Publico este relato inédito, escrito en julio de 2005, inspirado en Isabel Sánchez Cerrajero. Sirva de homenaje tras su fallecimiento el pasado 09 de agosto. También como agradecimiento a los años compartidos, a las alegrías y las tristezas vividas, pero, sobre todo, a su inmensa generosidad y a esa sensibilidad tan especial que solo tienen las almas puras y agrestes.

Recuperar-te per la fe, per la constancia,
amb els versos justos per intuir
la nimietat de les penes
que desfilen arran d’esguard
amb llurs minuts lentíssims I espessos.

Alçar una alba que sia amagatall
d’allò que les ferides defugiren
amb un aclucar el mòn
i un no fer-se pàn ic de l’adéu absolut, de les tenebres,
d’ençà les incògnites de la naixença.

Això és: cicatritzar-te els dies con nafres malcurades.

(Òscar Aguilera. «Constancia de les hores mudes». 2002)

Solamente se conformaba con que su jornada fuera como la anterior. Por eso, se dispuso a cerrar la puerta de un golpe, mirar si sus zapatos negros brillaban hasta reflejarla y alejarse de su casa con cierto aire de desdén. Repitiendo, con todo ello, el mismo ritual de todas las tardes.

Encaró la calle sin pararse a mirar a los demás, pero sí observando la vida, las acciones, los gestos, los detalles, los significados de las palabras no escritas, el sentido de las acciones sugeridas, pero no visibles. Y así caminó un largo trecho. Un nuevo viaje errático.

Maldijo cuando algo pareció esconderse debajo de uno de sus pies tras una zancada milimétricamente igual a la anterior. El sonido de un crujir extraño pareció paralizar la maquinaria que hace unos minutos había puesto a funcionar para ir a algún lugar.

La ansiedad y la incertidumbre generadas, al pensar que había pisado algo desagradable, cesaron cuando, al levantar su pie, observó una foto antigua arrugada, amarillenta y rasgada.

La curiosidad hizo que se agachara a observarla más de cerca y pudo ver que solo eran apreciables dos manos entrelazadas, como si su propietario estuviese rogando que sucediera algo o que cesara algún mal, como si entregase su porvenir a algún designio divino. El resto de la foto estaba tan deteriorado que nada podía verse, solo esas dos manos masculinas. Nada más.

¿Dónde estaría el dueño de esas manos? ¿Por qué se encontraban entrelazadas? ¿Fueron escuchados sus ruegos? Daba igual, la estampa le parecía tan hermosa que la guardó en un bolsillo de sus pantalones negros para, más tarde, incorporarla a su álbum de curiosidades. Álbum que llevaba tanto tiempo construyendo con los trozos de vida que salían a su paso.

Siguió caminando por las calles de una ciudad que parecía ir derritiéndose según iba calentando más y más el sol, hasta dar la sensación de que la gente, los edificios y las cosas se iban viendo borrosas a medida que iban siendo reblandecidas por el calor.

En su huida atravesó calles que la llevaban a los arrabales más alejados y abandonados de la ciudad, donde el ambiente seguramente sería más tranquilo y respirable. Tras unos edificios casi en ruinas, encontró un lugar de sombra donde poderse sentar para perderse con sus pensamientos.

Encontró acomodo en una acolchonada y ajada piedra que hasta tenía forma de diván. Seguramente el desgaste de la piedra era la firma que, en este trozo de muralla, habían dejado algunas parejas de amantes en sus intensas estancias desde el ocaso al alba.

Se sintió a gusto, estaban solo ella y su soledad. Esta era una vieja amiga que la solía acompañar. Fiel consejera, camarada insobornable y cómplice de su vida, pero, en ocasiones, parecía pesar demasiado.

La intimidad, la soledad, que en un principio diversifica y temporiza de forma agradable la vida y se asemeja a una seductora aventura, llega a convertirse en un laberinto con difícil salida hasta que, el pasar del tiempo, hace que llegue a ser una situación sencillamente insoportable.

