Me sorprendió la mirada de Jacobo. Sus ojos encendidos irradiaban un fulgor que me recordó al de los seres que se han acercado a la demencia, que la han rozado con los dedos, torturados por demonios o iluminados por fantasías llevadas a un límite al que los demás no nos atrevemos a llegar; miradas como la de Van Gogh, penetrantes, enfebrecidas, clavadas en ti sin apenas pestañeos… o como las de esos soldados que vuelven del frente después de escuchar mil veces el retumbar de los obuses o el silbido de las bombas, y de haber presenciado la muerte de tantos camaradas.

En verdad, su llamada matutina no me había extrañado, a pesar de que sé bien cuánto le cuesta madrugar. «Tengo algo importante que contarte», escuché, y enseguida supe de qué se trataba.

Jacobo llevaba semanas con aquella idea en la cabeza. Ocupaba entonces un puesto en la oficina de la Administración de juegos y quinielas con el cometido de comprobar los boletos que habían acertado los catorce resultados. ¿Qué había muchos? Pues tenía que trabajar hasta la madrugada para facilitar los datos el lunes por la mañana. ¿Qué había pocos? Pues a casa a la hora de cenar. Después, hacía un cálculo sencillo: restaba el porcentaje que correspondía a la Administración, bastante elevado, por cierto, a la recaudación total y dividía el resto entre el número de acertantes. Era un empleo sin complicaciones, donde lo habían enchufado. Hasta que sucedió una situación de esas que se dan cada cien o doscientos años.

Debo aclarar lo del «enchufe», para dejarlo en sus justos términos. Jacobo era más que inteligente para aprobar cualquier oposición, pero lo cierto es que entró a dedo en la Administración. Alguien le avisó de una contratación temporal para un puesto de escasa paga y no tuvo que competir con otros recomendados. Jacobo, a pesar de su carácter retraído, cayó en gracia a su jefe. Cuando se convocaron unas oposiciones restringidas, las ganó sin dificultad. Los tiempos que describía Pérez Galdós en Miau sobre aquel cesante, Villaamil, que esperaba como agua de mayo el regreso de los suyos al poder, no habían quedado tan atrás.

Aquel fin de semana, yo no tenía ningún quehacer especial salvo el de siempre: cuidar a mi madre. No me costaba trabajo, ya había pospuesto algunos de mis sueños y no me arrepentía de mi decisión de acompañarla en su última etapa. No solo la quería, sino que nos entendíamos como nunca, hablábamos durante horas y nos reíamos mucho, al menos hasta que su enfermedad llegó a un estado avanzado. Aprovechamos cada una para darle un buen repaso al pasado de la otra, y me refiero a aquellos islotes oscuros de nuestras vidas que permanecían inexplorados desde que se separó de mi padre y me correspondió a mí quedarme con él, en el pueblo, mientras Jacobo se iba con ella para proseguir sus estudios en la ciudad.

En cuanto mi madre se despertaba, le pasaba una toallita húmeda por la cara a la vez que la piropeaba: «Hay que ver, ¡cada día más guapa!», y ella sonreía presumida. Después le preparaba el desayuno; zumo de naranja, café, tostadas con mantequilla y mermelada, y se lo llevaba, junto a la media docena de pastillas que debía tomarse con cada comida, en su bandeja favorita, la de los dibujos de flores y corazones. En verano, ducha diaria en aquel espacio que habíamos mandado construir, donde la silla de ruedas entraba sin problemas y donde, con la ayuda de una agarradera incrustada en los azulejos, se dejaba caer en un asiento plegable. Imposible olvidar como la deleitaba el suave chorro del agua templada al deslizarse por sus cabellos blancos, al caer por sus otrora torneados hombros, por los pequeños senos, por la grácil espalda, por toda su piel. Después, la secaba con cuidado, la vestía, la engalanaba con alguno de sus pendientes preferidos, la sentaba frente al espejo para peinarla y, cuando obtenía su sonrisa aprobatoria, la dejaba en su silla de ruedas frente al televisor y el tocadiscos. Entonces le preguntaba: «¿Concurso o concierto?»

