Javier Tirado, detective de profesión, trabajaba para el departamento de policía local y vivía él solo con bastante holgura. Le gustaba la buena vida y se rodeaba de mobiliario fino, piezas de arte y una interesante colección de armas de fuego que había sido confiscada a grupos criminales, obtenida recientemente en una subasta.

Había heredado de sus padres la casa, cercana a su fuente de trabajo, lo que lo hacía sentirse obligado a residir en la zona: un área pauperizada cerca de San Bartolo, Naucalpan, al norte de la ciudad de México.

El amplio predio estaba en esquina, rodeado de una alta barda de 3 metros. La estructura, al centro del terreno, tenía espacios libres por los 4 costados y un cajón de estacionamiento.

El inmueble contrastaba con las casuchas aledañas pobladas en su mayoría por gente trabajadora y humilde, pero también por gente baja: delincuentes y ladrones anónimos de poca monta, pues la colonia había nacido del desorden urbano, resultado de invasiones territoriales.

Javier, «el Poli», se distinguía en el barrio por ser una persona «con empleo», a diferencia de la mayoría de sus vecinos: vagos antisociales, viciosos y malvivientes, quienes rondaban su casa siempre con la esperanza de congraciarse con él y beneficiarse de su generosa disposición, a la que se prestaba con aparente agrado, aunque solo fuera para no tenerlos como enemigos.

Siendo inteligente y conocedor de la mente criminal, Javier tenía cuidado de mantener buenas relaciones con sus «amigos» de la colonia; sabía que debía ser lo más empático posible para llevar la fiesta en paz con sus temibles vecinos y no mostrar desconfianza, pero sin bajar la guardia ni un momento debido a su peligrosidad.

Ellos, lo visitaban con frecuencia, maravillados por su recién adquirida colección de armas, en especial una docena de pistolas de grueso calibre que tenía guardadas en una vitrina de muestra, admirada por sus visitantes como si fueran damnificados hambrientos frente a un opíparo banquete.

Acudían untuosos a la casa del detective donde había cerveza y comida pues «el Tira» los trataba con algo que parecía amistad, aunque con ciertas restricciones; en especial hacia un dúo de tipos torvos que no inspiraban confianza y a los cuales hubiera querido desterrar, pero sin éxito, pues eran parte del vecindario de toda la vida y ello lo hacía cautivo de una situación precaria, de muy delicado equilibrio.

Y ello fue más que evidente cuando varios objetos, casi todos ellos sin valor, fueron desapareciendo de forma progresiva alrededor de la casa. Javier sospechaba de este par pues veía la codicia en sus caras, sobre todo cuando estaban frente al aparador de las armas de fuego, tal vez imaginando todo de lo que serían capaces si las poseyeran; del poder que ello les traería.

La casa casi siempre sola, con peligro latente y constante de ser blanco de los ladrones que sabían de los tesoros que guardaba, era ahora más atractiva por la novedosa colección de pistolas. Podía percibirse una creciente amenaza en el aire durante cada interacción con este grupo, no obstante que quedaban ellos «a cargo» de la seguridad del inmueble durante las frecuentes ausencias de su propietario.

Javier Tirado sabía que debía «comprar» su inmunidad e integridad a través de dádivas y trato afable y así evitar, o como en este caso solo prolongar, el momento crucial que pudiera desencadenar eventos de oscura calaña que podrían incluso hacer peligrar su vida.

Dicho y hecho. Llegó la ocasión cuando, al regresar del trabajo ya entrada la noche, Javier encontró que faltaban dos valiosas pistolas de la colección. Por supuesto esto le causó alarma, mas no sorpresa. En el fondo, siempre supo que algo así sucedería; de hecho, le sorprendió que no lo hubieran hecho antes.

Después de cavilar un buen rato, esa noche tuvo tiempo de diseñar un plan en respuesta a esta contingencia. Lo primero que resolvió fue no comentar nada con el grupo; no manifestar en modo alguno que algo no cuadraba. Resolvió aparentar jovialidad como siempre, igual de alegre y confiado, sin nada que perturbara su interacción con el grupo.

