¿A qué edad puede un ser humano empezar a recordar? ¿Desde cuándo una criatura puede forjar recuerdos? Nadie me sabe dar una respuesta convincente. La memoria auditiva es poderosa, o eso dicen los expertos. Cada que oigo el sonido del serrucho contra la madera, mi mente se inquieta, la memoria se alborota. No sé si lo que les voy a contar es un recuerdo o un pastiche formado por lo que escuché decir a tanta gente; no puedo meter las manos al fuego sobre la exactitud de las imágenes que se me alojan en la memoria. ¿Pero qué saben ellas?; si la nitidez con que se me revelan me hace sospechar que son ciertas. Evocar me pone la piel de gallina. Insisto en aclarar que no lo sé. Tal vez se trate de un mecanismo con el que el cerebro mezcla lo vivido, lo escuchado, lo sentido y lo revuelve con un poco de fantasía para darle coherencia a la vida; no lo sé. A estas alturas ya todos saben que siempre he tenido una imaginación inquieta. Formen ustedes su propio criterio, ya sabemos que la verdad se encuentra detrás de los sentimientos y sensaciones, pero se sustenta en los hechos.

El hecho es que llegué al pueblo el día que ejecutaron a mi padre. Lo acusaron de haber asesinado a mi madre, pero eso no fue verdad. Nunca sabremos la verdadera causa, si fue la mala fortuna, si se trató de una venganza, si papá se metió en un lio y para sacarlo de en medio le inventaron un crimen. Lo que sí sabemos es que fue condenado por un crimen que no cometió. Mamá y yo corrimos de la estación del tren a la comisaría para hacer patente la injusticia. Pero, los trámites y los papeles hicieron que todo se volteara de cabeza y llevaron a un inocente a ser ejecutado frente a su hijo y a su esposa que, claramente, no estaba muerta. Así son las sentencias en tiempo de guerra, rápidas para ser consumadas, aunque se trate de una aberración.

Nos entregaron el cuerpo de mi padre una semana después de que llegamos al pueblo. De no haber sido por la generosidad del cura, el cadáver habría terminado en la fosa común. El funeral fue muy rápido, dadas las circunstancias. No hubo misa de cuerpo presente ni pudimos rezarle un rosario por el eterno descanso de su alma. El calor era insoportable y las condiciones del cuerpo no dieron para más. Los sepultureros cavaron una tumba en el panteón —que está a un costado de la iglesia— en la que todavía se encuentra una lápida de piedra en la que solo se leen las iniciales de su nombre. No hubo ni tiempo ni dinero. Cada que le pregunté a mi mamá por qué mataron a mi papá, siempre me respondió lo mismo. Una sola palabra bastó: papeleos.

Pero, si usted me pregunta qué recuerdo sobre ese día, con toda sinceridad le puedo contestar que mucho. Sobre todo, ese ruido del serrucho cortando madera. Entiendo que me mire de esa forma; parece increíble que un niño de tres años —bueno, casi cuatro— pueda acordarse de tantas cosas. El día de la ejecución fue una semana antes de mi cumpleaños y enterraron a mi padre el día de mi aniversario; creo que por eso no me gusta festejar esa fecha. No se crea que los hechos llegan a mi mente en forma ordenada; creo que el orden se lo he ido dando yo conforme han pasado los años.

Lo primero que recuerdo es a mi madre sentada en el vagón del tren, apretando un libro de oraciones contra el pecho y apachurrándome la mano entre sus dedos. Se mordía el labio inferior durante todo el trayecto y pegaba en el suelo con los tacones de los zapatos negros de charol que llevaba puestos. Iba vestida de negro con encajes en el cuello y en los puños, usaba un sombrero con velo que le cubría media cara. Me acuerdo de que yo tenía mucha sed y que ella me decía que me aguantara porque ya no faltaba mucho para que llegásemos. Hacía un calor seco y el polvo me picaba la garganta. De todas formas, al llegar tampoco tomé agua. Fuimos los únicos en bajar en aquella estación terregosa.

Aunque hacía aire, el viento que soplaba era caliente. Se me encendieron las mejillas y empecé a sudar mucho; mamá también, se pasaba el pañuelo por la frente, por la nuca, por el cuello casi a cada paso. Vi pelotas de varas que rodaban a un lado de las vías del tren y la tolvanera nos obligó a taparnos la boca y a cerrar los ojos; casi puedo escuchar a mamá tosiendo. La estación estaba sola y de este recuerdo no me fío mucho porque la imagen es la de un set de película de Hollywood, de esos que usan para representar los pueblos fantasmas del lejano Oeste. Pero, lo que casi sí les puedo jurar es que el sol brillaba por todo lo alto y caía directo sobre la cabeza porque la sensación del coco caliente es muy vívida; no había nubes en el cielo. Tampoco puedo asegurarlo, pero había una especie de bruma que se formaba por el polvo y el reflejo de la luz en la tierra; dolían los ojos.