Si había pasado una buena noche la respuesta era «concurso»; y nada la regocijaba más que adelantarse a los participantes y pronunciar en voz alta la solución correcta. Pero cuando no se encontraba tan despejada porque las pastillas para dormir no habían surtido el efecto esperado, o porque había tenido alguna pesadilla o por cualquier otra preocupación, elegía «concierto». Entonces, para no marearla, le daba a elegir entre unos pocos compositores: «¿Beethoven, Brahms, Mozart…?» Y ella casi siempre optaba por otro, por ejemplo, por Stravinski, la pasión de su juventud: «Pues hoy, la Consagración de la Primavera». Sin embargo, a medida que la enfermedad avanzaba, ganaba terreno una respuesta que me desazonaba: «Elisa, elige tú, que ya ves como tengo la cabeza»; pero todavía se conmovía con el Concierto de piano número 2 de Rachmaninov o con la voz de María Callas en «L’amour est un oiseau rebelle», que escuchaba con deleite y un resplandor húmedo en sus pupilas.

Una vez acomodada en la silla con su concurso o el concierto, yo aprovechaba el resto de la mañana para airear los cuartos, hacer las camas, bajar a la compra, cocinar … Cuando me daba cuenta, ya era la hora de comer.

Aquel sábado, mientras trajinaba en la cocina, pensé en Jacobo. Entre los funcionarios de la oficina de juegos correspondía a un tal Benítez el pago de las quinielas acertantes, una labor que no ofrecía dificultad alguna salvo cuando un ganador aparecía con un papelucho arrugado y descolorido que se le había quedado en el pantalón de la tintorería, o con las tiras mal pegadas de una copia del boleto que algún hijo travieso había recortado. Entonces Benítez preguntaba a su jefe, el mismo que el de Jacobo, si se pagaba o no.

El caso es que Benítez había enfermado. No era nada grave, aunque requeriría una intervención quirúrgica que le mantendría inactivo varias semanas. Y, ¿a quién se pidió que se ocupara de sus tareas? Pues a Jacobo. Su jefe, quien andaba enredado en algún lío de faldas, no se percató del boquete que se abría en la Administración de juegos y quinielas: la misma persona que conocía el número de boletos acertantes sabría también si alguno se había quedado sin cobrar.

Jacobo no dijo nada a nadie excepto a mí. Y me contó también que los boletos extraviados podían abonarse si el acertante demostraba fehacientemente que había logrado los catorce aciertos.

Siempre recuerdo los viejos tiempos, cuando mi padre me convencía de que yo, su hija menor, estaba destinada a ser lo que quisiera: médica, artista, escritora, cineasta… y que triunfaría en lo que me propusiese. Aquellas palabras me sonaban a música celestial. No quiero pecar de humildad: desde mis ocho o nueve años, cuando era una jovencita flaca y desgarbada, me encantaban el ingenio, las paradojas y los juegos de palabras. Siempre tenía a mano alguna frase o pregunta infantil, pero ingeniosa, para quien quisiera escucharla: «¿Quién es más alto, un enano gigante o un gigante enano?» Y yo misma daba vueltas y vueltas a la respuesta hasta que llegaba a una conclusión razonable. A mi padre se le caía la baba con aquellas reflexiones infantiles y no podía contener la risa con mis ocurrencias. La felicidad era, después lo supe, regresar de la escuela y encontrarlos a los dos juntos en casa.

