No me gustan las acelgas. Nunca me han gustado. No sé si es un desagrado primigenio o si viene provocado por la costumbre sempiterna de mi madre de ponerlas para cenar. Causa y consecuencia. Causa-efecto. Causalidad.

No me gustan las acelgas porque son insípidas y tienen una textura similar a la piel de vieja. Decrépitas. Débiles. Frágiles. Papel de fumar.

No me gustan las acelgas, pero no puedo dejar de pensar en ellas. Se me repiten. Me repiten las patatas también, aunque hace años que no las pruebo. Acelgas con patatas hervidas por la noche. Se dice que son fáciles de digerir, pero a mí me repiten como la morcilla y los choricillos a la brasa. Su insipidez antes de irme a dormir me provoca pesadillas grises y es la culpable de todos mis males.

Las madres dan a sus hijos acelgas por la noche para pararles sueños y las imaginaciones febriles de una vida fantasiosa. Les leen un cuento antes de dormir, pero, antes, sirven las acelgas hervidas con patatas para que no fecunde la tierna mente del infante. Las acelgas que me daba mi madre para cenar no sirvieron para esterilizar, solo lograron entumecer.

No me gustan las acelgas, pero no puedo dejar de pensar en ellas. Todo sea por no concentrarme en el poema que intento escribir como un intento de desbloqueo creativo.

No dejo de pensar en las acelgas y su insipidez y su sabor a vieja. Una vez encontré entre las acelgas ya hervidas y emplatadas, con su tradicional guarnición de patatas, un gusano deshecho. Cocinado, hervido, muerto por culpa del séptimo pecado... o del sexto... o del cuarto. No me asqueó tanto como fingí en la mesa para librarme aquella noche de comer las malditas acelgas.

Durante la hora del patio, los días de lluvia, me escondía debajo del tobogán que estaba detrás de los árboles, al que no solían ir el resto de los niños porque era viejo, de madera y estaba astillado, para rebuscar, entre los hierbajos y la tierra húmeda, gusanos que después me comía. Recuerdo con algo de pudor su viscosidad y cómo crujía discretamente su tierna carne cuando los masticaba.

No me gustan las acelgas, pero, Dios, aquellos gusanos vivos me volvían loca. Los meses de octubre y marzo eran mis favoritos porque era cuando más lluvias había y, por lo tanto, más gusanos tiernos aparecían. Estaban vivos y, aquello, le daba un sabor a néctar especial.

Los caracoles también me resultaban interesantes, pero cazarlos no era tan divertido ni satisfactorio. Ellos estaban allí, enganchados en todas las superficies posibles. Pisarlos me gustaba, el crujido de su caparazón era música celestial para los oídos. Sin embargo, eran aburridos y, además, se servían en restaurantes.

No me gustan las acelgas y, sin embargo, no dejo de pensar en ellas y en su textura y en su sabor —o falta de él—; en la escasa creatividad de mi madre a la hora de cocinarlas que creo, imperturbablemente, es la causa de mi bloqueo creativo.