Cada vez que llegaba a su casa, Catalina me esperaba sentada en el sillón. Siempre la encontraba leyendo alguno de los libros que le regalaba cada semana y tomando una gran taza de café muy cargado. Nunca supe por qué lo hacía, pues yo siempre llegaba muy entrada la noche como para beber tanta cafeína.

Ella notaba mi presencia en el umbral, levantaba la mirada sobre el libro y clavaba sus hermosos ojos azules en mí. Bebía un pequeño sorbo, cerraba suavemente los ojos, se tomaba su tiempo, lo saboreaba y, luego, me regalaba una gran sonrisa. Dejaba el libro, la taza y los lentes de lectura a un costado, y corría a darme un abrazo y un beso. Su perfume de vainilla y almizcle contrastaba con el fuerte olor a café negro que emanaba de su boca. Sin embargo, al tenerla en mis brazos, al rozar nuestros labios y sentir su calor impregnarse en mi piel, olvidaba que odiaba aquel trago amargo.

Pasábamos un par de horas conversando sobre nuestro día y no notábamos el inmenso cansancio que caía sobre nuestros párpados. Nos encantábamos con cada frase, con cada carcajada y con cada mirada. Un ambiente de serenidad y erotismo nos cubría, pero aún no se dignaba a tocarnos.

Catalina terminaba nuestra conversación sirviéndose más café. Cuando lo hacía, emergían los hoyuelos de sus mejillas. Bebía dos o tres tazas más, sin contar las que había tomado antes que yo llegase. No me incomodaba que lo hiciera con tanta frecuencia, aunque el olor de la cafeína me molestaba un poco. El perfume del café, sin importar dónde esté, me obligaba a entrar en un sueño donde los recuerdos evocaban su presencia. Ella, tan imperfecta y cariñosa, llegaba a mí a través del aroma que más despreciaba. Llegaba a mí sin tener que pedírselo.

La besaba y acariciaba su cabello lentamente con los dedos; sus ojos azules —que yo adoraba— me suplicaban que no me apartase con cada roce. Cansados, nos acurrucábamos mientras estábamos tumbados sobre la cama. Sudorosos, nos besábamos una vez más hasta llegar al borde de la cama. Nos encontrábamos en las sonrisas y cuando cerrábamos los ojos. Por un momento, ya no éramos solo nosotros. Luego la veía caminar desde la almohada. Se acomodaba el cabello frente al espejo mientras me sonreía de reojo. Al regresar, se metía bajo las sábanas y me abrazaba por la espalda hasta el amanecer.

La recuerdo todas las noches. Cuando su rostro no está en la mujer que tengo al lado o cuando huelo su perfume en una piel que no es suya. Ya no espero a que el sol salga a buscarme y me encuentre echado a su lado. Me marcho cuando siento que la desconocida se queda dormida en la madrugada. Me visto e invento una excusa para irme deprisa si despierta. No parto porque no disfrute su amable compañía. Me marcho porque temo que, a la hora del desayuno, me presentarán una taza del horrendo café que Catalina adoraba. Me marcho porque me aterra saber que no será ella quien lo va a beber.