Durante el largo periodo colonial, monopolios controlados por los ricos mercaderes han actuado como agentes en la expansión europea. Con acceso a grandes capitales, las corporaciones asumen el control de nuevos territorios y la población que la ocupaba.

Henry Hudson, inglés, contratado por agentes holandeses en 1609, fue el primer europeo en avistar la biodiversidad de la actual metrópoli de Nueva York, isla donde residían Algonquinos y Lenapes. Suceso casual, que ocurre tras el viaje de exploración a una ruta corta hacia riquezas orientales, cuando en el círculo ártico se encontraba siempre lo mismo: icebergs y hielo impenetrable. Tras cambiar la hoja de ruta, desciende por el Noreste de los Estados Unidos y descubre la isla de Mannahatta: árboles maderables, frutos silvestres, algunos sembríos y ecología marina exuberante. Decidido a surcar el río, llega hasta muy cerca de Albany, capital de Nueva York, para volver a Inglaterra. Sucesos trágicos impidieron que retornara una vez más.

Llegaron los primeros holandeses con el fin de explotar la comercialización de pieles de castor. Luego en 1623, se funda el monopolio a la corporación de las Indias Occidentales, y Holanda establece el control de New Ámsterdam durante las siguientes cuatro décadas, años descritos en el libro La isla en el centro del Mundo, de Russell Shorto. Llega el turno de los ingleses, quienes toman el control sin levantar las armas y se inicia otro periodo en Nueva York.

En los siguientes dos siglos, la isla se desborda de inmigrantes que van llegando de variados rincones del planeta, grupos étnicos que amalgaman culturas y prenden la chispa para prosperar en la ciudad. Entre ellos, los irlandeses, quienes llegaron sin familia y solventaron desde el inicio, una reputación de bebedores.

Vivo en Brooklyn, ciudad de inmigrantes, iglesias y cambios continuos; una gran isla, por su gente y sus dimensiones: ciento ochenta kilómetros cuadrados rodeados de aguas dulces y saladas. En su delta, donde las aguas coluden, el río fluye en ambas direcciones. Muchos de los nombres en Brooklyn provienen de los nativos americanos o los holandeses.

Vivo en un edificio antiguo, construido en 1916, donde elegantes azulejos y escaleras de mármol resisten el paso del tiempo. La avenida fluye en doble sentido, en dirección sur se llega hasta el océano. Ahí me tocó presenciar un accidente automovilístico: el arrogante electricista, con el que supe interactuar, fue arrollado cuando montaba bicicleta y, mientras sucumbía a las heridas, descubrí que había actuado como mando militar en el ejército de Georgia y, tras la guerra con Rusia en el 2008, buscó refugio en América.

Me encuentro a medio camino entre Coney Island y Prospect Park, parque diseñado por el mismo equipo de Central Park. Coney Island es un barrio residencial, con juegos mecánicos y entretenimientos durante el verano; en la vecindad, Brighton Beach es notorio por la concentración de inmigrantes rusos, tantos que ya utiliza un sobrenombre: pequeño Odessa. Ambos tienen playas que colindan, en una veranea gente de color; al otro lado, la multitud de rusos es evidente. Me mudé con la intención que mi hija esté cerca de su nueva escuela, cuatro mil alumnos en una enorme diversidad cultural. A ella le tengo que recordar la suerte y el privilegio de estudiar en Edward R. Murrow.

Al instalarme, empecé a recibir correspondencia del inquilino anterior, otro ruso. Pensé que vendría a recogerla y decidí guardarla. A los pocos días, instalado en mi barrio, alguien tocó a la puerta: detectives del NYPD, quienes me preguntan por Igor. Les dije ignorar el paradero, identificándome como el nuevo inquilino, un inmigrante peruano. Se fueron sin responder qué hacer con la correspondencia. Al parecer, Igor había cometido una estafa, para desaparecer, camuflado entre la muchedumbre y la frenética actividad de una ciudad de dos millones y medio de habitantes. Mientras las cartas, paquetes y facturas impagas se iban acumulando, yo especulaba sobre Igor y su paradero.

