Acabo de entrar en nuestra casa. La siento vacía. Me miro al espejo y no me reconozco.

Aunque siempre te echo de menos, en estos momentos te añoro de un modo especial. Cómo me gustaría que esta abatida mañana de domingo transcurriese con mi cabeza apoyada sobre tu regazo. Pero la empresa te ha enviado tan lejos.

Querido Ángel, hoy es un domingo de sol. El cielo está insultantemente azul y despejado. Yo, en cambio, llevo luto en las entrañas desde anteayer.

Mi pequeña y querida Marta ha muerto. Aquella cascada de palabras y risas ha dejado de existir. Ayer por la mañana se enterró. El día estaba claro, como hoy. ¡Qué irónica es la vida! ¿No crees?

Si contemplar el rostro de Elvira, la madre, te rompía el corazón, el rostro del padre resultaba patético. Un muerto ahogado en lágrimas, un hombre solo, vencido por el peso insoportable de la vida.

¿Cómo describirte el dolor de ella cuando recibió la noticia por parte del hijo mayor? ¿El abrazo convulso en el que se fundieron?

A las seis de la madrugada del viernes, unos golpes en la puerta nos hicieron temblar a Elvira y a mí. Fue su padre quien la encontró, entre los juncos del arroyo, hundida en el lodo. Posiblemente, Marta se había perdido en medio de la oscuridad y cayó en el agua.

No he llegado a conocer personalmente a este señor. No sé por qué (quizá influenciada por mi animadversión hacia él, debido a lo que Elvira me contaba durante las tutorías) lo imaginaba pequeño, flaco, feo, desaliñado y sucio; con la mirada y la sonrisa ahogadas en el alcohol. Lo concebía como un ser egoísta, infantil y abúlico. Ella, en cambio, es una mujer bonita y trabajadora; hostigada, a menudo, por el fantasma de la depresión.

Marta adoraba a su padre, pero su madre no la dejaba visitarlo a la casucha de campo donde vivía. Los padres de Marta están separados. Él bebe mucho y le pide dinero, con amenazas, a su ex mujer que malvive limpiando casas.

El jueves por la tarde, la niña decidió visitarlo sin decir nada, aprovechando que todos la creían con sus amigas en la calle. Fue al anochecer, cuando la echaron de menos. Al no encontrarla en el pueblo, decidieron ir a donde vive el padre. Finalmente, dieron el aviso a la guardia civil.

Como le tenía miedo a su ex marido, Elvira había pedido ayuda a la asistente social. Le prohibieron acercarse a ella. Pero los hijos lo echaban de menos. Así que los mayores lo visitaban por su cuenta. Marta era la que lo tenía más difícil. Su madre no deseaba que utilizase a la niña para retomar la relación.

—Mi Marta, señorita, es muy cariñosa, y no sé por qué demonios le tiene ese apego al padre. Para mí, que es a la que más quiere; como es tan zalamera, tan alegre, ¡y tiene esas salidas tan graciosas! —me solía decir. Entonces, yo me limitaba a responderle:

—Qué terrible es el miedo. Nos deja la mente a oscuras y la vida también. ¿Por qué el dolor se ensaña con los más débiles? Has hecho bien, Elvira, en buscar ayuda para protegerte a ti y a tus hijos.