En esas tardes de pandemia permanente, el aislamiento se añadía al hecho de que ya casi soy octogenario. Entonces, el único entretenimiento social restante, era caminar con un amigo, por un bosque dedicado a la meditación y la reflexión espiritual, que está muy cerca de donde vivimos. Y las caminatas se volvieron unos inéditos diálogos de Platón. Porque hablábamos, particularmente, sobre la naturaleza de la existencia y la condición de estar vivo, visto por ambos con la calma de la senectud, sin apuros de agenda, sin deseos de sobresalir, acumular o de procreación.

Además, el bosque en sí, con sus varios lagos, vida silvestre y frondosos personajes, era un escenario maravilloso para enfocarnos en estas conversaciones. Compartíamos información de las fronteras del conocimiento y noticias que descubríamos en el Internet. Cosas así, como, por ejemplo, tratar de explicar el origen del universo y la interacción y función de sus varios elementos constituyentes.

Un día hablábamos sobre los billones de billones de células coordinadas, que forman nuestros cuerpos, o sobre las redes miceliales que comunican los árboles en su mundo de raíces, bajo tierra, y como los árboles más fuertes las utilizan para nutrir a los débiles. O incursionábamos en temas sobre partículas subatómicas, donde no se aplicaban las leyes Newtonianas, porque tienen su propio movimiento, la llamada «materia activa».

De ahí pasábamos a comentar, sobre los últimos descubrimientos relacionados con los ftalatos, químicos usados para suavizar el plástico, que están distribuidos ampliamente en los tejidos humanos, y sobre su impacto negativo en la capacidad natatoria de los espermatozoides y por lo tanto la fecundidad humana. Y derivábamos hacía unos artículos recientes en The Lancet sobre la disminución de la población humana.

Mi amigo comentó que había leído, que el siglo XX presentó la mayor expansión poblacional humana conocida, de 1.6 mil millones en 1900 a 6 mil millones en el 2000, a medida que la longitud de vida se alargaba y la mortalidad infantil disminuía. Y que, en algunos países, que representan alrededor de un tercio de la población mundial, esas dinámicas de crecimiento todavía siguen en juego. Según la información que leyó, para finales de siglo, Nigeria podría superar a China en población; de hecho, en todo el África subsahariana, las familias siguen teniendo cuatro o cinco hijos.

Pero también ambos habíamos leído que estudios demográficos muestran, que hoy en día, los países se enfrentan al estancamiento de la población y a un colapso de la fertilidad, a un retroceso vertiginoso y sin igual en la historia registrada, que hará que las fiestas de primer cumpleaños sean un espectáculo más raro que los funerales, y que las casas vacías sean una pesadilla común. Predicen que, para la segunda mitad del siglo, o posiblemente antes, la población mundial entrará por primera vez en un declive sostenido.

Interpretábamos esto, entre paso y paso de nuestra caminata, que un planeta con menos gente podría aliviar la presión sobre los recursos, frenar el impacto destructivo del cambio climático y reducir las cargas domésticas para las mujeres.

Pero a su vez, las tasas más lentas de crecimiento de la población durante muchas décadas (como proyectan los últimos censos de China y Estados Unidos) auguran ajustes difíciles de entender. Y debatíamos al andar, sobre lo que representaría una combinación de vidas más largas y baja fecundidad, o sea menos trabajadores y más jubilados como nosotros, lo cual trastocaría la forma en que se organiza la sociedad, en torno a la noción de que un excedente de jóvenes impulsa las economías y ayuda a pagar por los ancianos. Porque según las proyecciones de un equipo internacional de científicos, publicadas el año pasado en la revista científica inglesa, The Lancet, para el año 2100, habría 183 países y territorios —de un total de 195— con tasas de fertilidad por debajo del nivel de reemplazo.

Nos reíamos y nos preocupábamos a la vez, por tanta cosa en vitrina y tan poco tiempo que nos quedaba para verlo, vivirlo y mucho menos entenderlo. El modelo de The Lancet mostraba una disminución especialmente pronunciada para China, proyectándose un colapso poblacional de los 1.41 mil millones actuales a unos 730 millones para el 2100. ¡O sea que en China para esa fecha habría tantos jóvenes de 85 años como de 18!

Incluso, comentó riéndose mi amigo, que las estadísticas muestran que ya hoy en día, en Japón, se venden más pañales para adultos que para bebés y los municipios se han consolidado a medida que las ciudades envejecen y se reducen. Y que, en Suecia, ya algunas ciudades han transferido recursos de las escuelas al cuidado de ancianos.

