Soy la diferente. Me costó trabajo entenderlo y tengo que reconocer que no me gustó. Al principio, fue como si una ola me hubiera revolcado, arrastrándome por la arena y las piedras hasta lanzarme a la playa, raspada, hasta un poco malherida, pero, por fin, a salvo. Lo de por fin a salvo no quita la indignación, ni la mitiga. Creo que lo peor son esas miradas. Arde la piel cuando te miran con miedo, como si quisieras quitarles algo, como si los fueras a poner en peligro; pero arde el alma cuando te ven con condescendencia, como si te tuvieran lástima, como si estuvieran en un escalón preferente y desde esa superioridad te obsequiaran su aquiescencia.

Ni modo, así es la vida. Así somos. La turbulencia de saber que en el mundo hay contrastes, a muchos le pasa desapercibida. Nadie queremos verlos. Disimulamos. Los miramos de soslayo y en el fondo sabemos que ahí están. Los reconocemos y, a la vez, los aventamos en el archivo de lo desconocido, aunque sean nuestros amigos. Son eso, viejas amistades. En realidad, son añejos conocidos con los que nos negamos a convivir. Nos creemos buenas personas.

El viaje fue muy largo y Redención contribuyó a que se convirtiera en un peregrinaje extendido. El viaje a la capital lo hizo en autobús para ahorrarse lo del tramo aéreo. Ella cree que el amor a la cartera es sinónimo de modestia. De todas formas, si el avión hubiera salido de Guadalajara, habría tenido que abordar un camión o una camioneta para llegar allá de algún modo. Hizo cuentas, los números se le dan muy bien, son sus amigos. Lo malo es que, cuando las cuentas no salen, sacan sangre.

Se aventó cinco horas de viaje para llegar a la Terminal de Autobuses del Norte y hora y media para atravesar la ciudad y llegar al Aeropuerto de la Ciudad de México. Menos mal que decidió usar ropa cómoda, que no le apretara la panza ni le apachurrara el pecho. Redención es una mujer estándar: una chaparrita de cuerpo redondo con el mismo color de pelo —negro como todo el mundo—, ojos cafés, oscuros —igual que la mayoría—, piel apiñonada, jeans azules, camiseta de algodón blanco, zapatos de agujeta tan comunes y corrientes como los que usaban todas las mujeres desde los trece hasta los setenta años. Hasta se quitó los aretes para no llamar la atención. Discreta, dice ella. Nada destacable, eso sí. Nada arriesgado, todo seguro. Es una mujer chiquita que se siente diminuta.

Llovía y era extraño que a esas alturas del año cayera un aguacero furioso. La multitud parecía un río que se agolpaba contra las puertas de entrada. Corrían para no mojarse, la desilusión se materializaba al ver que, dentro del edificio de salidas internacionales, también llovía. Las goteras eran huecos tan grandes que escurrían cascadas del techo a los mostradores, a los pasillos, a los vestíbulos.

Todo son signos. La lluvia es universalmente conocida como la concreción del presagio: se materializa la tormenta. No le hizo caso a la hija de los nubarrones y el trueno.

Andar por el mundo diciendo que todos somos iguales es una seña que nos indica quiénes son los que más adoran esas diferencias. Por supuesto, el mecanismo es tan sencillo de entender como un reloj suizo con complicaciones; es tan fácil como un trabalenguas al revés. Nada es simple. Claro, la cosa es así: ellos son los diferentes; yo no. Siempre es así. Las líneas que dividen a los otros —los ajenos— de los nuestros pueden ser sutiles o evidentes, suaves o agresivas, pero siempre son sensibles. Los güeros y los prietos; los ordinarios y los extraordinarios; los sublimes y los vulgares; los flojos y los trabajadores; los buenos y los malos.

También existen clasificaciones menos complejas. Erick lo tenía claro, «Mira, Redención, en este mundo hay de dos: personas hámsteres y leones». Decía que los que somos hámsteres nos subimos a la rueda de la jaula y corremos con esfuerzo todos los días y, por la noche, llegamos agotados a nuestro destino que es el mismo lugar que el de nuestra partida. En cambio, los leones se la pasan echados panza para arriba, durmiendo todo el día y cuando deciden levantarse, van y de un zarpazo, cazan un búfalo.

