Andújar siempre ha sido una ciudad muy especial para mí. Allí recalé cuando tenía alrededor de doce años, después de múltiples traslados por pueblos de Andalucía, debido al trabajo de mi padre, empleado del antiguo Banco Central en la Carrera de Jaén.

Eran años difíciles para todos y guardo en mi memoria los continuos cambios de colegios y amigos por pueblos que entonces me parecían remotos y extraños. Y las manos de mi madre cuarteadas por el frío de la sierra, lo recuerdo:

remolinos de sol
y azulete
para tus sábanas

agrieta tu cuerpo
un frío de posguerra
ronquez matutina
que no se cura

cortisona
para tus manos
que no se curan

que no sana
el desconsuelo
bien lo sé
con solo
cuatro tristes
poemas

A Andújar he tardado en quererla. Durante años me disgustaba su carácter «demasiado» andaluz, acostumbrado a la forma más mesurada, incluso castellana de la capital, aunque sé que a los giennenses no les gusta que los compares con esa ¿región? También noté diferencias con los pueblos donde habíamos vivido anteriormente.

Mis problemas de juventud, una desmedida timidez, los relacionaba injustamente con sus expansivas gentes. Luego, el tiempo y la distancia han puesto las cosas en su sitio y ahora un profundo afecto por ella se aloja en las profundidades de mis ventrículos.

Ayer, 21 de mayo por la tarde, hablé por teléfono con Unai Iturralde, andujareño de padre vasco. Su padre, Aitor, recaló por esas tierras hace ya una vida. Llegó enamorado de una muchacha del pueblo que conoció en el norte. En Andújar se casaron y tuvieron dos hijos, el pequeño se llama Iker.

Con Aitor, el padre, ya hace mucho que trabé amistad. Es el típico bilbaíno: bonachón, extravertido, simpático, algo excesivo y del Athletic Club. Durante mis conversaciones con él detecté, debido también a mi experiencia de juventud, que no estaba muy a gusto en Andújar. Un día se sinceró y confirmó mi sospecha. No le gustaba vivir allí y soñaba con volver al País Vasco.

Han pasado muchos años, pero siempre he mantenido una relación fluida con él. En mis viajes al sur, siempre lo veo y hablamos de muchas cosas, pero, invariablemente, se cuela en la conversación su nostalgia por el norte. Hace tiempo tuvo un accidente de trabajo que le ha dejado una severa cojera. Anda con dificultad a pesar de las múltiples operaciones que le han efectuado en los mejores hospitales de la sanidad pública.

El año pasado, falleció su mujer de un cáncer de mama. Viven con él, además de Unai, su hijo pequeño, Iker.

Unai tiene ya 30 años, es esquizofrénico paranoide, con episodios violentos que le han granjeado la antipatía de los vecinos. Iker sufre una acusada malformación craneal que jamás me he atrevido a preguntarle a qué es debida.

Ayer mismo vi por televisión a personas gritando «libertad» e insultos contra el gobierno. Hubo manifestaciones y enfrentamientos en varias ciudades de España que intenté no ver, pero que se filtraban por todas partes y era imposible eludirlas.

A última hora del día, me llamó por teléfono Aitor. Me dice que hace mucho calor y que se ahoga. Hablamos de muchas cosas y sigue soñando con Santutxu, su barrio, aunque, por lo que me dice, sospecho que allí la poca familia que le queda no parece estar muy contenta de que vuelvan los del sur a cambiar sus vidas.

Sigo, a mi pesar, teniendo noticias de las manifestaciones. Veo demasiadas banderas. Una sola bandera ya no me gusta, muchas me dan miedo. Los manifestantes se sienten desgraciados porque el gobierno quiere hacer un desconfinamiento ordenado.

El viernes, al mediodía, Unai me envía un WhatsApp. Lo hace con frecuencia y me pide «un consejo de ayuda y amistad». Me dice que a su padre «le va a dar algo con tantos calores que hacen». ¿Qué puede hacer? Me pregunta: «Yo no tengo a nadie por si le pasa algo, ¿qué hago, Felipe?».

«¡Libertad! ¡Libertad!». Gritaban en Madrid, en Valencia y en Málaga. «¡Sánchez, genocida! ¡Sepulturero!». Gritaba una señora en el barrio de Salamanca.

Sonaba fuerte, demasiado fuerte, el himno de España.

Hoy ya es viernes 22 de mayo, septuagésimo día de confinamiento, con ese extraño desafecto que ponen los números ordinales. Estamos a las puertas de un fin de semana soleado e intrascendente.

Leo que, debido a nuestro ejemplar comportamiento, a los habitantes del área metropolitana de Barcelona, a partir del lunes 25, el comité clandestino de sabios que asesora al gobierno va a concedernos el grado 1 en nuestro arresto domiciliario.

¿Tendría que estar feliz?

Veo pasar a Lúa y a Kalita con su madre por debajo de mi balcón. Tienen un aspecto tristemente gracioso con las mascarillas. Han levantado sus bracitos al verme y han gritado: ¡Avi, avi!

Las he estado mirando hasta difuminarse en la lejanía.