Jacobo no era menos estudioso, ni menos despierto, ni menos talentoso que yo. Sin embargo, algo en su carácter jugaba en su contra: tal vez una dignidad excesiva, rayana en la soberbia. Así que, mientras yo preguntaba lo que ignoraba y buscaba otras opiniones para comprobar la solidez de mis pensamientos, él no admitía contrapunteos a los suyos. Nuestros padres consiguieron dotarle de unos principios morales elementales antes de su adolescencia, pero, a partir de sus diecisiete o dieciocho años, les resultó imposible dialogar con él. La suficiencia que se empeñaba en demostrar en toda circunstancia era insalvable. Poco después, se refugió en un mutismo sufriente, como si a esa edad temprana hubiera llegado a tal grado de saturación ante la tontería humana que lo hubiera dejado hastiado para siempre. Jacobo estaba en guerra contra el mundo, pero no era codicioso. No ansiaba poseer cosas o dinero. Su pasatiempo favorito: la pesca. Así no hablaba con nadie. Ahora bien, conmigo se entendía. Él, como nuestro padre —y me sonrojo al recordarlo—, me tenía por alguien de cualidades excepcionales y no le importaba «rebajarse» a escuchar mis planteamientos, aunque era incapaz de aguantar las muestras de inteligencia de otras personas.

Nuestra devoción era mutua, pero no por ello dejaba yo de interpelarle a pesar de saber de antemano que mis consejos, la mayoría de las veces, caerían en saco roto. ¡Cuánta congoja sentía desde chica al pensar en los problemas que podría traerle su carácter! Al igual que una nave antigua que hubiera equivocado el rumbo en un solo grado nada más salir del puerto y que acabaría por ello a muchas millas del destino planeado, conjeturaba yo que aquel hermano mío, tan sobrado, terminaría muy alejado de la felicidad que la mayoría de las personas anhelamos para el final de nuestros días.

Aquel sábado, lo cité intencionalmente a la hora de la merienda, la misma en que bajaba a mi madre a una terracita en la plaza de la Concordia. Nada le gustaba más que encontrarse con caras conocidas que la entretuvieran con cualquier cotilleo. Pedía un descafeinado y una media luna o una ensaimada, y ella misma se llevaba la taza a los labios. Yo le encajaba un par de servilletas en el cuello de la blusa, le limpiaba la barbilla de las gotas que inevitablemente se derramaban después de cada sorbo y me conmovía al contemplarla mientras saboreaba el café y se sentía autónoma, aunque solo fuera por unos instantes.

Cuando Jacobo aparecía, mi madre era feliz. Él se prodigaba poco, pero no porque le apenara su enfermedad ni porque detestara realizar un trabajo, el de los cuidados, que la mayoría de los varones evitan y dejan en manos de las mujeres, como seguramente harán muchos de los hombres que lean estas páginas. La verdad, es que a estas alturas me importa poco lo que piensen y no seré yo quien trate de convencerlos de otra cosa; ya no estoy en eso. Pero les diré algo: no dudé en pedir una excedencia de mi cátedra de matemáticas para pasar esos dos años con ella. Sabía que nunca me arrepentiría de entregar un tiempo de cariño a un ser querido, un tiempo que, en realidad, te regalas a ti. En cuanto a Jacobo… se prodigaba poco más bien por su personalidad: acorazado en una dureza que tal vez provenía de ocultar el dolor por la separación de nuestros padres ante las chanzas de los compañeros de escuela, en cuanto se independizó, limitó el contacto con la humanidad al mínimo indispensable. No aparecía ni en Nochebuena.

Así que, citarlo a las siete de la tarde fue una forma de que pasara un par de horas con nosotras: la que permaneceríamos en la cafetería y la que nos demoraría después, hasta la hora de la cena, mientras introducíamos la silla en el ascensor, le cepillaba los dientes, le cambiaba la blusa manchada, le encendía la televisión... A mí me venía muy bien la visita de Jacobo por una razón adicional: las primeras escaleras de la entrada del edificio eran endiabladamente difíciles de salvar con aquella silla de ruedas.