Pero todo tiene sentido mientras transcurre, mientras la vida pasa, cualquier hoja caída de un árbol puede convertirse en un terremoto que todo lo cambie o, sino todo, sí lo accesorio, dejando el alma desnuda, respetando lo fundamental del ser, para que las paredes del alma puedan volver a reverdecer con un musgo de esperanza y reencontrarse cara a cara con lo que uno realmente es.

Así es la intimidad del solitario que, mientras espera que reverdezca su alma, se siente examinado con extremo interés y curiosidad por el resto, lo que hace que se adivinen en los demás intenciones secretas, latentes, y llega a dar la sensación de que se manifestaran en un momento determinado de forma súbita.

Allí sentada siguió transcurriendo el tiempo como si no fuese tal. Al rato, junto a ella, se sentó con sigilo un muchacho. Tan silenciosa fue su aparición que ella no se dio cuenta de su presencia hasta que él preguntó, «¿dónde vamos ahora?».

Ella no contestó y él permaneció también en silencio. Así estuvieron los dos largo rato, sentados en una confortable piedra que formó parte de la antigua muralla de la ciudad. Guardaron silencio y perdían sus miradas buscando algo que encontrar. La ciudad apenas les era visible, blancas y espumosas nubes parecían no moverse. No se movía ni una hoja, ni una rama, nada. Abajo se difuminaba la ciudad ya casi derretida por completo. Todo parecía estar en paz, la paz de ese sueño eterno que nos espera a todos. La silenciosa monotonía que estará presente cuando ya no existamos, cuando todo será común, constante, en una completa indiferencia para la vida y para la muerte de cada uno de nosotros, de ellos. Quizá, oculto en todo esto, este presente la garantía de nuestra salvación, de la salvación de ellos, de la felicidad escondida en el movimiento incesante de la vida sobre el mundo, movimiento que no percibimos. Allí estaban sentados.

Ella continuó cambiando ideas de lugar en su cabeza, pensó en lo hermoso que es todo lo que existe en el mundo cuando se refleja en nosotros mismos, en nuestro espíritu. Todo lo que existe cuando olvidamos nuestra dignidad y en los altos designios de nuestro existir. Durante largo rato los dos guardaron silencio.

Silencio roto por el rumor de una conversación que se adivinaba a lo lejos en un tono obsceno y que, al parecer, trataba de negocios, de bienes tangibles, de bienes vulgares y de la lucha que se traen muchos hombres por almacenar medallas que se oxidan. ¡Qué forma tan salvaje de expresarse! ¡Que imagen tan falta de interés! Las ganas de tener, el afán de ser, la avaricia, el egoísmo, el orgullo, la falsedad… y, sobre todo, el continuo charlar siempre sobre lo mismo sin pararse a sentir nada más. Todo aquello que absorbe la mayoría del tiempo del ser humano, la mayor parte de todas sus fuerzas y, al final del camino ¿qué queda de todo ello?… nada, una vida servil, balcanizada, fragmentada y trivial… una cárcel de la que no se puede salir indemne.

Volvieron a refugiarse en su silencio, como si de una guarida se tratase, su trinchera para la guerra, su hogar para vivir, su vehículo para viajar sin moverse. Pensando en que todos tenemos, al menos, dos vidas, una franca, abierta, por todos relativamente conocida. La otra vida siempre deslizada en un lugar secreto y solamente en las circunstancias poco comunes, en las excepcionales, se manifiestan y se pueden conocer las cosas de la vida que tienen verdadero valor, valor de verdad.

El estuche donde se guarda lo real está escondido a los ojos de los demás. Cada uno vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche o de espaldas al mundo. La personalidad está siempre oculta, por eso todo ser humano cabal es celoso de que su vida sea respetada.

