Estudié la carrera de ingeniería industrial y comencé un pequeño negocio con ayuda de mis amigos. Tras años de impecable gestión, no pude mantener a flote la fábrica de metalmecánica y tuve que cerrar dejando sin trabajo a un fiel grupo de empleados. Me causó dolor. Sucedió mientras un errático gobierno socialista dictaba leyes en detrimento de los empresarios, y el grupo terrorista Sendero Luminoso arrasaba con todo a su paso.

La primera vez que visité los Estados Unidos, fui hacia California y Hawái en la costa del Pacifico, en la billetera tenía veinticinco mil dólares para despilfarrar. Me compré un auto deportivo y lo envíe por vía marítima a Lima. Una década más tarde retorné, esta vez a la costa norte del Atlántico, con solo cuarenta dólares y una visa de refugiado en el bolsillo. La vida es una suma de altibajos, solo debes procurar que al final de tu existencia el saldo sea favorable.

Mientras me voy acercando en trasporte público, mi esposa espera erguida al pie de la cama donde mi hijo yace postrado. Nico, se encuentra en la sección pediátrica y eso nos procura un gran alivio económico y psicológico; ahora solo debo encontrar trabajo y un lugar donde dormir. Nico había sido desahuciado por los médicos en el Perú y lucha cada día contra una penosa enfermedad. Él cuenta con solo siete años. El hospital pediátrico está lleno de gente altruista. Trabajadoras sociales y el personal médico nos expresan su optimismo de un resultado favorable. Logré que Nico fuera aceptado apelando a la iglesia en Lima. Soy un hombre creyente que no confía en los curas. En mi niñez, de monaguillo, durante un ayuno de viernes santo, vi a un cura tragarse medio pollo cuando solo minutos antes pregonaba la importancia de ayunar. Esta vez, ellos intentan salvar a mi hijo, debo empezar a confiar.

Me encontraba en un lujoso restaurante italiano de la ciudad de Nueva York de esos que me gustaba frecuentar, aunque ahora solo soy un lavaplatos. El administrador es un explotador, pero no cuento con alternativas, debía dejar el orgullo de lado y aprovechar los restos de comida.

A puertas de cumplir los cuarenta años, mi vida se encontraba de cabeza. Cuna dorada y lujos que gozaba sin aquilatar han desaparecido, dando pie al refrán: uno no descubre su suerte hasta perderla. Ahora no tengo otra opción que dormir en las bancas de un parque, pero no todas son malas noticias, el clima es propicio para dormir a la intemperie. Apenas pude abandoné a los italianos y me fui a trabajar a un balneario al sur de Nueva Jersey. El salario era mejor, pero aún no alcanzaba para cubrir mis gastos. Me encargo de arreglar desperfectos en un motel de segunda. Luchando en un idioma que no logré aprender, la valla se presentaba muy alta.

Siempre disfruté la pesca deportiva. Uno de mis hobbies era salir a pescar en bote y con los frutos del mar preparar deliciosos almuerzos. Ahora solo tengo remembranzas de tiempos buenos. Llegué al punto más austral de Nueva Jersey en la búsqueda de trabajo. El muelle de pescadores en Cape May se encontraba muy activo. Conversé con un administrador dominicano, rogué por una oportunidad y, para mi suerte me fue concedida. Empecé a trabajar en un horario nocturno, me amanecía descargando pescado. Mi salario se había duplicado y me sentía optimista sobre el futuro. Trabajaba de lunes a viernes para retornar a NYC a visitar a mi hijo, quien aún no estaba fuera de peligro.

Viajé desde temprano hacia Port Authority en Manhattan. En este lugar un eficiente sistema de trasporte público despacha ocho mil buses al día. Tras cinco horas de camino llegué al hospital antes del mediodía. A la espera del ascensor veo aparecer a mi hijo en una camilla, lo acompañaba su madre y una asistenta social. Pregunté hacia donde se dirigían, me respondieron que en el hospital no había lugar para él, e iba a ser trasladado a otro nosocomio. Me negué rotundo y no lo acepté, comenzamos a discutir. La conversación escalaba de tono, me vi forzado a gritar para imponerme. Cogí la camilla y lo retorné a su cuarto. Mi esposa lloraba mientras decía que había cometido un grave error, la asistenta social me acusaba de haber causado un daño irreparable. Me quedé en la cafetería, desconsolado. Perdida mi fuerza interior intenté controlar las lágrimas, dudé de mi decisión y sentí un peso enorme en mis hombros. Cuando un doctor se acerca curioso, no pude más con mis emociones y rompí en llanto.

El galeno argentino solo se había detenido a beber un café, era un reputado neurocirujano y un ser humano con empatía hacia el dolor ajeno. Le conté mi situación y me dijo conocer el caso, pero que no había sido asignado como su médico. Me dio confianza que todo iba a resultar bien y apoyó mi decisión de evitar el traslado, más adelante se explayó sobre el tráfico de órganos. La cirugía era de mucho riesgo, y debía implorar ayuda divina. Fuimos juntos a ver a Nico, se involucra, revisa el historial clínico y decide hacerse cargo cuando mi hijo le tomó la mano y le pide ayuda. El doctor se emocionó. Al día siguiente fuimos a las oficinas del director y conseguimos el visto bueno para la cirugía. Me fui más tranquilo a descargar pescado. Transcurrió otra semana de ardua labor mientras el hediento olor a pescado iba impregnado en mi vestimenta. Llegó el día de la operación, conseguí una dispensa en el trabajo y esperé afuera del quirófano. Se trata de colocar una sonda en el cerebro para drenar fluidos, y la prognosis se vuelve favorable cuando la infección fue finalmente controlada. Ahora se debe evitar otra infección, y un tiempo para recuperarse. Lo dejamos en manos de Dios.

