Doña Catalina de los Ríos y Lisperger, más conocida como «La Quintrala», nació en Santiago de Chile a principios del siglo XVII. Sus padres eran Don Gonzalo de los Ríos y Encío y doña Catalina Lisperger y Flores, ambos criollos y oriundos de Santiago. El primero, hijo de un conquistador español. La segunda, hija de un alemán que llegó a Chile, todavía no se sabe por qué.

El 13 de mayo de 1932, Alone, considerado el más importante crítico literario de Chile, afirma que bajo ese sobrenombre (La Quintrala) se esconde la figura de una mujer fantástica que pasa y nos envuelve a todos en su tragedia.

Catalina pertenecía a una poderosa familia colonial. Sin embargo, a ojos del ensayista, son visibles los rasgos mestizos y su origen bastardo —en ella concurría sangre española, alemana e indígena—, razón que la convertía en la «mancha» más representativa de aquella sociedad.

Conozco a Catalina justo después de la muerte de su padre. Acusada de dicha muerte, es denunciada ante el Rey. De nada sirvieron las pruebas. La influencia maléfica, pero irresistible, de esta mujer no permitía intromisiones.

Violenta discontinuidad e inconstancia, incluso de la voluntad de confundir, con objeto de descubrir nuevos modelos perceptivos. He aquí por qué se hace necesario encontrar los lugares aún no ocupados por el sentido.

Arrojada al abismo del mal, tras el parricidio atroz no se detuvo ya ante nada. Los casos de indecencia y ferocidad cometidos por aquella maldita fueron numerosos.

No conoció freno de ningún género.

No conoció freno su lascivia.

No conoció freno su ferocidad.

El escritor Benjamín Vicuña Mackenna construyó el mito de La Quintrala, validando el relato oral a través de su prolífica escritura. Todo Chile aprendió a través de aquella pluma, por medio de aquella mirada, la historia de esta mujer rebelde, sacrílega y monstruosa que permanece peligrosamente incrustada en la memoria nacional. Nadie más ofreció una interpretación alternativa de las fuentes, su relato se convirtió en realidad y la voz fantasiosa cristalizó.

Esta constelación perversa en un principio generó desorientación. Ella y él se buscan uno a otro con la misma desesperación con la que se buscaron inicialmente los colonizadores en el Nuevo Mundo, los cuales, en el siglo XVII, pudieron contemplar cómo un inmenso paisaje se iba poblando, habitando de forma «artificial».

Había cumplido 23 años y su naturaleza criolla ardiente, voluptuosa y brutal desbordaba su pecho y sus labios como una copa de fuego. Es entonces cuando su abuela, doña Águeda Flores, decide concertarle un matrimonio intentando domeñar esta furia salvaje. Así fue como se casó con Don Alonso de Campofrío e Carvajal, su único esposo. Los otros cuatro, envueltos por un «dicen…», representan la voz de las personas, de la comunidad.

Marcado por un destino cruel, en este momento entro a formar parte de la historia. Caballero y soldado de la corte española, Don Eusebio Arévalo y Yáñez, y Doña Blanca Eliana Sagredo Matta, habían criado a su hijo, nacido 25 años antes. Por desgracia, a causa de la disputa de Santiago entre su familia y la mía, yo, Antonio Eusebio Arévalo Sagredo, ejercía ahora de mediador.

Pienso, se parece a mí, ella cierra esa historia y quiere crear todas las condiciones para incoar otra.

Tuvo lugar nuestro matrimonio, dicen, un día del mes de septiembre de 1626.

El cuerpo desnudo y sin medias de puta virgen me orinaba encima mientras le desataba los zapatos.

Organizando la senda del pensamiento de manera artificial a modo de árbol del que surgen otras ramas y tramas, de las cuales brotan a su vez ideas de partida, imágenes, como si se tratase de las partes fundacionales y fundamentales de un árbol genealógico, que se expande, se alarga, se retuerce, se enreda, se pierde, se cae y se reinicia, como si solo despertase en el momento en que el implacable cuchillo dividió nuestros cuerpos en dos, para representar la reencarnación del mito eterno.

No poseía su marido —declararía más tarde la joven viuda, mintiendo— más que un traje de terciopelo, dos gemelos de oro con la imagen del rey, un rosario de coral, una esclava negra y una cubertería de plata.

Antes de que el matrimonio se celebrase, los futuros esposos se fueron a vivir a los valles de la Ligua.

Secretamente presencié sus encuentros de sexo y muerte. De nada se privaba. Su locura no conocía límites. Incluso una vez, ella me lo contó, al obispo de Santiago, en la misma iglesia, le confiesa haberse masturbado con la boca de mujeres, niños, animales.

