El Valle del Nilo, hace miles de años, en un Egipto muy antiguo fue considerado el centro del Universo. Con el paso del tiempo, los científicos, que arrancan secretos a la naturaleza, descubrieron que el Universo no goza de un centro concreto que le provea de equilibrio; que al parecer, por sí mismo dispone de una forma de equilibrio matemático, de ahí que algunos hablen de diseño inteligente. Por mi parte, yo estoy segura de que el centro del mundo y del Universo eres tú, sin margen de error, exista la globalización del espacio y el tiempo o bien no exista nada; tú siempre serás el centro. Y que Dios sueña contigo, de eso estoy segura. Si pudiera pedir un deseo a mi hada madrina, diría: ¡Pablo! Y ella exclamaría: ¡Sea! Y allí estarías tú para siempre, conmigo. Y luego te dejaría ir, porque te quiero, y a lo que se ama se le deja ir. Y después, una vez estuviera bien segura de que eres feliz, de que vuelas libre y de que en ocasiones te acuerdas de mí, volvería a llamar a mi hada madrina, que es una señora que no existe, que yo me he inventado. Vendría, siempre viene, pero esta vez probablemente con expresión de hastío. ¿Y ahora qué?, diría. Ahora, contestaría yo, quiero milagros.

—¿Qué milagros?

—Dar un beso en la mejilla a Quique.

—Quique se fue, ya no está.

—Por eso he pedido que sea un milagro, si no, habría dicho simplemente que quiero besar a Quique.

Y aparecería Quique, blanco, como Lord Byron, amigo de los perros, como Lord Byron, poeta también como Lord Byron.

A Quique lo conocí en el Colegio Mayor. Ese lugar donde viví seis años; te he contado mil veces que fui bastante feliz allí. Conseguí la subdirección. Hubo un momento, a principios de los noventa, en el que yo tenía tres trabajos: era profesora de español para canadienses franceses. Encantadores, entendían perfectamente mi francés patatero. Además, ejercía de guía turística para ellos, me subía en el autobús cogía el micro y me inventaba cosas que colaban, otras las leía directamente de folletos turísticos y otras me las soplaba el conductor. Las clases las daba en aulas de la Universidad. Me sentía bien, era perfecto estar ahí, en la tarima, con veinticuatro años; más que perfecto, un sueño, dar clases en un aula de la Universidad. También era profesora en una clase de cuarto de primaria, en el colegio Jesús y María. Las niñas me abrazaban y los niños me acusaban de no hacerles caso, de querer solo a las niñas. Creo que tenían razón, no sabes cómo siento haber sido tan boba, me seducía la ternura de membrillo de aquellas niñas y me inquietaba el raro contraste que se revelaba cuando se unían a los niños, muy brutos y pegones ellos en general.

Todo eso era, todas esas cosas fui en algún momento. Un día conocí a tu padre, me enamoré y dejé todo aquello. No me arrepiento, todavía no sabíamos que la crisis iba en serio, pensábamos que tan preparados como estábamos todos encontraríamos trabajo en cualquier sitio. Me fui a Tarragona, es decir, volví, y me casé. Luego se puede decir que fui veinte años bastante feliz, no todos los que se casan pueden decir lo mismo. Ahora, tras el monstruoso divorcio, pienso que no hay nadie menos afín a mí que tú padre, pero el caso es que no pensé eso durante veinte años, así que algo no cuadra. Es lo que tienen los divorcios, supongo: que de pronto las cosas no cuadran. No hay que arrepentirse, Pablo, no sé qué hubiera pasado de haber sucedido de otra forma todo, tal vez yo hubiese destacado en alguno de mis trabajos y ahora tendría una carrera brutal, o tal vez me habría enamorado de otro chico del que no me habría divorciado, o de uno del que me habría divorciado a los cinco años, no sé, pero lo que sí sé seguro es que no estarías tú. Así que no me arrepiento. A mi hada madrina no le pediría desmontar mi pasado y volver a construir, me quedo con lo que fue. A mi hada madrina le pediría tenerte siempre. Y también le pediría lo que te he dicho: un beso en la mejilla de Quique.