De vuelta en el trabajo. Mientras desayunaba, vi atracar un barco que retornaba de un mes en altamar. Ruidosos pescadores se encontraban de excelente humor, la faena había sido sumamente exitosa. Cuando hice números y descubrí el dinero que cada uno recibiría, me dije que intentaría embarcarme. Hablé con mi contacto, manifestó de que era imposible conseguir un puesto sin estar sindicalizado. No me dejé intimidar e intenté aproximarme al dueño del barco. Él era un judío adinerado que vestía ropas ajadas, mis zapatos se encontraban en mejor estado que los suyos. Tuve la suerte de que él hablaba español producto de su paso por Suramérica. Me comentó su visita a mi patria y logramos hacer clic. Me inventé como un experimentado pescador con la fuerza de dos hombres que, podría adaptarse a cualquier posición. Me dijo que lo pensaría, y que retornara en una semana.

Cuando volví a hablar con el judío, tuve una agradable sorpresa, uno de los trabajadores no podría embarcarse en tres días y su puesto me fue ofrecido. Tras una frenética despedida a la familia me embarque con un número para supersticiosos: trece tripulantes y un rumbo desconocido durante un mes.

El barco bolichera de trescientas cincuenta toneladas y cámara frigorífica había repostado y se encontraba listo a partir desde un puerto neoyorquino. Enrumbamos trescientos millas mar adentro, tardaríamos dos días en llegar. Aproveché para descansar y dormir las siguientes veinticuatro horas. Al llegar al gran banco de pesca, comenzó la faena. Trabajamos veinte horas por cuatro de descanso, rotábamos en distintas posiciones. El trabajo era extenuante, era imperativa una buena alimentación. A la hora del desayuno, cada mañana comía seis huevos, abundante tocino y varias tazas de café.

La tormenta ya había sido anunciada y nos encontrábamos preparados para resistir. Mientras olas gigantescas nos sacudían, todos iban bajo cubierta y solo tres luchábamos por no ser lanzados al agua. No habíamos sido seleccionados por nuestra habilidad sino como pago a un derecho de piso. El capitán hacia denodados esfuerzos para mantener la proa mientras la tormenta perfecta incrementaba el riesgo de volcar. Finalmente llegó la calma quieta. Con mucha suerte, nos mantuvimos a flote tras el peligro al que enfrentamos.

El barco solo contaba con licencia para cierto tipo de pescado, los cangrejos, langostas y otras especies que caían en las mallas y los cajones de arrastre, debían ser devueltos al mar. Intenté conservar algunos, pero los guardacostas podían inspeccionar las bodegas. Las multas son cuantiosas y nadie está dispuesto a arriesgar. A la hora de dormir, prefería quedarme en cubierta, era más fresco y conocía que los primeros en ahogarse en caso de zozobrar se encuentran en los camarotes bajo la línea de flotación.

Mi enemistad con Steve era creciente, él escuchaba heavy metal a todo volumen, le pedía que bajara el volumen de la radio y hacia lo contrario, parlantes a todo pulmón. Tras una mala noche con pensamientos negativos, había soñado con mi hijo y un mal presagio iba aumentando mi ansiedad. Al escuchar el aparato de música no aguanté más y lo lancé por la borda. Steve se volvió loco y nos agarramos en la cubierta principal. Logré asentar varios golpes, pero los recibí también. Ambos éramos peleadores callejeros. Magullado, pero con la autoestima intacta lograron separarnos, él jura venganza, le respondí que lo estaría esperando.

En otra oportunidad, uno de los marinos cometió un grave error, al no enganchar correctamente la polea, esta sale disparada para caer a centímetros del lugar donde me encontraba, salvando de morir por un pelo. Nos dedicábamos a filetear pescados durante doce horas para enviarlos a la cámara frigorífica. El trabajo era sumamente agotador y el único lujo con el que contábamos era nuestra dotación gratis de cigarros. Con Marcus, un hombre de color, habíamos iniciado cierto grado de amistad. Nos juntábamos a conversar y hablar de nuestros sueños. Él tenía cuatro hijos menores de diez años, yo tenía tres esperando en Lima. Marcus también se había enemistado con Steve y ambos nos cuidábamos la espalda.

Eran las tres de la mañana cuando el mar se puso picado, descansaba en cubierta en tanto mis compañeros se encontraban trabajando. Una gran ola nos cogió de medio lado, estuve a punto de caer, pero me sujeté a una soga y quedé colgado balanceándome en peligro. Cuatro hombres cayeron al agua. Di aviso al timonel, el capital fue notificado y se dio una vuelta para recoger a los náufragos. Solo tres de ellos fueron rescatados, la búsqueda de uno de ellos fue infructuosa y nunca más lo volvimos a ver; fue un marinero callado y taciturno, de tan solo 23 años. Steve se encontraba entre los rescatados, y después del susto decide cambiar de actitud dejando de lado la hostilidad.

Me hallaba cada vez más cansado o era producto de mi imaginación. A duras penas lograba mantenerme despierto, aunque la ingesta de café se había elevado exponencialmente. El excesivo derroche de energías estaba pasando factura por las ansias de terminar mi aventura. Sin más incidentes, llegó el final de mi primera y última experiencia en un barco pesquero, una de las más difíciles a las que me tuve que enfrentar. Con el producto de mi salario me compré un auto usado, ahora podía pasear con mi hijo. El hospital pediátrico fue clausurado un año después e inicié una gran amistad con el doctor. Sigo por aquí, mi hijo tiene 36 años y se encuentra en estable situación de salud.