«Pero, ¿cómo un acertante de catorce que ha perdido la copia del boleto puede demostrar que fue él quien lo rellenó?» Y Jacobo me había puesto un ejemplo: si alguien había escrito un número de teléfono o una dirección, a falta de un papel mejor, en uno de los bordes de la quiniela, podría alegar esa anotación como prueba y reclamar el cobro. Si nadie más lo solicitaba, el premio se le pagaría.

Mi mente matemática lo vio muy claro: todo era tan sencillo como que se dieran tres coincidencias: que quedase algún boleto sin cobrar el día del vencimiento; que apareciera alguna señal o frase en la quiniela que el reclamante pudiera invocar; y que hubiera un cierto número de acertantes. Este último requisito se explicaba porque si fuesen solo uno o dos, la cuantía que se llevarían sería enorme y el extravío de un boleto que acabaría cobrándose sería una bomba informativa que podría poner sobre aviso al verdadero ganador.

Pero Jacobo necesitaba a alguien dispuesto a prestarse a ese juego. El riesgo de ser descubierto no era pequeño y la pena por tratar de estafar al Estado conllevaba la inhabilitación y la cárcel. Y se corría otro peligro: que el «amigo» volara con todo el dinero. Jacobo nunca podría denunciarlo por robo, salvo acusándose a sí mismo.

Ahora bien, Jacobo tenía al camarada perfecto: Ruper. Nunca supe bien de qué vivía, pero se habían hecho inseparables durante el servicio militar. Unos quinquis habían tratado de asaltar a mi hermano en un callejón oscuro y Ruper, fuerte como un armario, que pasaba por allí camino del cuartel, se interpuso. Después de repartir algunos leñazos y de recibir un navajazo en un costado, similar al que le habían propinado a Jacobo, ambos regresaron al campamento, ensangrentados pero triunfantes: habían puesto en fuga a los agresores. Las heridas cicatrizaron con rapidez y aquella amistad, cimentada por otras peripecias, como cuando el sargento mandó al calabozo a mi hermano por una minucia, se hizo imperecedera. A las pocas semanas del arresto, el coche del suboficial amaneció con las ruedas pinchadas. ¿Fue Ruper? Nunca confesó.

Jacobo y yo dejamos a nuestra madre con Mozart, nos preparamos un gin-tonic y nos acomodamos en el estudio. Anochecía, pero hermosos tonos rojizos se reflejaban todavía en las ventanas. Jacobo se sentó frente a mí y sentí aquellas dos chispas de fuego clavadas en mis ojos. En el primer momento, lo noté dubitativo, como si no supiera qué decir o por donde comenzar. Le interrogué: «Y qué, ¿ya eres millonario?»

«¡Ja!» fue su primera respuesta y se dio un buen trago. Me quedó claro que estaba ganando tiempo. Luego cogió velocidad y no escatimó detalles. El viernes último había vencido el plazo de unos cobros y nadie había reclamado una de las nueve quinielas acertantes. Estaban en juego, y nunca mejor dicho, dos millones y pico de pesetas. No era una cifra desmesurada y, lo mejor de todo, en la parte superior del boleto aparecía una frase: «A medias con mi primo Emilio». Para colmo, Ruper tenía un primo lejano con ese nombre. Jacobo se había reunido con su amigo el jueves y habían redactado el escrito para reclamar el cobro.

«Entonces, te saliste con la tuya», tanteé, mientras se me dibujaba un mohín en los labios. Me respondió: «Ya sabes que pienso, como los antiguos griegos, que el hombre, cuando es audaz, es más afortunado en sus emprendimientos. Y que me hierve la sangre cuando el dinero que le corresponde a alguien, por su suerte y buen tino, termina en los cofres del Estado. Quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón».

Pensé entonces, convencida de que mi hermano seguía siendo ingobernable, que esta vez el rumbo de Jacobo se había torcido para siempre. Pero me llegó la sorpresa: «No Elisa, no fui capaz. No pegué ojo en toda la noche. Me torturaba pensar que, si algo salía mal, nuestro padre, honrado como nadie, sufriría hasta el infarto. Su rectitud me atormentaba. Llamé a Ruper y le dije que habían surgido complicaciones».