«Entiende, Redención, a los roedores les cuesta mucho trabajo entender, son de lento aprendizaje, pero, eso sí, muy esforzados. En cambio, los felinos vemos la realidad tal cual es en la primera ojeada. Sí, saben lo que quieren y lo consiguen sin darle tantos rodeos. Así son ellos y así somos nosotros». A Erick le ganaba la risa. Iguales, sí claro, ¿cómo no? No sabes de lo que hablas, ni los dedos de los pies que se parecen tanto, son iguales. Incluso, entre los roedores hay diferencias: no es lo mismo ser rata que hámster. Las ratas son sucias, infecciosas, rastreras y traidoras. Los hámsteres son mascotas dóciles que se esfuerzan por ser adorables. Decía y me pasaba la mano por la cabeza, como si me estuviera apaciguando. Quieren caerle bien a todo el mundo, son serviciales y siguen las reglas. Sonríen a quien los voltea a ver. Esa es su mejor cualidad, lo que los administradores llaman ventaja competitiva. Sí, pero también es su peor defecto. Los afecta al derecho y al revés.

A diferencia de ustedes, a los leones nos tiene sin cuidado lo que los demás piensen. Nos orientamos a conseguir resultados. Es cierto, si Erick pone el ojo en lo que desea, lo consigue, aunque eso signifique dejar de ser adorable. Para los leones la simpatía no es un valor tan alto como la eficiencia, la productividad y la ley del menor esfuerzo. Se arriesgan y no les importa el qué dirán. Lo curioso es que el prestigio de estos felinos es inconmensurable porque siempre llegan a la meta y, en muchos terrenos, eso es lo que importa. Casi en todos los terrenos, eso es lo que importa.

Erick sabe que Redención, en su fuero interno, quisiera ser león, pero nunca lo logrará. Se esfuerza tanto y dirige sus energías al lugar equivocado. No tiene ni el ingenio ni el carisma para serlo. Entonces, para ser sublime busca caerle bien a todo el mundo, se dedica a hacer el bien. Al menos, lo que ella cree que es el bien. Se le metió en la cabeza que debía ser generosa y compartir mucho de lo que la vida le ha dado. Ser caritativa, ir a ayudar a los más necesitados y todo eso. Pobres criaturas, también tienen derecho, ¿no crees?, decía, mientras se miraba en el espejo de bolsillo y se pintaba los labios de color rosa pálido. Pero ¿dónde están? Y, como ella dice, no hay duda de que lo que te toca, se manifiesta. En una cena con amigos de la universidad, a los que tenía una eternidad sin ver, se generó la idea.

En esas reuniones se platica mucho. Nos pusimos al día, unos casados otros solteros; unos ejecutivos otros emprendedores. Alejandro Libreros contó que heredó los negocios de su madre, pero que su llamado estaba en otro lado. Tiene una asociación de ayuda, es filántropo. Me pareció tan interesante. Nos contó que Burkina Faso sufre un proceso de desertificación, causado por las fuertes sequías y el uso de técnicas agrícolas inadecuadas. Escuché a Alejandro, sus palabras fueron como semillas que cayeron en tierra fértil. Abrí los oídos y lo escuché con atención. Soltaba detalles informativos sin parar. Una de las dificultades más lesivas para la población es la escasez de leña. En las principales ciudades, la contaminación atmosférica constituye el mayor problema ambiental. La esperanza de vida es de 49 años, el promedio de edad es de menos de 17 años. Sentí que se me fruncía el ombligo, pobre gente. Pero lo que en verdad me conmovió fue enterarme de que el promedio de hijos por mujer es de más de seis, una de las tasas más altas del mundo. Hay veces que nada más basta que le jalen a uno los bigotes para que se le meta a uno el gusano barrenador que te come la sensatez. Decidí que era necesario ir a ayudar. Pobrecitas mujeres sin voz y sin que nadie se haga cargo de ellas.

Se lo contó a todos los que la quisieron escuchar: me voy de misiones al África. Sonreía, como si se adaptara con orgullo a la idea, como si se estuviera ganando el subterfugio de simpatía de trescientos sesenta grados. Era su viático a la trascendencia. Los que la escuchaban se miraban entre sí, fruncían el entrecejo, se rascaban la barbilla o se reían por lo bajo. Algunos le preguntaban que qué se la había perdido allá y ella meneaba la cabeza y ponía los ojos en blanco.

