Martin Lawson volvió a Nueva York en noviembre de 1945. Compró una casa en las afueras de la ciudad con el dinero que el gobierno le había otorgado por su servicio en la guerra y los ahorros de toda su vida militar. Se mudó a una semana de haber llegado al país con su esposa, quien había cruzado el Atlántico por primera vez, e intentó alejarse de quienes le recordaban la vida antes de sus cicatrices.

Conoció a Danielle Gaumont, enfermera de la Francia Libre, cuando su pecho fue impactado por metralla. Gaumont había escapado de París hacia Vichy luego de la ocupación alemana, mientras que Lawson había desembarcado en Normandía. Danielle le curó las heridas y le alimentó a diario; le acompañó en los delirios de la fiebre y los recuerdos; le leyó historias que su madre le contaba de pequeña, mientras él imaginaba agonizar. Cuando creyó que el momento era apropiado, tuvo que decirle que la guerra había concluido solo para él, que tendría problemas para respirar por el resto de sus días y que regresaría a casa como un héroe.

Se comprometieron a los cinco meses de conocerse y se casaron dos meses después. La ceremonia fue discreta y los únicos asistentes fueron los soldados heridos de la guarnición. Entre las felicitaciones y los abrazos, ambos juraron que pasarían el resto de sus vidas en América, lejos de las guerras, las noches de espera y los recuerdos de quienes habían perdido. Luego que el Tercer Reich fue derrotado, el regreso a Nueva York se simplificó. Los viajes en barco se volvieron más seguros y los días en altamar se convirtieron en las vacaciones perfectas, a pesar del dolor de la herida, el insomnio y la compañía de ataúdes cubiertos con banderas. Al llegar a tierra americana, ambos se instalaron en un hotel pequeño. Danielle buscó una casa a buen precio, mientras Lawson recibía los honores, las medallas y las compensaciones.

El inglés de Danielle era simple, como el de una niña que mezclaba palabras en francés; sin embargo, era esa sencillez la que Lawson admiraba. Le recordaba los días en que ella se sentaba a su lado para cambiarle las vendas, sin la necesidad de entenderse el uno al otro. Luego, él tocaba su cabello negro, lo enrollaba entre sus dedos y sentía que era más que un ser solitario; sentía que era cada hombre que alguna vez deseó a una mujer. No obstante, aquella vez, la sensación se desvaneció con solo observarla.

Mientras yacía al lado de Danielle, la habitación de la nueva casa se reducía lentamente, como las últimas palabras de las historias que le contaba en Francia. Los segundos se prolongaban entre los lunares de su espalda; se negaban a morir mientras él la observaba en la oscuridad. Se preguntó si la felicidad era el placer de haberla conocido o solo el simple calor de sus pecados. Había abandonado a sus compatriotas en medio de las balas y del saqueo de sus almas. Se preguntó si el no poder respirar por momentos era parte de su castigo y si los recuerdos serían la tortura divina. Cerró los ojos y la soñó.

La vio a su lado, dormida. Notó que su respiración era tenue y pausada, que sus piernas se movían debajo de las telas blancas y que su espalda estaba desnuda. Recorrió su piel y cabellos con la mirada; rodeó sus curvas y sintió el calor en sus palmas sin tocarla. Posó una mano sobre su cintura, pero el cuerpo se desvaneció entre sus dedos y se volvió arena entre las sábanas. Lawson intentó reconstruirla tan rápido como pudo; sin embargo, cada vez que desviaba los ojos, ella se desmoronaba. Sumergió ambas manos en la arena y formó puñados con esta. Advirtió que ya había vivido aquel momento y que, en realidad, no la estaba soñando: la estaba recordando.

Abrió los ojos y ella volvió a estar a su lado. Estiró la mano, lentamente, y tocó el brazo de la mujer. Danielle, soñolienta, volteó el cuerpo y preguntó con voz suave qué era lo que ocurría. Lawson acarició su rostro, en silencio, como si nunca hubiesen salido de Francia y, nuevamente, cerró los ojos. Entonces supo que ella lo observaba desde arriba. Su mentón delicado se movía con elegancia, mientras sus labios se endulzaban en francés. Lawson no entendía sus palabras; se perdían entre el dolor en su pecho y la neblina alrededor de sus ojos. Buscó la mano de la mujer y ella se entristeció. Se hallaba sentada a su lado, con gotas de sangre en las ropas y las manos frías. Danielle cogió un pañuelo, le limpió el sudor del rostro y le acomodó el mechón de cabello que caía por su frente.

La había conocido en otro momento, en otra vida; le había acariciado el cuerpo y el alma, pero no sabía cómo recordar. Abrió la boca e intentó averiguar su nombre, pero un dedo cubrió sus labios y una melodía desconocida cerró sus ojos: «¿Qué le ocurre, Martin?»

Danielle envolvió la mano de Lawson con la suya y la apartó de su mejilla. El hombre, al observar su desnudez, supo que no había transcurrido ni un segundo, aunque su pecho palpitante le evocaba el momento anterior. Acercó la mano de la mujer hacia él y sintió los dedos suaves que recorrían su barba rala. Era ella, la sentía, la quería… y el barro en su rostro lo cegaba. Advirtió que sus piernas no se movían, que sus brazos le pesaban y que no podía oír. Dos hombres lo arrastraron hacia una trinchera, mientras el resto corría y disparaba. Recobró lentamente el dolor en sus extremidades y los gritos de agonía de quienes le rodeaban empezaron a formarse. Se incorporó, observó la cantidad de soldados que aún luchaban y fue en busca de su arma. Oyó su nombre, la orden inmediata de evacuar a los heridos y el grito de retirada.

Lawson se detuvo por un instante y pensó en obedecer a su superior; no obstante, buscó a las tropas enemigas con la mirada y recogió su pistola. Avanzó hacia la vanguardia y disparó a todo hombre que tenía al frente. Las balas cortaban la carne y pintaban la tierra. Los hombres se sentían dioses temerosos al manipular el fuego con sus manos. Lawson se cubrió detrás de una pared destrozada y mató a quienes se acercaban. Vio los cuerpos de quienes caían; reconoció miradas de quienes compartieron risas con él y disparó nuevamente, sin titubear. Cuando su arma se descargó, se dirigió a recoger la de algún abatido. Caminó agachado y sintió que el metal cortaba el aire; escuchó que se acercaba rápidamente hacia su posición. Levantó el rostro y notó que aves que crecían con cada segundo. Los aviones bombardearon el terreno aliado y el torso de Lawson fue impactado por metralla. Cayó al suelo, se cubrió el pecho y gritó de dolor, mientras temblaba sobre la cama.

Danielle, desnuda, se incorporó, tomó las sábanas que los envolvían e intentó detener la hemorragia. La sangre cubrió las manos de ambos y Lawson entendió que nunca debió salir de Francia. Cerró los ojos, la oyó llorar y despertó a su lado. Supo que ya no soñaba; supo que ya no recordaba. Supo que había vivido lo suficiente para pagar su deuda. Notó que las manos y las ropas de Danielle se empapaban con su sangre; que aún estaban en esa tienda, en medio de la guerra. Se apenó porque ella nunca sabría que la quiso sin conocer su verdadero nombre, ni que habían sido uno en un recuerdo que nunca se realizó.

Martin Lawson volvió a Nueva York en noviembre de 1945, cuando sus restos fueron finalmente repatriados.