quiso aparentar no saber nada del dilema de Juanito, a regañadientes y ante mi airada insistencia accedió a mi petición de incluir en el sermón su trágica condición y solicitar la ayuda de la feligresía. Tal como lo preví, el padre «regañó» a la comunidad entera por ignorar deliberadamente la situación de Juanito mientras nosotros en el atrio preparábamos el sombrero para acaparar las contribuciones que nerviosos, y con semblante beatífico, dejaban los asistentes en interminable desfile ante la mirada enérgica del sacerdote.

También recorrimos cantinas y bares donde yo cantaba con mi guitarra a cambio de fondos. En apariencia era más la novedad y sorpresa que la compasión y piedad lo que impulsaba a los parroquianos a dar su cooperación, divertidos ante el estrambótico dúo que lo solicitaba.

Justificaban su indiferencia anterior asegurando que nunca habían visto a Juanito en las calles y que, si lo hubieran visto, lo más probable es que lo hubieran auxiliado con anticipación.

Llegó el momento en que la gente ya nos estaba esperando. Nos convertimos en celebridades repentinas y ahora todos estaban preocupados por la salud de Juanito. Lo miraban de arriba abajo con amabilidad fingiendo verlo por primera vez (y tal vez así era), dato curioso para un pueblo pequeño.

Juanito ahora recibía todo tipo de bendiciones, buenos deseos, dinero, ofertas de empleo para cuando se rehabilitara, etc. aunado a una atención centrada en su persona nunca antes experimentada por él. Insistían en que los anotara en la lista para el ayuntamiento para que todo el mundo viera cuan compasivos y buenos ciudadanos eran. Algunas familias nos ofrecían hospedaje cuando se enteraban de nuestro estatus trashumante.

Por fortuna, Juanito ahora dormía bajo techo en un cuarto de hotel y podía comer lo que quisiera, aunque para mí resultaba incomprensible. A la hora de dormir, jalaba las cobijas de la cama que le tocaba y se acomodaba en el suelo, donde pernoctaba. Y para comer, combinaba cebollas blancas con plátanos maduros. Tal vez esa era la única dieta que conocía y yo no intervenía pues lo veía feliz y satisfecho.

Llegó el momento de ir a la ciudad de Oaxaca al Hospital General. Lo admitieron y muy pronto, para mi tranquilidad, le iniciaron tratamiento que duró 15 días. Tiempo que aprovechó Juanito para conocer la ciudad pues ni siquiera había visto un camino pavimentado en su vida. Lo dieron de alta con un caso de leve a serio de osteomielitis junto una gran dotación de medicamentos y con mucha alegría nos encaminamos a la terminal.

De regreso en Pochutla me enteré quien había sido el empleador que se había desentendido tan cruelmente de Juanito: ¡era la misma señora mojigata que me hacía la comida en cada visita al mercado junto con piadosos sermones! La conocía muy bien pues me encantaba comer ahí, donde me atendían sus hermosas hijas, adolescentes como yo. En cada visita, la señora mientras regañaba a las jóvenes se daba grandes baños de pureza hablando del amor de Dios, la compasión, la justicia divina, y varios temas que yo ni escuchaba sobre todo cuando tenía hambre.

Con toda intención, llevé a Juanito a almorzar a su fondita y casi se desmaya al verlo. No podía creer lo que veía. Casi casi le dice vade retro con los ojos desorbitados. La regañé por su falta de compasión, racismo y prepotencia; le recordé los preceptos de su propia religión de la que tanto alardeaba mientras ella sólo asentía acobardada, infraganti, sin palabras para defenderse. Yo gozaba ante la hecatombe que había provocado en todo el pueblo, más que nada por el beneficio que ello trajo a Juanito y donde cada pueblerino se veía forzado a cambiar su actitud. Y ahora llegaba el turno a la causante de la desgracia de Juanito. Nadie quería quedar como hipócrita indiferente y yo sabía que la señora no querría ser la excepción.

Sin demostrar mi emoción al tener el viento a nuestro favor, llamó a sus dos princesas para que nos sirvieran comida primero, para enseguida ponerlas a lavar los pies de Juanito, aplicar medicamento, y cambiar vendajes. Pagué la cuenta, me despedí de Juanito con fuerte abrazo, amenacé con volver para monitorear progresos (no regresé en 50 años) y lo último que vi de ellas fue a sus dos hermosas hijas atareadas y sin poses glamurosas lavar los pies de Juanito mientras él sólo agitaba el brazo diciendo adiós al tiempo que mostraba una gran sonrisa.