Erick se lo preguntó derecho:

—¿A qué vas?

—A ayudar.

—En serio, ¿qué quieres encontrar allá?

—En serio, no te metas, no entiendes de estos temas.

—¿Y tus gatos, y tus perros?

—Los voy a dejar en una pensión.

—¿Tanto tiempo?

—No tengo otra alternativa.

—Sí, siempre hay alternativa, yo me quedo con ellos, pero solo mientras regresas. En serio, ¿qué se te perdió allá que no puedas encontrar acá?

Aprovechó todas las horas de vuelo. En el primer tramo México-Miami acatarró a su compañero de asiento con el tema de la filantropía. En el viaje Miami-París le narró su aventura a la señora que iba a su lado derecho, hasta que la mujer sucumbió al sueño o se hizo la dormida para terminar la conversación. Se lo contó a la azafata. Le preguntó a un niño pequeño que hacía cola para entrar al baño a mitad del vuelo, si sabía dónde se encontraba Burkina Faso. Pasó cinco horas en una sala de espera mientras hacía conexión. Se subió a un avión de una línea aérea de bajo costo y escuchó con interés que parte de la tarifa que había pagado se donaría para las necesidades más apremiantes de países como India, Honduras y África. ¡Es una maravilla que la responsabilidad social corporativa y la generosidad de las personas vaya a los más necesitados!

Por fin, después de treinta y cinco horas de trayecto aterrizó en Uagadugú, la capital del país.

Excuse me, excuse me.

Pardon?

Nadie habla inglés y yo no sé hablar francés. Ni modo. Hay que adaptarse. Para ayudar, hay que sacrificar. Por suerte, el teléfono tuvo la inteligencia de conectarse a una red y pude dictarle preguntas que tradujo para cerrar el proceso de comunicación. Así, recuperé mi equipaje y logré que me dieran instrucciones para tomar un transporte que me llevara Dori, capital de la provincia de Sahel.

Tuve suerte, encontré transporte rápido. No era un carruaje de reina, era más bien una calabaza desvencijada sin lacayos que me ayudaran con el equipaje. No hay lugares asignados, te sientas donde hay lugar. Fui la primera en subir. Ocupé el segundo asiento del pasillo.

Al principio no lo entendí. Las personas subían al autobús y al verme se detenían. Ponían los ojos redondos y miraban a otro lado, generalmente al suelo o al techo. Los lugares se empezaron a llenar y el que estaba junto a mí, seguía vacío. Yo les sonreía, con mi cara de roedor agradable. Escogí la expresión más amigable que les dejara claro que yo estaba ahí para ayudar. Me parecía tan interesante, todo era curiosísimo: las telas de sus vestidos largos, de colores brillantes; los turbantes que se enredaban en la cabeza con formas exóticas. Sí, se veían tan elegantes. Elegante raro, claro está.

En minutos, el autobús se llenó. Los asientos estaban, cada uno con un pasajero, menos el lugar que estaba a mi lado. Oí unos gritos. Una mujer subió, miró en todas direcciones, agitó la cabeza de lado a lado, los brazos de arriba abajo. Recorrió el pasillo murmurando algo. Los pasajeros decían que no. Llegó hasta el fondo, regresó. Bajó. Habló con el chofer que alzó los hombros. Apuntó al lugar vacío y la mujer negó. Gritó. El chofer subió al autobús, encendió el motor y antes de cerrar la puerta, la miró y dijo algo. La mujer jaló sus bultos y subió. Se agarró del tubo y se quedó de pie. El chofer le gritó muy fuerte. Ella cruzó los brazos y se plantó. El chofer apagó el motor y los demás pasajeros se hicieron uno en el griterío.

El corazón empezó a palpitar muy fuerte. Las voces eran incomprensibles. Si fuera como mi amigo Erick, habría dirigido la mirada a la ventanilla. Pero, como no soy león y soy hámster, le sonreí a la mujer. Me cambié a la ventanilla. No me costó nada, venía para ayudar, ¿no? Así empezaría mi trayectoria como facilitadora. Además, aprovecharía para ver el paisaje, conocer el lugar al que había llegado a ayudar.

