El resto del mundo

Soñé que estábamos juntos. Que tomábamos fotos con la Polaroid de mi mamá. Esa viejita que ya no funciona, pero que nos prestaba de niños porque ella nunca le encontró el valor que nosotros le dábamos. El resto del mundo era lo de menos.

Eso fue lo último que me dijo Esperanza la última vez que la vi.

Nos vimos en una fondita de Santo Domingo un sábado porque ahora vivía en el centro, y la plaza le quedaba cerca. Yo vivo en la Roma, así que no me queda lejos pasar a saludar. Platicamos de lo que sea mientras desayunábamos enchiladas suizas. Ella siempre fue de pocas palabras, pero me caía bien porque me enseñaba cosas extrañas cuando íbamos a visitar a mis tíos: escarabajos, cámaras viejitas, libros empolvados. Esa vez, me contó que vivía con un tal Miguel. Me dio gusto por ella. Al despedirnos, le pregunté que si quería que la dejara en su casa. Negó con la cabeza y me fui.

Ese día hubo un montón de tráfico sobre Eje Central. Seguro había algún tipo de manifestación, porque el centro se presta para eso. Me tardé dos pinches horas en llegar a la casa. En el retrovisor, me di cuenta de que un coche atrás de mí traía una corona de rosas blancas. Luego me vi a mí mismo: puta madre, la escuela sí me trae bien madreado, pensé.

Al entrar, mi hermano, Cacho, estaba tirado en el sillón de la sala viendo la tele.

—¿Dónde andabas, güey?

—Fui a desayunar con Esperanza.

Me preguntó que por qué me seguía llevando con ella, si era bien rara. «No sé», le dije, «nomás me cae bien». Esa noche, vi que Esperanza tuiteó una foto en blanco y negro de la plaza con varias palomas emprendiendo vuelo. Le di retuit. La mera verdad, mi prima tomaba buenas fotos.

Tanto desmadre

Cuando me enteré de que Esperanza había muerto, una neblina discreta, pero presente, me pobló los ojos. Al principio me imaginé que era la contaminación de la ciudad —tantos carros, tanta gente, tanto desmadre—, pero luego me di cuenta de que era franca tristeza. No me sentía mal. Solo era la pérdida.

Me lo dijo su mamá. A ella le habló algún noviecillo que se consiguió para finalmente independizarse. En la familia se sabía que nunca lograron tener una buena relación. Poco tiempo le duró el gusto. Todos sabíamos que la prima era inestable —siempre estuvo demasiado flaca y a veces hablaba sola—, pero algo en mi fuero interno me decía que iba a estar bien: tenía trabajo, alguien que la quería y un lugar decente para vivir con el sueldo que ganaba. Me equivoqué.

Cuando sonó el teléfono, Cacho estaba dormido en su cuarto. En el departamento solo estábamos él y yo, porque mi papá estaba en la oficina. Yo me tomé el día libre, porque me dolía la cabeza y no podía manejar hasta la universidad así. El terremoto de septiembre me había dejado un temblor en las manos que me estaba desquiciando. No podía ni escribir mensajes en el teléfono sin que las palabras se me tropezaran.

—¿Albertito?

Reconocí la voz de mi tía Yolanda del otro lado de la línea. A la gente de su edad todavía le gusta hablar por teléfono.

—Hola, tía. ¿Cómo estás? ¡Qué gusto!

—Se murió, m’hijo. Esperanza se nos murió.

No me dijo más. Le pregunté que en dónde podíamos acompañarlos. Me dijo que en Gayosso de Félix Cuevas. Le prometí que ahí estaríamos. Colgamos. Decidí no despertar a mi hermano hasta haber hablado con papá. Cuando le marqué, estaba tan concentrado en lo que estaba haciendo que solo me preguntó:

—¿Por?

Insistí:

—Papá, se murió Esperanza. Mis tíos van a estar en Gayosso de Félix Cuevas.

Entonces entendió. Tragó saliva:

—¿La hija de mi hermana?

—Sí, papá. La de lentes.

—Ay, cabrón. Voy para allá. Vístanse bien, por favor.