Recorrimos a pie el camino entre la estación y el pueblo. Al pasar, todo era huizaches, cactus y tunas: arbustos secos, tierra, polvo. Mamá trastabillaba, los pedregones y los tacones de aguja no se llevan bien. Hubo partes en las que se quitó los zapatos para continuar descalza, pero se los ponía porque era imposible que siguiera lastimándose. Yo quería que nos sentáramos a descansar, pero nada más nos deteníamos unos segundos para recuperar el aliento.

Ahí es donde el recuerdo enflaquece. Es verdad, la distancia entre la estación de tren y la comisaría no es tan larga como yo la recuerdo; tampoco lo es la calle principal del pueblo. Y vean ustedes; la mente me la pone larguísima. Seguro es que cuando uno es niño todo se ve más grande, más ancho, más lejano. Tenga en consideración que la estatura es un factor que distorsiona la percepción. Hoy, el escritorio del comisario me llega abajo del cinturón, en aquellos días no alcanzaba a ver lo que había encima. Solo veía el fondo de contra placado y el montante de lo que yo creía que era una mesa.

Mi madre tomó asiento y yo me quedé parado junto a ella. Como estaba muy cansado, puse la maleta con nuestras cosas en posición horizontal y me senté encima. El sonido del serrucho cortando madera se escuchaba cerca. Mamá seguía chocando el tacón contra el piso mientras le hablaba a un señor, que yo creo que era el alguacil o el militar que estaba a cargo ─no lo sé, no alcanzaba a ver la cara del hombre que le pedía los papeles a mi mamá. Para serles honesto, lo que le voy a contar yo creo que la mente lo acomoda como recuerdo, pero seguro tiene que ver con lo que mi mamá me contó. Ni modo que una criatura de casi cuatro años recuerde qué tipo de documentos le pidieron. Pero, sé que le pidieron su acta de nacimiento y de matrimonio, también que mi mamá hizo mucho énfasis en que el oficial supiera que yo era hijo del condenado; también le mostró el telegrama por el que se enteró de la fecha de ejecución.

Finalmente, le vi la cara: mi madre me tomó en los brazos, me alzó en vilo y me mostró como si tratara de enseñar un paquete de suma importancia y de inmediato me dejó en el suelo. El hombre usaba una gorra verde, usaba unos lentes redondos y una cortada le dividía en forma diagonal la barbilla. Mordía un puro que estaba apagado; el del serrucho seguía cortando madera. El oficial se paró de su asiento, le dio la vuelta al escritorio, se ajustó los lentes y se puso de rodillas para verme mejor; olía a sudor: me tapé la nariz.

—A esta criatura le va a hacer falta su padre, si sigue con usted, me lo va a volver un marica. Mírele nada más la cara, parece un angelito de esos que tiene el cura en el templo. ¿A poco este es hijo del condenado? Ni se parece. ¿Y estos caireles? Córtele el pelo, no se lo vayan a confundir y se crean que es una niñita. Con esos pelos güeros parece muñeca. ¿De veras es hijo del condenado?

─Le acabo de dar su acta de nacimiento.

─Ahí está lo malo, mi alma. Yo no sé leer. Vamos a tener que esperar a que llegue el cabo Ramírez para que me diga si lo que usted me trajo es lo que dice que es.

—Oiga, pero, ya vio qué hora es.

—Ahí está lo malo, el cabo Ramírez se fue a comer y regresa después de la hora de la siesta.

—Se nos acaba el tiempo, señor.

—Ni a usted ni a mí ni a su angelito se nos acaba nada.

—¿Nadie más le puede leer la documentación?

—A lo mejor el Corneta Salgado.

—¿El Corneta?

—Sí, el que se encarga de dar el toque de corneta para marcar las horas del cuartel. Creo que él sabe leer.

—Y, ¿por qué no le pide que le lea los documentos?

—Ahí está lo malo. El Corneta tampoco anda por aquí. Pero si quiere, lo puede ir a buscar a la cantina.

—¿A la cantina? Yo no puedo pasar.

—Ahí está lo malo; usted no puede pasar.

—Oiga, se nos acaba el tiempo; por favor ayúdeme. ¿No hay alguien más que sepa leer?

—Tomás, el hijo del carpintero. Creo que me dijo que algo aprendió en la escuela.

—Hágalo llamar, se lo pido.

—Ahí está lo malo, el hijo del carpintero está bien ocupado. Tiene que acabar el cajón a tiempo, sino ¿dónde vamos a meter al condenado después que le llegue la hora? ¿A poco no lo oye? Está trabaje y trabaje.

—Ayúdeme, se lo suplico.

—Ahí está lo malo, mi alma, yo no la puedo ayudar.

—¿Qué hago?

—Llévese a esta criatura de aquí; no estaría bien que viese como ejecutan a su padre, o ¿sí?