¿Había oído bien? Dejó el auricular en su lugar y se colocó la chaqueta. Catorce años ya; catorce años había esperado esa llamada. El cielo nublado y las luces borrosas del alumbrado público le anticiparon a Enrique una lluvia de madrugada. Una llamada por la noche y un policía que espera por él, que espera que identifique a una persona. Un taxi, por favor. Una carrerita hasta la comisaría porque se terminaría rápido. Por favor, que fuese rápido.

—Está corriendo mucho aire, ¿no? —preguntó el comandante Medina, mientras caminaban por el pasillo.

—En agosto siempre corre mucho aire, comandante —respondió Enrique, apretando los dientes—. Es el mes más frío del año. El mar me lo recuerda cada mañana.

—Había olvidado que es pescador, señor Salcedo —el policía giró la perilla y observó a Enrique—. Terminemos con esto de una vez.

El hombre recargaba la quijada sobre el pecho y sus manos estaban atadas por detrás de la silla. El comandante Medina se acercó a la figura cabizbaja y le pateó suavemente el tobillo.

—¿Es él, señor Salcedo? —Enrique avanzó dos pasos, observó el rostro ensangrentado del hombre y los ojos del oficial repitieron la interrogante.

—No, no es él —dijo Enrique, con mirada severa.

—¿Está seguro, señor Salcedo? —el comandante levantó el rostro del hombre por los pelos— Ha pasado mucho tiempo y este concuerda con sus rasgos, pese a estar envejecido —los párpados del individuo se cerraron mientras gemía—. Mírelo bien.

—Estoy seguro, comandante Medina. Este sujeto no es mi hermano.

La caminata hacia la playa lo despertó más que la taza de café del desayuno, los pasos entre las calles silenciosas y humedecidas. Se sentía como un fantasma que merodeaba por el puerto y buscaba una salida. Dejó la red junto al balde sobre la arena y se quitó las botas. El frío del mar entró por sus dedos y lo hizo temblar. Tomó la red, respiró hondo y se adentró en el agua. El cáñamo tocó la marea. Enrique halaba por un momento y luego dejaba que el mar pelease con él. Ya era parte del mundo; ya era parte la humanidad. Todo ese mar debajo de la noche; todos esos hombres que alguna vez sintieron el frío y prefirieron el día. La red pesaba más cada vez que Enrique la atraía. El agua intentaba atraparlo por las piernas, pero esos hombres habían perdido sus fuerzas. Los pies de Enrique se hundían en la arena. Había amanecido y ya no sentía frío. Los peces revoloteaban en la red y sus ojos se clavaban en los de el desaparecido. Una docena de lenguados para vender en el mercadito cerca del puerto y vería si conseguía un par de cangrejos en la orilla para el almuerzo y la cena.

—¿En qué momento nos hicimos viejos? —preguntó Enrique, al mirar el suelo.

—En el momento que dejamos de ser hermanos —el hombre sorbió de la cuchara—. Esto está muy bueno. ¿Tú cocinaste esta sopa de cangrejo?

—Vivo solo. En catorce años nadie ha cocinado para mí —Enrique mordisqueó la pulpa del crustáceo.

—Yo… Yo quiero preguntarte algo —el hombre dejó la cuchara dentro del plato—. ¿Por qué le dijiste eso al tombo?

—Eres mi hermano, Álvaro; mi sangre —miró fijamente el ojo morado—. Y ya ha pasado mucho tiempo desde aquel día.

Estaba lloviendo, ¿por qué no se quedaba a dormir? Álvaro bebió lo que restaba de la sopa desde el plato. Gracias, gracias; se quedaría. Enrique le entregó una sábana gruesa y una almohada. Podía dormir en el mueble; él lo despertaría cuando se fuese a pescar.

—Gracias, hermano —dijo Álvaro, al cubrirse con la tela—. Por todo.

Bebió la taza de café y masticó un pan duro mientras lo observaba dormir. Limpió la mesa, lavó el pocillo y buscó su red. Él aún dormía. Se acercó y lo despertó moviéndolo del hombro.

—Ya es hora de desayunar, hermano.

Somnoliento, Álvaro se colocó los zapatos y se puso de pie. Un golpe se estampó en su nuca y cayó al suelo. Enrique envolvió su cuerpo con las sábanas y luego con la red. Las pistas estaban mojadas y los postes se perdían en el silencio de la madrugada. Al llegar a la orilla, dejó el bulto sobre la arena y se quitó los zapatos. Se sentó al lado de su hermano y observó el mar. Luego de unas horas, Álvaro empezó a balbucear.

—¿Qué pasa, Enrique? —preguntó, aturdido.

—Estoy cansado, hermano —dijo Enrique, sin quitar la vista del horizonte—. Ha pasado tanto tiempo. Catorce años desde que me quitaste a mi niña.

—Yo no le hice nada a ella —revoloteaba en la arena—. Ella lo quería.

—¡La violaste! —Enrique volteó el rostro y se puso de pie—. ¡La violaste y después la mataste! ¡A tu propia sobrina!

—¡Ella lo quería, te lo juro! ¡Soy hombre! ¡No me pude negar!

Lo observó por unos segundos y luego tomó a su hermano por los pies. Álvaro gritaba y pedía auxilio, pero el puerto estaba muy lejos como para oír sus súplicas. El agua rodeó su cuerpo y luego su cabeza. Su rostro se empapó con el frío hasta hundirse entre los brazos de la multitud. Mar adentro, Enrique soltó la red y se tumbó dentro del agua salada. Ya había amanecido y no sentía frío entre las personas del agua.