Desperté a mi hermano. «Déjame en paz, pendejo», me dijo entre sueños, arrastrando la lengua.

—Ya, güey, es importante. Se murió Esperanza, nuestra prima.

Se incorporó asustado.

—¿La que hablaba sola? Ah, no mames. ¿Cuándo?

—Apenas. Me acaba de marcar Yolanda.

Me tardé media hora en que estuviéramos listos. Cacho se puso una camisa negra, tenis y jeans oscuros. Yo me quité la barba y me puse saco. Al salir, mi hermano me dijo que si iba a unos quince años. No me dio risa. Luego agarré el coche y puse el GPS. Ya tenía rato que no iba para allá. Aunque era viernes, no había tráfico: nos tocó pura luz verde. Solo sentía las manos en el volante y el silencio al interior del coche, como una corbata apretada alrededor del cuello. El resto del mundo era lo de menos.

No la he sacado de ahí desde entonces

Fue entonces que la neblina empezó a formarse: la veía entre los edificios, serpenteando en torno a los coches, bailando con la gente. «Chance llueva», pensé, pero no fue el caso. El día estaba seco. Al llegar a la funeraria, dejé el carro en una de las calles paralelas, porque Félix Cuevas es un eje vial, y la grúa se los lleva si te estacionas en doble fila. Mi hermano y yo entramos sin decir una palabra. En la entrada, vimos a mi tío fumando con unas ojeras pesadas colgándole debajo de los ojos. Estaba encorvado, viendo el paso de los carros sobre la avenida, como si buscara a alguien. Cuando me acerqué a él, me di cuenta de que olía a alcohol, aunque llevaba sobrio más de quince años.

—Cuánto lo siento, tío.

—Gracias, hijo.

Lo abracé y Cacho hizo lo mismo. Tal vez no me reconoció. Se veía veinte años más viejo.

Entramos al velatorio. Era un cuarto completamente blanco con un par de sillones de cuero y varias sillas aisladas pegadas a la pared. No había mucha gente. Mi tía estaba parada a un lado del féretro. En el fondo, un joven despeinado con barba de varios días estaba sentado con los codos apoyados contra las rodillas y ambas manos cubriéndole el rostro por completo, sollozando. A su lado estaba sentada una niña chiquita muy pálida, con una chamarra negra que le doblaba el tamaño encima. Por lo demás, no reconocí a nadie. Mi hermano se acercó a Yolanda:

—Yolis, qué pena. No me lo creo.

Ella se quebró:

—Ay, Cachito. Tenía tu edad.

Mi hermano cumplió veintitrés en julio. Esperanza era de febrero, creo, y aunque yo era más grande que ella, siempre nos llevamos más. Cuando Cacho se apartó, Yolanda me miró a los ojos. Estaba cansada, con los labios despintados y un chongo desbaratándosele sobre la cabeza. Sentí pena por ella, y a pesar de eso, no me nació decirle cuánto lo sentía.

—Si quieres acércate, Betito. A ti te quería mucho.

En ese momento, me di cuenta de que la caja estaba abierta. Sentí frío. La niebla se metió por las ventanas del lugar: envolvió a mi tía, empapó a mi hermano y desvaneció al resto de los presentes. Escuché a la distancia:

—Órale, m’hijo. Despídete de ella.

Me acerqué al ataúd. Al interior, no vi nada: una nube gris y pesada me obstruía la vista. Según mi hermano, me quedé ahí parado quince minutos. Luego llegó mi papá y me dijo que me sentara. No me acuerdo de nada de eso.

Lo siguiente que tengo muy presente es que, en una silla al otro lado de la sala, vi la Polaroid que usábamos de niños. Fui hacia allá. Debajo de la cámara, había un sobre de papel con una nota al interior: «Gracias», escrito a mano con una caligrafía apretadísima. Adentro había una foto de ella y yo a los ocho años, más o menos. Ya desde entonces usaba lentes. La saqué y vi cómo, poco a poco, el rostro de Esperanza se empezaba a difuminar. Luego desapareció por completo. Guardé la foto en mi cartera. Nunca le dije a nadie.

No la he sacado de ahí desde entonces.

Con el tiempo, seguro mi rostro se desvaneció también.