Desde su aparente serenidad, tendría todo el tiempo y espacio para escudriñar el talante de cada uno de sus visitantes a través del lenguaje corporal y de aventurar algún par de preguntas capciosas para poder confirmar sospechas. Y así fue: aunque todo el grupo actuaba sospechoso, el par se mostraba un poco más engallado e insolente, pero también más nervioso y huidizo, e incapaz de salir airoso de una serie de preguntas abiertas hechas al grupo.

Casi seguro de que ellos eran los culpables de los robos, decidió tender una trampa que engañaría a todo el grupo; un esquema que requería de mucha paciencia y temple, de gran sapiencia policial para no ser descubierto, y de mucho arrojo pues era un asunto de vida o muerte que vengaría la aviesa traición.

Comenzó por anunciar su próximo viaje de trabajo, costumbre conocida por todos. Lo hizo restándole importancia, en apariencia, al hecho de dejar sola su casa en una nueva ocasión al tiempo que, medio en broma, se la encargaba otra vez a sus amigos, como había sucedido en ocasiones anteriores, cuando aún no estaba la tentación de las pistolas en la sala.

Esperó que estuvieran todos presentes para hacer el anuncio de manera oficial señalando la hora y el día en que saldría de viaje además del tiempo que estaría ausente; les pidió encarecidamente, que mantuvieran «un ojito» sobre su propiedad hasta su regreso. Para cerrar el trato, brindaron y cenaron por cuenta de Javier.

Comenzó la cuenta regresiva para su partida y pronto pudo «el Poli» confirmar que sus sospechas eran correctas; notó como Chito y Xocoyote se volvían más insolentes y retadores, indicio que presagiaba una muy probable nueva incursión cuando la casa quedara sola.

A un par de días de su viaje, notó que su nerviosismo y codicia iban en aumento, al grado de cometer el error de sugerirle acortar la espera e iniciar su viaje antes de tiempo, ya que todo el grupo estaría «al pendiente» de su propiedad. Esto fue la confirmación que solo un criminal sin inteligencia puede ofrecer de manera voluntaria.

La noche antes de su partida fueron todos a despedirlo, pues saldría temprano en la mañana sabiendo que nadie se levantaría a esa hora. Hubo como siempre mucha cerveza y comida por cuenta del detective hasta que este les pidió retirarse, ya que debía descansar.

Al quedar solo, Javier habilitó un par de pistolas asegurándose de lubricarlas y cargarles parque, y preparó todo un escenario. Estuvo agazapado durante todo el día para aparentar haberse ido y se aprestó en espera que alguien apareciera, pero no pasó nada. Nadie se presentó.

No obstante, el detective prosiguió con su plan mientras la tensión aumentaba con el paso de las horas. Javier no se movía de la trinchera que había habilitado a media sala esperando que los malandrines aparecieran de un momento a otro.

Tal como lo tenía previsto, pasada la media noche, notó como unas siluetas oscuras surgían de improviso sobre la barda ayudados por el poste de luz exterior. Descendían rápido sobre la casa a oscuras, pero al ver el auto aun ahí, tarde se percataron de la emboscada. El Xocoyote fue a rodear la casa por el callejón de la derecha mientras Chito fue hacia la puerta francesa de la entrada principal.

Apenas se paró frente al cristal, Javier le aventó dos plomazos, pero sorpresivamente Chito, a pesar de estar herido, le disparó desde fuera varias veces. Javier sintió las balas pasar al lado de su cabeza errando el objetivo, y sin moverse y afinando la puntería disparó una vez más, lo que envió a Chito a una agonía convulsiva.

El Xocoyote ya estaba en una ventana lateral, pero Javier salió por el frente a rematar a Chito de un balazo en la nuca, lo que detuvo las convulsiones. De inmediato, rodeó la casa por el callejón para sorprender al otro atisbando hacia dentro. Javier llegó por el flanco disparando veloz y a discreción hasta dejarlo muerto al quinto o sexto disparo.