Entra en detalles.

¿Tendré el decodificador mental para traducir todo esto?

Intento identificar su figura, las imágenes que me muestra.

Se dice que doña Catalina, convertida ya en propietaria de todos los valles circundantes, había encontrado en mí no un esposo, sino más bien un cómplice. Sin que yo lo supiese, me había convertido en su príncipe consorte.

¿Cómo explicarlo? ¿Lo imposible es posible? Sentiremos el sabor de las palabras inútiles. Decir que lo eres no es posible, puesto que no se está en la búsqueda de una metáfora que ayude a descifrar (un amanecer es lo mismo que mirar a Dios a los ojos: no tiene sentido explicarlo). Entonces, ¿por qué aceptas esta irresistible necesidad de obligar al mundo a echarte de menos? Tal vez para no sentirse tan solo e indefenso. ¿Tal vez para saber que ellos, que el mundo, por más indolente que sea, abraza tu memoria como hacemos nosotros ante su presencia?

Un recuerdo que jamás se cansa de escucharte, de guiarte, de rozarte. No podemos explicar de qué se trata, solo podemos imaginar que algún día nos encontraremos para reír, recordando una fecha desesperada en la que intentamos lo imposible, pues… ¿contemplaste la voz penetrando la tierra? Es un pequeño paso, tal vez el de la piedra que se deja tocar por el tiempo. El del polvo llamado con su nombre cuando el cuerpo desciende seguido inmediatamente por los hermosos huesos.

El sacerdote no se contiene más, se desabotona y se corre como un poseso sobre la celosía. Solo entonces, ella interviene y lame diligentemente el mármol frío de la iglesia, el esperma que no recibió en la cara.

¡Venid a mis pechos y mudad mi leche en hiel, vosotros, ministros del crimen, allá donde estéis, invisibles formas al servicio del mal! ¡Ven, densa noche, y cúbrete del humo lóbrego del infierno! ¡Que la hoja del puñal no vea la herida que hace, ni el cielo pueda gritar a través del manto de sombra: «¡Basta, basta!»

(Lady Macbeth)

Sus aventuras, difundidas por el boca a boca, han atravesado campos y ciudades desde tiempos inmemoriales.

Cubría de cera ardiente a niños, hombre y mujeres.

Quería y tenía todo hasta el final, seres deformes y malvados criminales, viejos decrépitos y esclavos indefensos.

Entre sus manos vio morir decenas de indios, decenas de esclavos, prelados, hombres poderosos, abogados.

También fui yo acusado cuando Catalina ordenó el asesinato de su padre espiritual.

Orina sobre el cura cuya cabeza está tan alterada, tan inflamada, como para desear que se la corten.

Amo esta tortura,
la necesidad de este dolor
que me llena la boca como un cáncer.

Ella significa para mí el elemento irracional,
la lascivia,
la desvergüenza, la posesión, el placer, la sumisión,
el éxtasis:

«¡Y nuevas malas te dé Dios!»,
dije yo entre mí.

(Anónimo)

Padecía como si cuando viese sin alma pensando en que algún día se vería de improviso sin vestidos con que ocultar sus faltas acaeció que hallábase hecha una pena sin fin que al noveno mes de casada acogiendo aquella pena destos lares marcharemos dije i orando nos hubimos de partir, Lázaro lazarillo musitábame llenándome de besos i así ceso su llanto hasta que un día destas otras tierras se marchó abandonándome a mi suerte i gracia estando entonces en otras tierras tiempos después en horas cuando se sepulta el sol mándame decir la bruja antes que anochezca que acaeció que el secreto que escondo aquí en mi corazón i que ocultar no puedo ya ni debo que eneste lugar sepultamos a mi padre señor todopoderoso padre a su vez deste hijo lacerado que cobijo en el vientre i quedose por siempre aquí pagando aquella entonces odiando a la ramera mándesele que venga ordene delo acaecido dímele olvidémosle dejémosle que sea aunque no sé qué i si sé de qué o de adonde saco a esos dos mozuelos que se traía entre los brazos Lázaro lazarillo veámonos mi dueño díjome i se abalanzó a los brazos a bien acaecido no continuo porque entonces callole todo el cielo en la cabeza i vila desnuda como si cuando ella viose sin su alma mientras el espíritu suyo se lo llevaba el diablo.

Mi muerte tuvo lugar diez años después.