De repente, mientras los dos iban acomodando sus ideas en la cabeza, él comenzó a susurrar con una casi imperceptible voz:

Entrelazo mis manos porque
no puedo las tuyas entrelazar,
y quiero que así permanezcan
para poder crear mi realidad
imaginándote a mí entrelazada.
Dos manos entrelazadas,
dos bocas que se funden.
Y un sueño hecho realidad.

Ella no quiso prestar atención a lo que su compañero de butaca recitó, pero, a pesar de su mediocridad, no pudo evitar escucharlo y acordarse de la foto que guardaba en su bolsillo. Casi sin querer esbozó una medio sonrisa, pero no dijo nada.

Él la miró, se dio cuenta de su gesto y añadió:

«Si fuera recta la vía nunca descarrilaría el vagón».1 No creas soy un loco que viene buscando algo o simplemente quiere arrojar fuera de sí sus simplezas. Solamente busco algo que es mío, busco a la luna. Todos los días me recorro la ciudad para conseguir verla más de cerca e intentar seducirla, porque sé que me pertenece. No quiero nada de este mundo, nada me satisface, solo me llena un tremendo afán de imposible. Lo que está al alcance del hombre normal es solo burocracia o, si se prefiere, formalismos que nada tienen que ver con lo que somos antes de nacer. Lo malo es que desde el momento que dejamos la placenta nos empezamos a desvirtuar. Antes de nacer, o mejor, antes de hacernos presentes en este mundo, habitamos en una casa viviente. Sí, viviente, y lo es no porque este formada de tejidos humanos, sino porque esos tejidos representan sentimientos, por ello, llegamos a nacer. De esto se deduce que, el ser humano es un ser de amor, que vive en el amor, ¡pero solo en su origen! Que injusticia, solo al principio de la vida y luego nos sueltan para que el resto de nuestra vida nos lo pasemos buscándole. ¡Nos expulsan del tejido de felicidad! «Amor y placenta, amor placentero».2 ¿Y cómo hacemos para buscar esa pasión de la que somos fruto? Conformarnos con lo tangible y mundano, ¡que triste y que vulgar! Por eso solo me mueve un inagotable deseo de alcanzar lo imposible. Eso es lo que de verdad tiene sentido. Sé que algún día conquistare a la luna, mientras tanto «me como la paciencia rebozada en fe».3

Tras aquel monólogo ella no dijo nada, lo había escuchado, pero de su mirada y de su gesto no podía concluirse nada. Y si nada se demuestra, nada existe.

Él la buscaba con los ojos, no para encontrar su aprobación, sino para retroalimentarse y encontrar alimento para seguir con su discurso. Nada. No había ningún indicio que le aclarase nada. Nada de nada, lo cual ya es algo, porque la nada no es sinónimo de lo vacío, por lo tanto, algo habría, pero de ello no se sabía nada. La nada está llena a rebosar de nada.

Él añadió: «No te excuses por vivir, no importa».4

Respetó su silencio y lo mantuvieron ambos largo rato, no se sabe en qué pensaban. Y transcurrido un espacio de tiempo mayor al anterior, él afirmó:

No tengo tiempo que perder, mi tiempo no es el convenido por los relojes y he de irme en breve. Tengo que seguir buscando a la luna para seducirla y hacerla mía. Ese es mi trabajo. ¿Dónde vamos ahora?

Ella, que seguía dando vueltas a su nada, introdujo su mano en el bolsillo del pantalón y, olvidándose de que aquella foto debía engrosar su álbum de vida, se la entregó al muchacho que amaba a la luna. Mientras se la daba, le miró fijamente con los ojos abiertos como panes y el gesto neutro. Justo antes de dejar de posar sus ojos en los de él, su mirada pareció cambiar y transmitir cierto sentimiento, como si sus pupilas fuesen los brazos de un pulpo que intentaban abrazarlo. Él sintió algo parecido a una descarga eléctrica. Desde ese momento tenía la certeza de que encontraría y conseguiría la luna. Se levantó, agradeció en voz queda el detalle y preguntó con voz firme: «¿Dónde vamos ahora?».