La vecina, al costado de mi apartamento, sufrió una rotura de cañerías y requirió mi ayuda urgente. No nos entendíamos, ella es una georgiana de avanzada edad y no habla inglés. Abrumado por el desastre y la inundación, llamé al super(intendente) quien llegó a solucionar el problema. Desde entonces, nos saludamos sin afecto, y sin mediar palabras. La vecina que vive encima de nosotros hace tanta bulla que se sienten los movimientos. Debo tener paciencia. Ella, toco mi puerta para decir en inglés masticado, algo que entendí como: un niño ha quedado atrapado en el fuego. Me asusté. Luego de algunos segundos, se aclaró el incidente; ella trataba de llegar a la escalera de incendio para subir hacia su apartamento, tras olvidar las llaves. Aunque sigo frustrado por no poder comunicarme, le insisto en que deje de hacer tanto ruido.

Esteban llegó de visita, lo conozco desde que compartíamos la vecindad en Chacarilla: me recuerda a los años de juventud en Lima; en ese entonces, una capital a la espera de la modernidad. Le mostré la ciudad a pie; al caminar le hacía descubrir la historia de Nueva York. Soy un guía de turismo que disfruta la visita de amistades y anda acostumbrado a oír que envidian mi suerte por vivir en una magnifica ciudad. Caminamos todo el día a un ritmo acelerado, para ir admirando los diferentes atractivos. Se quedó a pasar la noche y aprovechamos para beber chilcanos de pisco, bebida peruana menos popular que el Pisco sour. Fue una gran oportunidad para reír y chacotear en una ciudad de pocos conocidos. Le comenté sobre Igor y me dejó entrever que existían dos posibilidades: bien puede ser un matón fortachón y peligroso, al que había que temer, o un enano con cara de ratón que le «lleva los libros a la mafia». Reímos a carcajadas. Se marchó al día siguiente y retorné a mi rutina.

En otras oportunidades, regresó «la ley el orden» a indagar por Igor, su correspondencia ya adquiría cierto peso. Pocos días después, tocaron a mi puerta y una voz imperceptible dijo, «soy Igor, el inquilino anterior». No pudo haber escogido peor momento: en plena crisis del coronavirus, con los neoyorquinos abatidos y encerrados por miedo al contagio.

Abrí cauteloso y me encontré con el estereotipo del matón: rudo, ordinario y lleno de baratijas ostentosas. Venía por su correspondencia; luciendo un estado febril se paró en la puerta. Le hice saber que lo estaba esperando y le pedí que permaneciese afuera mientras iba en busca del correo. Con la urgencia de pedir antes su identificación, le di un voluminoso paquete. Se le encendió el rostro; era por felicidad o alivio, tanto así, que si no lo contengo me da un abrazo. Pidió mi número telefónico; se lo negué, no confiaba en él, pero me dejó el suyo para avisar si algo urgente aparecía.

Me retiré al condado de Westchester, al norte de Nueva York, muy cerca del río Hudson, llamado así en homenaje al explorador pionero. Es un suburbio de clase media, entre bosques nativos de maples y robles, de amplios jardines y piscina. Ahí fui invitado con la intención de resistir la pandemia en familia. Tenía mejor prospecto que andar encerrado en un espacio minúsculo.

A las pocas semanas, regresé a casa y encontré varios mensajes. Igor necesitaba con urgencia acceso a uno de sus paquetes. Lo llamé y, tras la entrega, le mentí respecto a que dejaría el apartamento y que era necesario se buscara una casilla postal. Me pidió disculpas y mencionó lo haría pronto. El tiempo transcurrió y continuaba la recepción de su correo. Sonó una voz de alarma; me preocupé de que se camuflara material ilegal entre la correspondencia. Era obvio que me utilizaba para evadir algún control; sospechaba, pero desconocía cómo proceder.

Mientras sacudía un paquete, pensé en diversas posibilidades entre lo ilícito: drogas psicodélicas, espionaje, documentos falsos, productos prohibidos… No me atreví a tomar acción; luego estimé estar exagerando, influenciado por la guerra fría, la fama de los traficantes, o la mafia rusa. En cualquier caso, Igor tenía la fachada perfecta: un latino desconocido y afable en poder del material ilícito.

Como dejé que las cosas escalaran en nuestro perjuicio, mi hija podía estar en peligro. ¿Qué debía hacer? No me atreví a actuar y, ahora, soy el depositario de la correspondencia de un mafioso que ha cometido crímenes, los cuales ignoro. Viene cada cierto tiempo, parece que lo siguen y anda paranoico. Aquella tarde, me estrechó la mano, a pesar de las recomendaciones en tiempos del virus; ambos la apretamos y sellamos una inconveniente transacción.