Hace unos días mis pasos me llevaron a un lugar donde la edad va velando los recuerdos. Era una de esas tardes de otoño que se ponen tristonas cuando caen los primeros fríos y la lluvia te sorprende con las defensas bajas debido a un amor mal curado.

Se callan los pájaros
porque llueve mucho.
Y porque sigue lloviendo,
está la calle triste
y, de tristeza, cierran
las cafeterías,
se apaga el rumor del mar
y se abaten las persianas
de la pasión.

Y es que en otro tiempo en que todo hermoso, nos reuníamos un grupo de amigos para tomar unas cervezas en un bar cercano a la estación de Castelldefels. Siempre los trenes han tenido un gran atractivo para mí, aunque ahora las estaciones han perdido su toque soñador y asemejan salas de espera de cualquier hospital público. Los apeaderos aún me parecen más feos e impersonales.

Ahora, con la indulgencia que pone el tiempo, ya puedo confesarlo: muchas veces íbamos al bar para encontrarnos con la camarera.

Lucía tenía un atractivo de lo más normal; son ese tipo de bellezas que calan porque son cercanas y son naturales, como natural y cercano es cuando sucede un amanecer, la vida o un afecto. Nunca me han gustado esas modelos perfectamente cinceladas, con todo tan bien puesto que parecen de serie.

Lucía era, además, una gran conversadora, pero siempre mantenía una sutil distancia con nosotros, incluso marcando límites, hacía que te sintieras acogido.

Un año, al volver de mis vacaciones de verano, encontré el bar cerrado, lo comenté con mis amigos y ninguno supo darme razón. Varias veces regresé, inútilmente, para hallar alguna nota en la puerta que explicara su ausencia; tampoco los vecinos supieron decirme el motivo del cierre. Ya no volví a ver a Lucía.

Ha pasado media vida y Lucía, casualmente, se ha mudado a un piso cercano a donde vivo. La veo desde la ventana de la habitación adonde pergeño estas croniquillas, y el lugar en el cual algún día espero que la poesía se apiade de mí y venga a verme.

Ella vive con un hijo grandón de unos treinta y tantos años, del que no sé mucho más, ni siquiera cuál es su nombre, pero debe de tener una enfermedad mental que desconozco. El muchacho pasa algunos ratos a solas, a veces grita, canta, come con avidez y en soledad.

Lucía siempre regresa por la tarde, y muchas veces en su balcón, sobre todo cuando hace buen tiempo, baila con el chico, abrazados los dos, durante mucho rato. Los veo; hoy al anochecer he oído un bolero:

Cuando llegó la noche,
apareció la luna
y entró por la ventana,
que cosa más bonita
cuando la luz del cielo
acarició tu cara.

Al muchacho se le ve feliz; Lucía sigue estando naturalmente guapa.

Y percibo cómo la poesía, magnánima, ha venido a visitarme durante muchos crepúsculos, aunque ahora, para mi desgracia, resulta que mis torpes palabras no saben interpretarla.

Epílogo

Hace mucho tiempo —demasiado— que no veo al hijo de Lucía en el balcón. Ni a ella cuando la tarde desde su bulevar poniente derrama sus amarillos, los naranjas y algún púrpura.

Un silencio agobiante ha inundado el patio de vecinos, donde solo el ruido destemplado y sin alma de una obra cercana rompe la monotonía en unos días bochornosos, adonde el verano se asoma atemorizado en esta pandemia que no cesa y juega con nosotros de forma macabra.

Observo las puertas cerradas y las persianas bajadas. Temo que la ausencia sea definitiva.

De pronto caigo en la cuenta de que es la segunda vez que desaparece, ahora tal vez ya para siempre y, temo, que no habrá otra «media vida» para encontrarla.

Anoche, mientras miraba su balcón ya sin abrazos ni boleros, recordé una frase que escuché en la película 2046 en la cual un escritor que creía escribir sobre el futuro, en realidad estaba escribiendo del pasado. Todos los que marchan hacia 2046 —el futuro—comparten el mismo objetivo, quieren recuperar la memoria perdida. «Todos los recuerdos son surcos de lágrimas» fue la expresión que me cautivó.

Wong Kar-wai, su director, nos hace reflexionar con una puesta en escena de belleza desbordante y arrolladora, en donde el viaje de la vida nos lleva al lugar en que los recuerdos permanecen inmutables, muchas veces, esclavizándonos emocionalmente, mientras nuestro cuerpo se consume y ya nunca encontraremos el amor que pudo haber sido.