Mientras conversábamos sobre estas preocupaciones y proyecciones, sobre el cambio climático y el colapso poblacional, sentíamos que estábamos viviendo un momento de encrucijada para la conciencia y la sensibilidad humana, la contraposición del «sálvese quien pueda» versus una nueva conciencia planetaria.

Al llegar a ese punto hacíamos silencio de mente y palabra, y nos percatábamos de la belleza que nos rodeaba en el bosque, y cambiábamos de tema, para hablar entonces sobre la existencia, sobre la vida, sobre qué es el ser humano, quienes somos. Y venían a nuestras mentes experiencias vividas en esos momentos de ajá, esos instantes cuando uno se da cuenta de la existencia. Y se nos asomaban a la mente, los escritos de los místicos, la espiritualidad, la cosmología. Y coincidíamos, sin saber por qué, que el universo es un florecimiento de la existencia, un derrame turbulento de luz y de poesía, una explosión del amor para amarse.

Y todo resultaba muy simple y totalmente inentendible, a la vez. Concluíamos, que todas las elucubraciones mentales de la humanidad, las interminables preguntas y respuestas, y las mil y una teorías basadas en instrumentos de sensorialidad, racionalidad, pensamiento, lógica y palabrería, no explican el porqué de todo. Y reconocíamos en nuestra charla, la capacidad de asombro, interioridad, revelación y la sensación de unicidad, que existe más allá de la mente.

Y con un entusiasmo, percibido en ignorancia, sentíamos que la existencia se derrama en universo, para perderse y encontrarse, para amarse a sí misma, que la interioridad se vuelve externa, para darse cuenta de sí misma, que el Ser se sueña para despertarse.

Y mientras más conversábamos y caminábamos pensando en esto, nos convencíamos de que, en todas las etapas de la vida, desde las energías más simples hasta la consciencia humana, se va despertando este Ser que se sueña. Que la consciencia es inherente a la sustancia del universo. Y que esta se hace aparente en puntos o gotas, atomizaciones, de un mismo océano, que poco a poco van expandiendo sus fronteras de espuma de nada, hasta que finalmente se disuelven fusionándose con el océano que nunca dejaron de ser. Una ilusión, un sueño de ésos de Calderón de la Barca, que sueños son.

Coincidíamos en que a todos nos surgen momentos de intuición que nos permiten entrever la realidad. Y por un momento, a pesar de estar ocupados con la vida y con el desempeño de sus funciones, y ambiciones, y autodefiniciones de la personalidad que creemos ser, nos embriagamos y nos olvidamos con la alegría de Ser, del constante preguntar, y de vivir apegados a puntos de vista retóricos.

Al llegar al final de nuestras caminatas, siempre nos dábamos por vencidos. Sabíamos que no entendíamos nada, y que además el entender parecía que no era el objetivo de la vida, sino el Ser, y que el Ser no se piensa, ni se cree, el Ser se es. En fin, solo podíamos terminar, dándonos un abrazo de hermanos, en la coyuntura de que todavía, con tantos años vividos seguíamos sin entender. Pero al menos, aceptábamos que a lo mejor eso de entender, era puro empeño mental, y que al final todo estaba bien.

El ultimo día que caminamos juntos nos acordamos, de una historia en verso que se le adjudica al gran poeta sufí Hafez.

Cuenta esta historia, que una vez una botella de vino se cayó de un furgón y se rompió a campo abierto. Y que esa noche, cientos de luciérnagas y coleópteros e insectos de todo género, se juntaron a beber y a hacer fiesta. Todos estaban disfrutando del baile y la música de la vida. En eso la luna se alzó en el cielo. Una de las criaturas dejando a un lado el ritmo, le comentó a otra, sin ninguna razón, «¿Y ahora qué hacemos con la luna?».

Hafez finalizó diciendo que la gran mayoría de la gente deja de oír la música de la vida, para lidiar con preguntas tan profundamente inútiles como esa.

Nos reímos y nos maravillamos ante el profundo significado de esta historia. De que se nos olvida la magia, el milagro de la vida, con las cosas de la vida. Que el asombro es reemplazado, por el pensamiento lógico, y el cantar, por el contar. Que el detalle nos hace perder la visión integral. Es como mirar una pintura maestra con una lupa, y tratar de apreciar la belleza sumando los puntos.

Cantan los pájaros en el bosque, zumban los insectos, piensan y hablan los humanos, vibran los átomos y los planetas en la música de la vida. Es inevitable, es el mismo Ser soñando su sueño, silbando su canción. Esta canción es la respuesta a todas las preguntas. Y las múltiples preguntas que nos hacemos constantemente y las innumerables respuestas, son los ecos sobre los ecos, de este cantar.

Le grité a mi amigo mientras se alejaba hacia su coche: «¡Oye, y ahora qué hacemos con la luna!».