El brazo izquierdo apareció en la jaula de los gorilas, semienterrado entre hojas de bananos, excrementos y barro. Los dedos estaban retorcidos hacia atrás de forma grotesca. El reloj que colgaba de la muñeca seguía en funcionamiento pese a tener la pantalla hecha añicos. Eran las 7.30 hrs de la mañana de un viernes lluvioso a finales de noviembre. A las 8.30 ya habían encontrado el brazo derecho, ambas piernas, la cabeza y el torso de la víctima. Tenía los genitales mutilados.

—Parece un crimen de carácter sexual. Una venganza, tal vez.

Julián era un hombre solitario e introvertido. Vivía solo en un diminuto estudio en la calle Almogàvers en el que pasaba las horas muertas del día bebiendo cerveza y viendo telebasura, siendo la única solución que había encontrado para acallar los demonios interiores que seguían atormentándole. Sufría de una severa tartamudez, fruto de una de las brutales palizas que su padre le propinaba cuando era pequeño. Su padre murió quince años atrás, pero seguía torturándolo después de muerto apareciéndosele en pesadillas difusas y violentas para recordarle que era un inútil que no servía para nada. Cuando su madre pasó a la vida eterna, Julián le construyó un pequeño altar en su diminuto y sucio estudio para que siguiera interponiéndose su dulce y reconfortarte imagen entre él y el maltratador y violento de su padre.

Comenzó a trabajar en el zoo de Barcelona como técnico de mantenimiento a los diecisiete años. La primera vez que visitó el zoológico de Barcelona, acababa de cumplir ocho años. Su padre se mantuvo sobrio, su madre tenía una sonrisa especialmente bonita aquel día y él descubrió el apasionante universo de los animales exóticos. Aquel era uno de los pocos días de su vida que recordaría como genuinamente feliz.

Era una lástima que no fuese lo suficientemente inteligente como para estudiar Biología o Veterinaria, tuvo que conformarse con ese humilde puesto de técnico de mantenimiento. Sin embargo, él era feliz; cada día llegaba con una hora de antelación y se iba una hora más tarde de para poder sentarse a observar a los animales. Siempre iba acompañado de un cuaderno en el que anotaba todo aquello que le llamaba la atención de sus «bichos», como solía llamarlos. Sonia siempre bromeaba diciéndole que pertenecía más al reino animal que al de los humanos; él reía bobaliconamente ante esa broma y respondía que el reino de los humanos no era más que un diminuto reino dentro de la inmensidad animal.

Sonia fue la primera persona a la que la policía llamó cuando identificaron el cuerpo de Julián.

—No entiendo quién ha podido hacerle algo tan terrible— dijo consternada—. Julián era como un niño grande, no se metía con nadie.

Sonia intentó resolver todas las dudas que la policía le planteó sobre los vínculos de Julián, pero hacía cinco años que habían terminado su relación y durante los años que duró, Julián tampoco dio señales de tener muchos amigos íntimos. Sus compañeros del zoológico lo definieron como un tipo raro que no hablaba mucho, muchos se atrevieron a confesar que creían que tenía algún tipo de deficiencia intelectual.

El 20 de noviembre, Mariam, la responsable de Recursos Humanos, se reunió con Julián para comunicarle una mala noticia: pese a llevar veinte años trabajando con una dedicación intachable y cumpliendo de manera más que satisfactoria con sus labores, debido a una serie de recortes en el presupuesto y una renovación del personal, lamentablemente, habían decido prescindir de sus servicios. Por supuesto, Julián dispondría de una carta de recomendación y de una sustanciosa indemnización. Aunque de esos últimos detalles y excusas Julián no escuchó nada, en su mente solo retumbaba la palabra «despedido» y la conciencia desgarradora de que no volvería a ver a sus amados animales, en especial a sus queridos gorilas.

Su vida ya no tenía sentido. Destrozado, pensó en quitarse la vida, pero era un cobarde que no quería morir. Tomó la decisión de buscar trabajo fuera de Barcelona, lejos del zoo. No podía soportar la idea de estar cerca de sus gorilas sin poder verlos o de verlos como un mísero visitante. No tardó mucho en encontrar trabajo como supervisor en un almacén de Mataró. En su última noche en el piso de Almogàvers, después de quince cervezas, no se vio capaz de abandonar a su familia sin verla por última vez y despedirse de ella. Se puso una chaqueta beige con una raya azul en los hombros y llena de lamparones, y salió a la calle.

Era una noche con niebla baja y espesa que dificultaba la visibilidad del desaliñado borracho que zigzagueaba por la calle Pujades. Cuando llegó a la entrada, dio un rodeo al recinto hasta encontrar la pared que quería, respiró profundamente y saltó hacia el interior impulsándose con brazos y piernas, cayó de boca al suelo, magullándose la barbilla y raspándose las palmas de las manos y las rodillas. Se levantó penosamente y dio unos cuantos pasos tambaleándose; la borrachera y el golpe le habían dejado aturdido. Se acercó a la jaula de sus adorados gorilas. No los vio; estaban ocultos en sus dormitorios. Fue hacia su antiguo vestuario rezando porque no hubieran arreglado aún la puerta.

Se deslizó calmada y silenciosamente por el recito hasta colarse en los dormitorios y fue abriendo todas las puertas. Sintió un irrefrenable impulso cuando llegó a la jaula de Elvira, el gorila más joven del zoo. Desde el momento en el que la vio, se convirtió en su predilecta, tan tierna, tan inocente y juguetona… Dejó la puerta entornada y comenzó a acariciarle el lomo con cariño. Un escalofrío de placer recorrió su espina dorsal y notó como se le endurecía el pene. Suspiró.

Elvira abrió los ojos repentinamente y emitió un chillido agudo; el resto de los gorilas se le unieron en un estruendoso concierto de gritos y golpes. Julián intentó sujetarla y taparle la boca para que dejara de armar tanto escándalo, pero solo consiguió que el gorila le golpeara la cabeza con fuerza; después, pateó al aire intentando zafarse del agarre violento de Elvira y se arrastró hasta la puerta. Cuando ya tenía la mitad del cuerpo fuera de la jaula, una furiosa marabunta se abalanzó sobre él.

Elvira escarbaba en el suelo con una piedra, apartada del resto de los gorilas y de la mirada de los visitantes del zoo. Desenterró un pedazo de carne en descomposición, lo olisqueó y gritó simiescamente de alegría. Tiró el pedazo de carne, casi con desprecio, hacia la montaña de excrementos del resto de sus hermanos.