Cuando perdí la esperanza, me di al abandono. En realidad, eso era lo que me decían cuando me vieron con la barba crecida, las ojeras enormes y la ropa arrugada. Pensaban que haberme separado de ella fue lo peor que había pasado en mi vida, y es que las noches en los bares levantaban sospechas de que la extrañaba a cada momento.

Pero, estaban equivocados. No me emborrachaba cada noche porque ella me había dejado. Debo admitir que de vez en cuando buscaba la única fotografía que no se había llevado y que la seguía amando como el primer día. Sin embargo, bebía con desconocidos porque nunca lo había hecho. Me acercaba a mujeres que no conocía porque era lo que nunca hacía. Si había vivido tratando de hacer lo correcto y el resultado fue un corazón roto, debía estar equivocado. Suprimí los sentimientos y me dejé llevar. Había perdido lo que más quería y el resto no importaba. ¿Qué más podía perder? La vida, quizá. Ni siquiera lo pensé en su momento.

Estaba convencido de que debía hacer lo que siempre había temido. Ser un asco no sonaba tan mal cuando ya te sentías como tal y me convertí en un asco. No me importaron los rechazos o las cachetadas. Tampoco me importó cuando aceptaban las propuestas. Se había convertido en una rutina vacía. Una botella de whisky, miradas sobre los vasos, unas palabras en el oído y algún hotel cercano. Era fácil vivir sin sentir y sentir sin querer.

Por más que lo pienso no puedo recordarlas. Tienen el rostro y el cuerpo diferente, pero todas llevan el mismo nombre. Cuando las tenía al frente no las veía. Sus sombras me recordaban a ella. No solo combatía contra el alcohol y mis sentimientos, también lo hacía contra su fantasma. Ella siempre estaba presente en mi mente mientras bebía, en las palabras de cada mujer con la que hablaba, en las siluetas bajo las sábanas. Pero, al despertar, ni siquiera la recordaba; desaparecía de mis pensamientos hasta que regresaba al departamento y encontraba su fotografía, nuestra fotografía.

En ese momento, ella me tomaba de la mano. Me guiaba hasta la habitación y cantaba suave, como si temiese que la escuchara. Me decía que aún me amaba y que deseaba estar cerca de mí, sonreía y se inclinaba para besarme. Me acariciaba el rostro y yo cerraba los ojos. El beso no se concretaba, y ella regresaba a la fotografía, ya no sonreía y su mirada estática me juzgaba. A veces, ella también era un asco solo porque podía. Sin embargo, la última vez logró besarme y, luego de varios meses, realmente sonreí en un sueño vago. Decidí que debía verla otra vez y que nos merecíamos una oportunidad.

Esperé a la noche, a que regresara del trabajo, y fui a buscarla. Cuando toqué la puerta, mis piernas temblaban. Sentir no era tan fácil y en ese momento tenía nuevamente algo que perder. Bajo del umbral, sus ojos observaron mi barba y de sus labios salió una sola pregunta: ¿qué hacía ahí? Sus palabras me dolieron más que los meses alejado de su piel. Le dije que todavía la amaba y que estaba ahí por ella. Cruzó los brazos, frunció el ceño y me dijo que ya ni siquiera me reconocía. Sabía lo que había hecho cada noche, los nombres de cada mujer con la que había estado y también que nunca volvería a estar conmigo, a pesar de amarme.

Le rogué que no me dejara. Le dije que me perdería sin ella, pero la puerta se cerró y mi corazón se quedó afuera. Estuve de pie por más de un minuto observando su ventana. Pensé que volvería y me abrazaría como lo hacía cuando estaba triste o cuando pasaban los días y no nos veíamos; la puerta nunca se abrió. Me marché y volví a la rutina. Ser un asco volvió a ser la única opción, pero esta vez ya no puedo decir que no sentía nada o que no me importaba. Separarme de ella no fue lo peor que había pasado en mi vida, lo era saber que la mujer de la fotografía aún me amaba.