Quique Riquelme era un chico blanco y dulce, no muy alto, un poquito más que yo, muy divertido y muy bueno. Me llamaba mamá, como me llamas tú, porque yo siempre andaba regañándole por todo, sobre todo porque estaba enamorado de una chica, y yo, que acababa de romper con mi novio, le decía que eso de enamorarse siempre acaba mal. Nos peleábamos por eso. Siempre acabábamos muertos de risa.

No sé qué pasaba en ese colegio. Si fuera supersticiosa buscaría explicaciones paranormales, afortunadamente no lo soy. Un septiembre, nuestra querida amiga Miriam se cayó de la moto y se mató. Al septiembre siguiente, Quique Riquelme se cayó de la moto y se mató. Al siguiente septiembre le tocó a otro con el que yo tenía muy poca relación, no recuerdo su nombre.

Nunca he olvidado a Quique, pienso en él muchísimas veces. Un día se fue de viaje y me envió una postal en la que ponía: «Mamá, mamá, aquí se está muy bien, pero te echo de menos». Solo decía eso.

Otro día estaba yo estudiando en mi cuarto cuando me avisaron por el interfono de que tenía una llamada. Entonces no había móviles. Corrí al pasillo, donde colgaba un teléfono de color tostado, el que usábamos todos cuando nos avisaban por el interfono del cuarto. Era Quique desde una cabina telefónica. Me llamaba porque había encontrado un perrito moribundo en una cuneta, enfrente del colegio. Le pedí que me esperara, corrí y me lo encontré allí. Quique con un perrito rubio, pequeño, lleno de sarna y con muy mal aspecto. Cogí el coche, y lo llevamos al centro veterinario de San Vicente del Raspeig. Nos dijeron que no tenía casi vida, que había que «eutanasiarlo». No queríamos por nada del mundo, pero el veterinario nos dio una serie de explicaciones que nos convencieron. Recuerdo que la eutanasia costaba quince mil pesetas. Quique no tenía en ese momento y yo estaba también en las últimas, era final de mes. Fui al banco y dio la casualidad de que era eso lo que quedaba. «Eutanasiaron» al perrito, lo enterramos; entonces no estaba prohibido enterrar animales muertos. Recuerdo que yo no quise entrar, en el último momento del perro estuvo solo Quique. Yo fui a la recepción de la clínica, pagué y salí a dar una vuelta, dejé solo a Quique, pobre. Cuando regresé, Quique Riquelme estaba allí, sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la pared de la clínica veterinaria, y con el perrito muerto en su regazo, y con una lágrima en la mejilla. Se la sequé y le di un beso. Igual que el beso en la mejilla que le estoy pidiendo ahora a mi hada madrina.

Quique se fue, igual que se fue el perrito, igual que nos iremos todos. Se fue prematuramente porque las cosas a veces son así de feas y de injustas. Un día fui con Marta a Elda, al cementerio, a llevarle flores. Le prometí entonces que, si algún día escribía algo y se publicaba, se lo dedicaría. Nunca le he dedicado un libro, porque siempre había alguien antes: tú, tu padre, mi hermano, mi madre.

Creo que a Quique le hubieras encantado. Era como tú, pero entre rubito y pelirrojo. Era bueno, como tú, de principios sólidos. Sencillo, lleno de vida. Quería a la gente, quería a los animales tanto como a la gente, porque tenía un corazón enorme y en él le cabían todos y aún sobraba sitio. Hicieron una misa en el Colegio Mayor. Yo toqué la guitarra con otros compañeros. Su madre vino, estaba allí en primera fila. Me miró. Supe que ella sabía, que ella reconocía en mí a alguien que había querido mucho a su hijo. Su madre era rubia, alta, y se parecía a él. Era francesa. Quique llevaba una pulserita con su nombre en francés, Henri. Pienso en su madre allí en el colegio donde vivíamos Quique y yo. Pienso en ti y en qué pasaría si algún día yo ocupara un puesto parecido al de la madre de Quique en una capilla. Sé que no sucederá nunca porque eso no puede pasarme a mí, y por supuesto eso nunca podría pasarte a ti.

Le doy un beso en la mejilla a Quique, como los que te daba a ti de pequeño, cuando ya estabas dormido, en tu camita.

Con cuidado, para no despertarle. Descansa tranquilo.