En la niñez las amistades nacen en los lugares y grupos que frecuentamos: el colegio, la calle donde vivimos y las reuniones con los amigos y/o colegas de nuestros padres. Si algo de esto cambia (nos mudamos o se reducen los contactos), lo natural es que los perdamos. En mi caso, a pesar de dichos cambios, mantuve la amistad con «Sapito» desde los nueve hasta la edad universitaria. Hoy en día él vive fuera al igual que tantos, pero nos hablamos con cierta frecuencia y recordamos las mil travesuras que hicimos. No olvido tampoco su pasión por el género de terror, y cómo quería que viéramos una y otra vez las mismas películas que grababa en su Betamax o VHS. Por todas partes él imaginaba monstruos y muchos de nuestros juegos buscaban recrear las mejores escenas del filme del momento. Para mí era algo sumamente divertido y, aunque no me hizo fan del género, sí fortaleció nuestra amistad y mi naciente cinefilia.

La mejor época fue cuando coincidimos en la misma zona de Caracas: él vivía con su familia en el edificio Las Américas de la Rómulo Gallegos y yo a pocas cuadras. Muchas tardes, después de clases o en algunos feriados o vacaciones, nos encontrábamos. Sus padres (QEPD), su tía y su hermano mayor, me recibían con cariño en su casa, por lo cual siempre les estaré agradecido. Una vez, recuerdo que era una madrugada tranquila y silenciosa y estábamos fastidiados. Sapito se consiguió con un paquete de «triquitraquis» (fuegos artificiales muy ruidosos) que no fueron usados en las últimas Navidades y tuvo la idea de despertar a los vecinos. Nos pasamos al edificio de al lado (en la Venezuela de los ochenta los muros eran fáciles de saltar y no existían cercados eléctricos) y en el estacionamiento los hicimos estallar corriendo de regreso. Ya podíamos dormir en medio de las carcajadas por haber asustado a unos cuantos. Al día siguiente, en el desayuno, la madre nos preguntó si habíamos escuchado un tiroteo nocturno. Nosotros de inmediato lo negamos, y ella terminó el cuento diciendo: «me asomé para mirar el estacionamiento del edificio de al lado y vi una pareja que salía de un vehículo y se lanzaban al suelo aterrorizados». ¡Éramos tremendos!

Una de las tantas cosas buenas de no haber nacido en los tiempos de internet, es haber disfrutado la expectativa de un estreno, el impacto de una noticia escuchada por la radio o la televisión, y la difícil búsqueda de la información que podría equipararse a la de un tesoro (siendo sinceros esto último no lo extraño tanto). El tiempo pasaba lento, y al no contar con celulares o tabletas, internet o decenas de canales, los niños gustaban más de los juegos al aire libre. Pero la TV, no dejo de afirmarlo, era una de las principales ventanas para conocer el buen cine. Viejas películas se mostraban como novedades, o por lo menos para nosotros lo eran.

Vivíamos todas las etapas del género de terror de manera concentrada: los monstruos clásicos de los Estudios Universal de la década de los 30 y más allá, junto a todos los subgéneros ligados a lo apocalíptico y la ciencia ficción.

A finales de los setenta y principios de los ochenta hubo un renacer del cine de vampiros y hombres lobos. La TV aprovechó ese boom y se apoyó en los clásicos. No nos perdíamos ni uno solo y nuestro preferido por un tiempo fue Drácula, príncipe de las tinieblas (Terence Fisher, 1965) personificado por Christopher Lee. En esos días fuimos al Junquito Country Club (frente al pueblo del mismo nombre) y en un ambiente tenebroso de neblina, pinos y casas que parecían abandonadas, inventábamos historias de miedo. Hasta intenté mi primer escrito titulado Drácula en Venezuela.

