Aquí no me siguen

En la Ciudad de México no hay iguanas. Las que sí llegan, terminan hechas taco en los puestos de comida capitalinos, pero la verdad es poco frecuente. No es como en el sur, que las encuentras a granel tomando el sol hasta en los estacionamientos. Entre las piedras, sobre la carretera, echadas entre las ramas de los árboles, son observadoras discretas de una vida que no les pertenece. Así me lo parecieron cuando las vi por primera vez. Por eso prefiero la ciudad. Aquí no me siguen con la mirada.

Nunca pudo

Ya estábamos grandes. Nos iba bien, pero nuestros proyectos de vida profesional se habían puesto en medio de la intención de formar una familia. Aunque no lo decía, ella siempre quiso ser mamá. Escondía su necesidad de ser madre detrás de un muro frío y muy sobrio de una mujer comprometida con su profesión. En las noches, varias veces la escuché llorar porque nunca pudo embarazarse.

Lo intentamos. Vaya que lo intentamos. Pero nunca tuvimos éxito. Aunque vivíamos en un departamento propio en la Narvarte, nunca nos alcanzó para cubrir los tratamientos de fertilidad. En el hospital no nos los podían dar, tampoco, a pesar de que cubríamos dos turnos como médicos de tiempo completo. Una noche, después de que se desmaquilló, me miró a la cara. Estaba ojerosa:

—Quiero un bebé. Vamos a adoptar.

No me consultó. Ni siquiera pidió mi opinión. Ante su decisión terminante, no pude decirle nada. Lo iba a hacer de todas formas. A pesar de las canas que ya le asomaban en la línea del cabello. A pesar de la renuencia de sus padres, de sus primos, de su hermana. A pesar, incluso, de la contraindicación de ginecólogos amigos nuestros. La sentí tan cansada, tan enojada, que en ese momento no la cuestioné. Con los años me he dado cuenta de que ésa fue mi única oportunidad para pararla en seco. No lo hice, y me arrepiento.

Tramitología

Yo tenía 45. Ella recién había cruzado los 40. Cuando iniciamos la tramitología, la casa de cuna nos miró con sospecha. Escuché por error a la encargada dudar sobre si nuestro proceso sería exitoso. Un par de meses más tarde, vi la franca sorpresa en su rostro cuando sí lo fue.

—Muchas felicidades —nos dijo con frialdad institucional—. Su chiquita ya estará pronto en casa con ustedes.

En el coche, de camino de regreso, ninguno de los dos dijo nada. Cuando nos encontramos en la cama otra vez, los dos sin poder cerrar los ojos a las 3 de la madrugada, sencillamente le dije:

—No quiero que lleve mi apellido.

Se quedó callada. En toda la noche no dijo nada. No opuso resistencia. Dudé de si durmió algo en toda la noche, porque tenía los ojos cerrados y respiraba tranquila debajo de las sábanas. Pero yo sabía que estaba inquieta. Después de tantos años de matrimonio, sin embargo, había sombras de ella que se me seguían escapando. Fue hasta el día siguiente, antes de salir cada quién a su consultorio, que me dijo detrás del cubrebocas, a manera de despedida:

—Está bien. Se va a llamar Esperanza.

Esa noche, después de acostarnos, soñé con una mujer desnuda envuelta en llamas. En completo silencio, llevaba en brazos a una niña envuelta con una sábana gris. «Escúchala», me dijo, bien clarito. Me desperté con el corazón a todo galope.

Pesada, pesada, pesada

La persona de la casa de cuna llegó al mediodía siguiente. Era sábado. Mi mujer no estaba, así que tuve que bajar yo solo. Venía en una camioneta con la insignia de la institución estatal. Cuando me vio, la encargada se bajó del coche con una sonrisa plástica en el rostro. En la parte de atrás, traía un moisés discreto. Adentro estaba Esperanza.

Un hombre fornido le ayudó a bajarla con todo el moisés. Me di cuenta de que tenía un tatuaje de iguana a lo largo del antebrazo. El diseño me clavó la mirada, como si supiera que no quería a la niña, que esto me parecía absurdo, que me sentía viejo, que ya no estaba fuerte y nunca lo había estado realmente, que me aterraba la idea de ser padre. Al entregarme a la niña, se sentía pesada, pesada, pesada. No lloraba. Parecía no respirar, tampoco. Antes de que se fueran, empezó a llover muy suavemente, como si la carita de Esperanza tuviera que limpiarse. Sentí un escalofrío. «Escúchala», escuché clarito detrás de un trueno. Cuando volví la mirada a la calle, la camioneta había desaparecido.