Aplaudí, prorrumpí en cánticos: «¡Bien!, ¡bien!», y me congracié de inmediato con él. Las torceduras quedaban conjuradas. Tuve para mí que sería altamente improbable que nuestro padre se enterase de aquellos enredos en su estado de postración, pero eso era lo de menos. Lo importante: el rumbo de aquella nave se había rectificado.

Mi hija me acompañó al entierro. Sumida en mis pensamientos apenas atendí al responso del cura. Reproché a la de la guadaña sus tantos yerros, a veces por actuar con precipitación y otras por llegar demasiado tarde. A Jacobo se lo llevaba en plena madurez mientras mis padres, en plena ancianidad, seguían olvidados.

No había mucha gente: algún primo lejano, unos vecinos de Jacobo… y un individuo más bien bajo pero fornido, como un campeón de halterofilia. No era difícil adivinar de quién se trataba. Se acercó al terminar la ceremonia: «Elisa, soy Ruper. Tu hermano te habrá hablado alguna vez de mí». Asentí. Saludó también, con afecto no fingido, a Julia. «Verás, Jacobo sufría una cardiopatía severa pero nunca quiso contártelo. Pensaba que ya tenías bastante con los cuidados que prodigas a vuestra madre».

Caminamos un rato por el pasillo de abedules y cipreses del cementerio. Le dije, por consolarle, que sabía que era su mejor amigo, y noté el agradecimiento en su mirada. «Hay algo más», añadió al despedirse, y me pasó un pequeño sobre con mi nombre. Al subirme al coche leí su contenido: «Elisa, me queda poco tiempo de vida, aunque ya sabes que este mundo nunca me ha parecido un paraíso. Te dejo unos ahorros que no he querido tocar. Disfrútalos». En papel aparte, un apunte con las señas del notario.

Guardé la carta en el bolso no sin emoción, aunque las lágrimas quedarían para otro momento. Había decidido pasar por la notaría antes de visitar a mi madre. Mis fuerzas no habían aguantado más y tuve que internarla en una residencia, pero, aunque ya no me reconocía, pasaba casi todos los días a verla.

Tenía que saber qué era aquello. ¿Ahorros, Jacobo? ¡Pero si apenas llegaba a fin de mes! Pensé en un viaje a San Petersburgo con mi hija. Me moría de ganas por conocer el Hermitage. ¿Alcanzarían? Se aproximaba el verano y me hacían falta unas buenas vacaciones. Mi madre quedaría bien atendida.

Un oficial administrativo nos recibió enseguida. Lamentó decirme que tendría que volver otro día, pues la aceptación de la herencia debía hacerse con cita previa ante el notario. Notó mi pesar por irme con las manos vacías y dijo entonces, en voz baja, que él mismo había escrito el testamento de Jacobo, a su dictado, dándole la forma legal que correspondía. Añadió que era de los más cortos que había visto en su vida, con solo dos frases: en una, dejaba todas sus pertenencias personales a un tal Ruperto Valenciano; en la otra, me legaba a mí el saldo de su cartilla de ahorros.

«¿Recuerda ese saldo?», preguntó mi hija con una curiosidad atrevida. El empleado me interrogó con su mirada. Debía de aprobar yo la consulta. Asentí y él bajó aún más la voz: «Creo recordar que dos millones de pesetas, pero esperen a leer el documento».

Alcanzaba de sobra para San Petersburgo… pero, ¡un momento! —pensé desconcertada—, esa cantidad, ¿no era la misma que la que correspondía a aquella quiniela no cobrada?

Y así sigo hoy, con el verano cerca y deshojando la margarita: ¿me costeo el capricho del Hermitage o regreso ese dinero mal habido a las arcas del Estado? Y me pregunto también: ¿qué harían la mayoría de los hombres que lean estas páginas?