Sin perder tiempo y en total oscuridad, Javier los despojó de sus ropas para encostalarlos en bolsas jumbo plásticas. Después de unos minutos, estuvo atento a escuchar alguna reacción del barrio u otro grupo en relevo que continuara el ataque, o la policía atraída por los disparos, pero todo permaneció silencioso como una tumba.

Con extremo sigilo, los metió en la cajuela con las ropas en otra bolsa. Luego, acomodó toda la casa tal y como la habían visto la última vez sus vecinos, teniendo cuidado de no dejar rastros de sangre.

Puso las pistolas que utilizó en la vitrina, pero las usadas por los bandidos las echó a la bolsa junto con sus ropajes (verlas ahí otra vez por la chusma revelaría que Javier las habría recobrado). Abrió el portón y sacó el coche. La oscura calle estaba desierta lo que le facilitó emprender la marcha sin ser visto.

A media madrugada, enfiló por la solitaria carretera a Toluca bastante nervioso pues llevaba dos cadáveres aun tibios en la cajuela. Sintió que todo se venía abajo cuando, al final de una recta, pasando el punto llamado El Guarda una patrulla al lado del camino le hizo la señal de detenerse.

Aterrorizado, pero sereno, detuvo el auto.

—Buenos días, mi estimado, ¿no viene usted muy rápido? —preguntó el policía asomándose al interior del auto.

—Buen día, oficial. Usted disculpe, pero debo llegar pronto a Toluca a realizar una investigación, —respondió, al tiempo que le mostraba la placa de detective.

Al verla, el policía se cuadró:

—En ese caso, siga usted su camino— dijo el agente sin revisar más nada. Aun tembloroso, Javier siguió su marcha hacia unas barrancas que ya conocía por un caso anterior sabiendo que eran casi insondables.

Un par de kilómetros adelante tomó un camino de terracería y, después de un recorrido de 10 minutos, paró a desechar la carga en un barranco sin fondo. Quemó las bolsas con ropa y arrojó las pistolas a un foso. Regresó a la ciudad de México y se hospedó en un hotel por una semana.

Cuando regresó a su casa la encontró ordenada e intacta. Se enteró de que los familiares de Chito y Xocoyote habían estado yendo a buscarlo y no cesaban de hacer preguntas; llegaron a tocar su puerta al poco rato cuando supieron de su regreso.

Los hizo pasar con su mejor cara, «sorprendido» de que estuvieran desaparecidos y dijo no saber nada. Le hicieron muchas preguntas, pero tuvo cuidado de no tropezar y contradecirse hasta que, no muy convencidos, se retiraron a donde los esperaba una pequeña multitud en la calle, solidaria con la búsqueda de sus familiares.

A partir de ese momento tuvo Javier que cuidarse las espaldas pues todos asumían que mediante técnicas policiacas había él desaparecido a «los muchachos» más no podían reclamarle abiertamente, pues ello los haría no solo culpables, sino cómplices de un crimen que ni siquiera existía de manera expresa.

Sin embargo, Javier temía por su vida, ya que los otrora alegres amigos le hacían ahora preguntas cuando menos lo esperaba, mirándolo con recelo y ya ni siquiera con el interés de ir a tomarse la cerveza o a conversar.

Después de varias semanas de la misma tensión, Javier no soportó más el estrés y muy angustiado pidió ayuda a su amigo y confidente en la comandancia. Sin cortapisas, acabó por confesarle cuál era su dilema.

El amigo, sin inmutarse le preguntó por qué no se cambiaba de casa y de empleo, a lo cual Javier respondió que eso era impensable; que él había heredado la amada casa de sus padres y que irse de ahí era como abandonarlos, traicionarlos.

Su amigo se encargó de disipar esos sentimientos de falsa culpa y lo confrontó con una realidad insoslayable: se enfrentaba a todo un barrio de gente torva que no dudaría en acuchillarlo bajo el sol y que lo mejor era salir de ahí cuanto antes.

Después de un alegato de estira y afloja, al final le hizo caso. Esa misma semana se mudó a otra ciudad, pero sin su cargo. Comisionó la venta de la propiedad a una inmobiliaria y hasta hoy, después de 50 años todo parece indicar que fue el multihomicidio perfecto.