Vuelvo a ver a mi esposa/asesina con su larga cabellera rojiza, envuelta en el chal que había pertenecido a mi madre, tapando un escote escandaloso. Aquellos ojos poseían el resplandor de una tumba en llamas.

No sé por qué, pero el vínculo me llega de forma natural, intento relacionarlo con aquella figura, ligada a la realización de una de las obras más originales de la época manierista, el Bosque Sagrado de Bomarzo, no muy lejos de mi casa en Sipicciano. Caracterizado por estatuas gigantescas y misteriosas que lo pueblan, se trata en realidad de una creación fruto de la voluntad y del gusto, entendida como búsqueda del placer, como fin último de la vida:

Vosotros que vais por el mundo errantes, tratando de ver estupendas maravillas, venid aquí, donde encontraréis rostros horrendos, elefantes, leones, ogros y dragones.

Consecuencia del pánico que genera, se produce una dispersión general. Estatuas colosales y bosques, donde, tanto el agua atronadora como el viento, devienen músicas naturales y no solo tonadillas. Y es en este punto donde conviene detenerse a mirar: una auténtica guía de las emociones.

Después de su inicial viaje de evocación visceral de los sentidos, toma las imágenes de las víctimas de actos de violencia masiva que a continuación manipula y reelabora denunciando la precariedad de la vida humana que rehúye ser inmortalizada. Formada por centenares de fotografías de rostros desenfocados y borrosos, vuelve a evocar la infancia, cuando el juego se convirtió en desafío. Hay una especie de ocultismo lúdico y actividad mental en el desenredar literalmente la madeja.

Tras mi muerte, y ya abandonada por todos, pero no contenta ni arrepentida, vuelve con fuerza y todos se entregaron a su venganza atroz, cuerpos torturados por la cera, mujeres laceradas.

El resto está envuelto en nieblas.

Una población surrealista y bizarra formada por aterradoras fieras, gigantes, divinidades paganas, osos y dragones. Una fantasía desenfrenada que desdeña cualquier regla. La inmensa boca abierta y las vacías cuencas de los ojos del Ogro esconden la amarga sentencia: qui ogni pensier vola (aquí cualquier pensamiento es fugitivo, todas las ideas vuelan).

Después recuerdo su testamento:

Treinta dineros a Leonor, india, mujer de Armando Tapia, para quitarse la culpa del marido muerto, ferozmente asesinado, y los de su hermana Maya.

Cincuenta pesos y ocho reales a Manuel, para librarse del pecado de haber matado a su mujer a golpe de correa. Y así sucesivamente, el elenco es interminable.

Ordenó la rica viuda que en su honor se celebrasen veinte mil misas. Debían oficiarse todos los viernes del año.

Espera así la infeliz, moribunda, silenciar los gemidos que acompañaron su agonía. Como el verbo muerto en la cruz, lo que había comprendido se le escapaba por completo.

A veces me acuerdo de su boca, de su perfil, luego me mudo a otro continente, observo de noche mi biblioteca.

Dejar de pensar que la realidad sea esta y no aquella otra. Como me gusta, me doy cuenta de que alguien más pertenece a esta historia, un ángel pelirrojo que me dice por teléfono que volverá mañana, que el tiempo por allá es muy feo, que tuvo que comprarse una bufanda, que no basta la chaqueta, que necesita un abrigo. Mientras tanto, algo que no se fija en ningún lugar me mira fijamente: es el recuerdo y como tantas otras veces me precipito allí.

Veo mal la historia de la pandemia. Hoy, el hijo de una amiga muy querida ha dado positivo. Salgo de casa en Sipicciano, en la Tuscia viterbesa, y me reencuentro con los lugares públicos, donde no hay ninguna distancia social, al contrario, se suceden los besos y abrazos sin mascarilla.

En mi opinión, llega la segunda ola, una ola expansiva peor que la primera.

Mientras leo con enorme placer tus elecciones de vida visionaria y única, aprovecho la ocasión para citar a un compatriota: «El hombre nuevo no nace de nuestros hijos, el hombre nuevo somos nosotros». Y somos nosotros los únicos que podemos cambiar el mundo. El hecho de que ahora hables de ello es un indicio, que lo lea más de una persona de este grupo y que tú lo escribas, también.

Conservo en todo momento la máxima de Sciascia, puesto que también yo creo en «el misterio de las palabras, y que las palabras puedan convertirse en vida, destino, así como devienen belleza» y por eso, dices, volviendo al concepto de «ambientalista» de Sciascia, soy un amante de la belleza que es en la naturaleza un fin de sí misma.

¡Bajo el telón!

Quedará el recuerdo de aquel al que no hiciste solo llorar.