Los encuentros furtivos con Kat sucedían una vez al año, y dependían de su complicada agenda laboral. Ella no se abría a discutir aspectos de su vida; enigmática mujer, que evitaba hablar de sí misma. Pero cuando compartía alguna de sus experiencias, yo era todo oídos. Estos encuentros tenían siempre las mismas características: alguna playa paradisíaca en el Caribe, donde dábamos rienda suelta a la lujuria.

Yo remaba a tiempo completo, me encontraba en excelente estado físico. Ella se mantenía activa, nadaba y hacia aerobismo; la percibía deliciosamente sexy y atractiva. Esos encuentros me excitaban con momentos apasionados. Las feromonas nos intoxicaban; el término es usado para hacer referencia al apareamiento animal, pero es una elección de palabra plausible, porque en eso nos convertíamos cuando de sexo se trataba.

El relajo y la conexión corporal era evidente y fácil de entender, porque solo procurábamos dar y obtener placer. Se sabe que, a mayores dosis, el deseo se incrementa. Nos retábamos al otorgarle puntaje a la intimidad, algo subjetivo y personal, pero les dará una idea del tipo de relación que teníamos. Había una sola condición sine qua non: la prueba Elisa. El virus del SIDA era un peligro y ella estaba aterrorizada de contagiarse. Yo andaba soltero, y ella debía sentirse segura. Aprendí desde muy joven a usar preservativos al conocer que previenen las enfermedades de transmisión sexual. Para el siguiente encuentro, le pedí que hiciera lo mismo, una prueba médica para dar rienda suelta a nuestros instintos. Intentó sentirse ofendida, pero se dio cuenta de la validez de mi pedido y llegó con el resultado del laboratorio.

En la intimidad, mostrábamos los exámenes y nos reíamos de lo desvergonzados que éramos, al punto que comentó: «Así debe ser como se resguardan en las películas pornográficas». Mujer pragmática, moderna y cautelosa, no exigía fidelidad, pero sabía protegerse. Lo mejor de todo: esas vacaciones de gran calidad eran pagadas por ella.

En uno de los viajes, acordamos un encuentro en Montego Bay, importante puerto en la costa norte de Jamaica. Allí pasamos una semana en un hotel para parejas.

Llegando, me sorprendí cuando trataron de venderme marihuana en el baño del aeropuerto, estaba seguro de que era una trampa y me deshice de la situación. Luego un taxista me ofreció weed1, tampoco me animé. Al llegar al hotel, más de lo mismo; el conserje me preguntó si estaba interesado. A la tercera, mi desconfianza aflojó; me animé a comprar, y esperé a que Kat llegara en un vuelo posterior.

Felices de reencontrarnos para disfrutar tiempo juntos. Había actividades por realizar durante la estadía. Como nunca había buceado con tanque, me inscribí para intentarlo al día siguiente. Esa noche tomé ron y en la mañana me serví un gran desayuno: frejoles, tocinos y pasteles —tragué como un cerdo—; tremendo error. Como había demasiados participantes, se improvisó una prueba de natación para reducir el número; tenía que nadar sesenta metros —con plomo en la cintura. Entre los excesos del paladar y la resaca del ron jamaiquino me detuve antes de acabar, y con tanto plomo, empecé a hundirme; fallé la prueba. Nunca he sido un gran nadador, pero no era una prueba difícil en circunstancias normales, quedé molesto y decidí intentarlo a la mañana siguiente. Para pasar el control, esa noche no bebí alcohol, y en la mañana, me serví un desayuno frugal. Ese día no hubo necesidad de competir por un cupo disponible; recibí las lecciones para descender doce metros en la búsqueda de un naufragio. Fue una bonita experiencia, me gustó, pero no lo suficiente como para continuar practicándolo.

Terminadas unas cortas vacaciones, ella regresó a Norteamérica y, como yo andaba con tiempo libre, decidí quedarme un par de días en Montego Bay para explorar sus playas y conocer algo más sobre su gente e idiosincrasia. Lo que me gusta hacer mientras viajo es encontrar gente dispuesta a entablar una conversación, preguntar sobre la vida alrededor y aprender de su cultura. Caminando por una playa pública, me detuve a conversar con alguien que interactuó conmigo. Me preguntó por mi nacionalidad y le hablé de mi patria, que relacionó con el tráfico de cocaína; lo único que había aprendido sobre un país lleno de historia. Ofreció compartir un poco de yerba y acepté feliz; fumé como lo hacía una gran mayoría en esa bella isla.

Después de conversar tonterías, me dijo que le debía veinte dólares. Eso me indignó y no se lo permití, le hablé sobre cómo se debe tratar a los visitantes y que era inadmisible ese chantaje barato. Cambió de táctica y me habló de su difícil situación económica, con hijos hambrientos esperando en casa, trataba de conectar con mi sensibilidad. Al negarle por segunda vez el cobro, abrió un cuchillo de bolsillo y amenazó con cortarme. Estábamos en una playa popular, y no me asusté; sabía que no iba a acuchillarme, no entre tanto público, solo era un bluff2, agarré una piedra y lo enfrenté, con risas de ambas partes por lo ridículo de la situación. Luego, humillado y sin integridad, cambió otra vez y empezó a rogar, le di cinco dólares para deshacerme de él.

Luego conocí a Johnny, otro jamaiquino en busca de unos cuantos dólares. Él me pareció divertido, y ofreció un recorrido por una plantación de marihuana; acepté, iría a visitarla para tomar fotos y mostrarlas en Lima —para fanfarronear. Esa noche bebimos cerveza y fumamos yerba mientras planeábamos la visita. Aprovechando mi estado alterado, pidió un adelanto, y a Johnny no lo volví a ver nunca más.

La tarde siguiente, fui al estadio a ver un partido de fútbol, y sin conocer a nadie, fumaba la yerba que corría a diestra y siniestra. Escuché mucho reggae, vi peleas de gallos de a pico, jugué fútbol-playa con algunos brasileños e intenté esquí acuático, pero fue tan breve que me reí de la torpeza. Al final, conocí algo del auténtico Jamaica, y cómo dicen ellos: ¡respect3!

Durante muchos años, mantuve esta relación con Kat en secreto, veía algo sórdido en ella y no quería ser malinterpretado como un aprovechador. Solo disfrutaba el tiempo con ella en esa etapa de mi vida.

En los años que siguieron, Kat siempre iba y venía; luego, desaparecía para reencontrarnos una vez más. En la actualidad, no sé nada de ella, y a pesar de los esfuerzos por ubicarla, no logro dar con su paradero y me temo que algo malo pueda haberle ocurrido.

Notas

1 «Yerba», en inglés.
2 Del holandés bluffen, alardear.
3 «¡Respeto!» en inglés.

(Extracto del libro «La Página en la puerta», de próxima publicación)