La mujer sudaba, temblaba y tenía las pupilas dilatadas. Se sentó en la orilla del asiento, como haciendo una diagonal para que el espacio entre una y otra garantizara la distancia de seguridad requerida. Se llevó las manos a la cabeza, movía los labios, murmuraba. Tenía los vellos erizados. Los músculos estaban tensos y las mandíbulas trabadas.

Redención se arrebujó en el asiento. Miro por la ventanilla. El sol era tan brillante que hasta le dolían los ojos. Las horas de viaje empezaron a hacerle sentir los efectos. Los párpados se vencían. El sueño le fue ganando. No se enteró del momento en que se quedó dormida.

Me despertó el griterío. Abrí los ojos. No entendía nada. Una mujer me señalaba. Lloraba con alaridos y me apuntaba con el índice. Me costó trabajo recordar en dónde estaba. El chófer del autobús estaba parado en el pasillo del autobús con la boca abierta y los brazos en la cintura, como si fueran las asas de una jarra.

La gente gruñía, increpaba. Tardé en entender que era yo la que había encendido esa molestia. Mi vecina de asiento lloraba, me gritaba y miraba al cielo moviendo la cabeza de un lado al otro. Para tranquilizarla, intenté poner mi mano sobre su hombro. Brincó para atrás. Los aullidos de los demás pasajeros aumentaron. El chofer trataba de reestablecer el orden. Las voces subían de volumen y la violencia estaba a punto de soltar el hervor.

Me daban instrucciones que no entendía. Quise decirle algo en inglés. No sirvió de nada. No hablan inglés. Gritos. Palabras. Sonidos. Mucho volumen. Sentí el corazón en las orejas. Sudaba. Intenté sonreír. No pude contener el llanto. Me bajaron del autobús. No. No. No. No me pueden dejar aquí. El chofer me indicó que me sentara en el escalón de la entrada del vehículo. Ahí me fui, recibiendo un acto de misericordia del conductor que me dejó en la comisaria del siguiente pueblo.

La estación de policía era como cualquier edificio de gobierno en la Ciudad de México. Mismos muebles, mismos colores, mismas velocidades. Los recuerdos no son claros. Solicité ayuda consular. Buena suerte con eso; me enteré de que la representación más próxima de la República Mexicana es la embajada que está Abuya, la capital federal de Nigeria.

Por fortuna, a alguien se le ocurrió contactar con Médicos Sin Fronteras que trabajan a la región de Sarel. Me ayudaron y, sobre todo, me explicaron. Al quedarme dormida en el autobús y después de pasar algún bache, el cuerpo se ladeo y mi cabeza fue a dar a la espalda de la mujer que ocupaba el asiento junto a mí. Para la gente de su tradición, si alguien que no es de los suyos toca a alguna mujer, quedan impuras. Les transmites suciedad. Los contaminas.

Erick la fue a recoger al aeropuerto. Apenas habían pasado ciento veinte horas y la aventura de Redención ya era historia. Las puertas de la sala de llegadas se abrían y se cerraban continuamente. El vuelo procedente de París estaba llenísimo porque salía y salía gente empujando sus maletas, pero su amiga no aparecía.

Por fin, una figura redonda, despeinada y minúscula se arrastró a la salida. Estaba a punto de empezar la perorata de te lo dije, qué estabas buscando allá, qué rayos se te perdió, fuiste por oro y regresaste con tepalcates, cuando Redención lo miró directito a los ojos.

—Ni se te ocurra empezar con tus estupideces, Erick. Te lo advierto. Guarda silencio. Ya estuvo bueno de lloraderas.

El antiguo león recibió el zarpazo. Redención se dirigió al taxi y se fue sin importarle lo que su amigo tenía que decir.

Darme cuenta de que fui la diferente, me costó más de lo que tenía calculado. Cuando las cuentas no salen, sacan sangre. Y, ni hablar, tengo que reconocer que la experiencia no me gustó. Me arrastró la ola. Lo de por fin a salvo no quita la indignación, ni la mitiga. Creo que lo peor fueron esas miradas. Arde la piel cuando te miran con miedo, como si quisieras quitarles algo, como si los fueras a poner en peligro; pero, hoy entiendo que arde el alma cuando te ven con condescendencia, como si te tuvieran lástima, como si estuvieran en un escalón preferente y desde esa superioridad te obsequiaran su aquiescencia.