Cuando volvía casa, le traía su dulce favorito. Benjamín esperaba a un lado de la ventana, como el niño impaciente que era. Quería oír el tintineo de las llaves, pues de esa forma sabía que su padre ya estaba de vuelta. Con una sonrisa, corría la cortina y observaba la calle cada vez que escuchaba algunos pasos. Si a lo lejos veía un hombre con la barba crecida y la cabeza gacha, lo miraba fijamente hasta asegurarse que no se equivocaba. Él siempre había cumplido su palabra y Benjamín tenía la certeza que le traería el dulce que le había prometido.

Cada vez que el padre le decía que compraría alguna golosina, regresaba con dos bolsas. La que contenía los dulces era para el niño, mientras que la segunda, la más grande, siempre era negra y pesada. «Es cosa de adultos», le decía, mientras guardaba las botellas en la vitrina.

—Los niños no toman esto, le decía su padre, sin sonreír. Esto es para los grandes, come tu golosina, pero guarda un poco para mañana o te dolerá la panza.

Sin embargo, Benjamín sabía que los grandes tampoco guardaban sus dulces hasta el otro día. Cuando se sentaba a desayunar, su madre escondía las botellas vacías debajo del lavadero. A veces, también escondía cajas de medicamentos en lugares donde Benjamín no alcanzaba. Si le preguntaba por qué las ocultaba, ella le decía que eran cosas de adultos y que terminase el desayuno. Cuando su hermano aún vivía con ellos, él se encargaba de las botellas, pero en vez de esconderlas, las tiraba al tacho.

—Siempre hay que sacar la basura de la casa, le decía, con una sonrisa fingida. Benjamín solo asentía y seguía comiendo el cereal.

Su padre solía dormir hasta el almuerzo, especialmente los fines de semana. A veces, Benjamín lo veía dormir cuando su madre dejaba abierta la puerta de su cuarto. El hombre siempre tenía una mano que colgaba de la cama y sujetaba fuertemente un papel. El niño siempre quería entrar y despertarlo, pero su madre lo mandaba a jugar o a ver la televisión.

—Deja dormir a tu papá —decía su madre, mientras cerraba la puerta—. Está descansando.

—¿Por qué duerme hasta tan tarde? —le preguntaba Benjamín, quien no podía dormir toda la mañana.

—Son cosas de adultos —le replicaba su madre sin mirarlo. Ve a jugar.

Si su hermano estuviese en casa, quizá le daría una respuesta; pero hacía un año que se había ido a estudiar y solo regresó a casa una vez. Extrañaba salir a jugar con él y que montasen bicicleta debajo del cielo azulino del verano. Su hermano era el único que compartía tiempo con él; su hermano era el único que no lo trataba como un niño. Sin embargo, desde aquella pelea con su padre, ya no le había vuelto a ver con tanta frecuencia. Cuando volvió, tenía el cabello largo y la barba crecida. Se veía diferente, como si hubiese envejecido en unos meses, y también lo trataba diferente. Se limitaba a discutir con su madre y solo miraba a Benjamín desde lejos. Cuando le preguntaba qué era lo que ocurría, las palabras de sus padres salían de su boca: «Son cosas de adultos».

Benjamín no sabía cómo responder a esa frase. Sentía que no podría hasta que fuese uno, pero detestaba pensar en convertirse en un adulto. «Sería como ellos», se decía en voz baja. Desde entonces, se acostumbró a la idea de jugar solo por las mañanas, a que su madre solamente se dedicase a atender a su padre y a que su hermano estuviese ausente.

Pero aquel día era diferente. El padre de Benjamín despertó temprano y su madre no había escondido ninguna botella durante el desayuno. Ella se veía sonriente, pero él tenía el mismo semblante. Luego de mucho tiempo, escuchó a su padre preguntar por su hermano. Su madre le dijo que había hablado con él dos días antes y que estaba estudiando, como siempre. Durante toda la conversación, no lo obligaron a ver televisión o a ir a jugar a otra habitación. Benjamín notó que estaba desayunando con sus dos padres y se preguntó si esa escena se repetía en las casas de al lado.

Cuando su madre salió de compras, su padre se sentó frente al televisor. Lo vio tomar unas pastillas y un vaso con agua. De pronto, le dijo que iría a comprar un dulce a la tienda. Benjamín asintió con la cabeza y supo que también compraría el otro dulce, pero la voz de su papá volvió a llamarlo.

—Hijo, ¿sabes? —la voz del padre era pausada y tranquila—, la vida mejora con los días, cuando aprendemos a olvidar. Ya vengo, solo iré a comprar tu dulce favorito.

No esperó a que su hijo le respondiese y salió de la casa. Benjamín pensó en lo que le habían dicho y sonrió. Subió al mueble que estaba al lado de la ventana y empezó a ojear a cada minuto si su padre regresaba. Esperaba que volviese con una sola bolsa y que su madre sonriese el resto del día. Cuando finalmente oyó el tintineo de las llaves, esperó detrás del umbral y empezó a saltar sin notarlo. La puerta se abrió y su madre lo saludó. La ayudó con las bolsas y le contó que su padre había salido a comprar dulces. Notó que el rostro de su mamá cambió, pero inmediatamente le dijo que solo compraría el dulce favorito de Benjamín. La madre buscó en su bolsa y sacó los dulces que su padre le había encargado comprar para el niño. Él recibió el paquete y sonrió más.

—¿Por qué iría a comprar más dulces si yo estaba trayendo? —preguntó su madre en voz alta—. Él mismo me dio el dinero.

Benjamín no lo sabía, pero, entonces, cuando su papá regresara, tendría más dulces. Y es que su padre nunca le había mentido y ese día no sería la excepción. Abrió la bolsa y tomó un par de caramelos. Volvió a la ventana, corrió un poco la cortina y permaneció buscando el rostro de su padre entre los desconocidos.