A Sapito siempre le ha gustado mucho la música pop-rock, sobre todo esa maravilla de los ochenta que fue el subgénero new wave; y las bandas sonoras de las películas. Una vez creo que puso más de veinte veces el inicio de Cazadores del Arca Perdida (Steven Spielberg, 1981) para escuchar el tema principal compuesto por John Williams. Y claro, yo no puedo olvidar esa primera escena en la que Indiana Jones huye de una gran esfera de piedra. Asistimos al estreno de El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983) en el Cine Altamira; pero antes, en 1980, vivimos la mayor fiebre de Star Wars con El Imperio contraataca (Irvin Kershner) y «pedimos al Niño Jesús» el regalo de sus figuras y naves. A él le trajeron el Halcón Milenario junto a muchos de sus personajes, a mí solo algunas figuras, pero como ya tenía una nave enorme de otra Navidad (El Águila de la serie de TV: Space 1999) la incorporé a los juegos. Ese diciembre llenamos la sala de mi casa con todos esos juguetes recreando muchos momentos de la saga, mientras al fondo sonaba una banda de rock que habíamos descubierto hace poco: Queen.

El 24 de diciembre de 1981 fue un día especial, porque mi madre me dejó corretear todo un día - ¡sin su vigilancia! - por un centro comercial con Sapito. Se daban ciertas condiciones que lo permitieron: ella y la madre de mi amigo trabajarían todo el día en dos tiendas diferentes del Paseo Las Mercedes y estábamos obligados a reportarnos cada tanto tiempo. ¡Un día entero en ese lugar que me gustaba tanto por sus jugueterías, librerías, tiendas de música y video! Adornos y música navideña por doquier y la gente comprando a manos llenas en comercios abarrotados de mercancías. La economía estaba herida pero no había llegado el Viernes Negro. A la hora del almuerzo compramos nuestras hamburguesas y nos sentamos frente a una vidriera donde había un gran televisor que pasaba una película en video de ese año, que para más alegría era de terror: Un hombre lobo americano en Londres (John Landis).

No todo siempre salía bien y ahora pienso que tuvimos mucha suerte. En una ocasión Sapito me vio del otro lado de la calle y pasó sin mirar. Me di cuenta que venía una moto a toda velocidad, le grité de inmediato: ¡No pases! Y la motocicleta casi lo atropella, tanto que el motorizado se devolvió y le preguntó temblando: «¿estás bien?» En otro momento jugábamos en una pequeña colina que quedaba detrás del edificio junto a una quebrada (en la cual por cierto vi construir todo un barrio popular desde la primera casa), y Sapito se calló clavándose una vara en el estómago. Esa vez nos asustamos bastante pero no fue grave. Yo tengo una cicatriz en mi rodilla (bueno, un poco más arriba porque crecí) de una fuerte caída.

Muy probablemente la peor broma que hicimos fue cuando le dimos un buen susto a una señora, mucho peor que el «tiroteo» de los «triquitraquis». Inventamos hacer una escena de muerte: Sapito se puso dentro de unas cajas pero dejando solo las piernas afuera, en medio de un basurero de la calle. Yo me hacía el consternado mirando las piernas inmóviles. Una mujer se detuvo y empezó casi a gritar «porque había un niño muerto entre las cajas», fue el momento en que Sapito salió con gran estrépito y a la mujer casi le da un infarto. El regaño sería grande.

Las amistades de la infancia tienen un lugar importante en nuestros afectos y memorias. Ellas marcan nuestra personalidad. Quiero pensar que el cultivo del misterio y las historias de terror nos ayudan a manejar mejor los temores de la vida. Nos evitan el ser sus víctimas. Nos inspiran el aprendizaje como si fuéramos van Helsing. Incluso son un pretexto para transformarlos creativamente. Sean ciertas o no estas ideas, la verdad es que tuve una infancia feliz y por ello le estoy agradecido a Dios y a mucha gente. Estas semblanzas en vida de sus protagonistas son una forma de darles las gracias; y hoy le ha tocado a mi gran amigo Francisco Marturet, bautizado por su madre con el sobrenombre de Sapito. Sobrenombre que nunca ha dejado de usar y al llamar a la casa en los tiempos que acabamos de recordar; aunque le atendió el esposo de mi abuela materna, un hombre muy educado y serio, este terminaría avisándome: «Lo llama por teléfono el señor Sapito».