Se dio media vuelta y comenzó a alejarse. Mientras iba desapareciendo, ella lo miró y decidió incorporarlo a partir de ese momento a su nada. Los minutos siguieron pasando y allí permaneció sola.

Ya estaba anocheciendo, parecía que empezaba a refrescar. Se irguió de repente y como si ya tuviese decidida si ruta, comenzó a buscar las angostas calles que la llevarían al centro de la ciudad.

La firmeza y seguridad de su paso indicaban que sus pensamientos anteriores le habían dejado claro qué tenía que hacer ahora y dónde debía ir. No era verdad, esa seguridad no era cierta, su camino, como siempre, era un viaje errático.

Se adentró en calles atestadas de gente, cruzó el centro de la ciudad, atravesó los barrios más ricos y también los más pobres, sin parar de observar todo lo que había a su alrededor, toda la gente que se cruzaba en su camino. Sin mediar palabra con nadie, de vez en cuando, se le adivinaban gestos de aprobación, de desaprobación, de complicidad, de aprecio, de asco, de desagrado, de agrado y de desdén en su rostro.

Era ya de noche, por ello se encontró con que era la única persona que estaba dentro del funicular para subir a la parte alta del centro de la ciudad. Aun así, decidió refugiarse en un rincón del receptáculo de tan arcaico artefacto. Mientras subía, se escuchaba el metal del aparato cortar el aire, sonido que era constantemente interrumpido por el choque de cuerdas metálicas con los laterales del ingenio. Permaneció en su rincón, impertérrita, pero intentando adivinar si esos sonidos la estaban queriendo decir algo.

Llegó al final de la travesía, salió de la bestia creada por humanos como si fuese un cuerpo que sale de la boca de una ballena. Se paró, levantó la cabeza, miró a los lados de soslayo, giró a la izquierda y se encontró con la gran balaustrada desde la que se podía contemplar la ciudad como si de una gran fundición industrial se tratara, fundición de personas, de individuos que perdían su individualidad, es decir, su valor, cuando se les veía desde esa panorámica. Apoyando sus dos manos en esa barandilla se asomaron ella y su nada.

Mantuvo la misma actitud que toda la tarde, el mismo gesto, pero algo había cambiado. Era una noche especialmente oscura, a pesar de que las estrellas parecían brillar más que nunca. Recordó toda su jornada, repasó casi uno por uno los minutos de esa tarde. Se agarró todo lo que fuerte que pudo al frío metal. Compuso una sonrisa tímida que más tarde creció mostrando sus dientes. Al terminar el alegre gesto, su cara reflejaba un sentimiento de satisfacción, más de complacencia que de alegría. Una ráfaga de viento le movió el negro flequillo mostrando su frente y algunos mechones laterales de su media melena le taparon la cara. Con un gesto travieso devolvió el cabello a su lugar. Se mantuvo la expresión de placer en su cara. Encendió un Camel, comenzó a fumar echando el humo hacía arriba con la boca casi cerrada. Aumentó la sensación de satisfacción y contempló una ciudad que cada vez se hacía menos visible porque esa noche no había salido la luna. A ella le tocaba ahora ocupar su lugar.

San Sebastián de los Reyes, 28 de julio de 2005.

Notas

1 Josele Santiago (Los Enemigos). «Por qué no me vuelvo al pueblo», del álbum Sursum Corda (1994).
2 Fernando Alfaro (Chucho). «San Juan Autista», del álbum cuádruple Los diarios de petróleo. Fragmento II (2001).
3 Josele Santiago (Los Enemigos). «Héroe o basura», del álbum Nada (1999).
4 Josele Santiago (Los Enemigos). «No importa», del álbum Tras el último no va nadie (1994).