Amó a su padre. Lo quería, admiraba y era su compañía camino a sus quehaceres. Cuando murió no quiso verlo, para siempre recordarlo vivo. Dedicada a la justicia, trabajo que alimentaba, vestía y educaba a los nueve hijos que fueron los círculos de su hacer y vivir. El sexto siempre presente, aunque muerto, protegido en su recuerdo tal Erinia, no dejó de ser su madre en el paraíso inmortal del amor.

Nos quería razonables, nos alimentaba de letras, nos regó con su sabiduría e inteligencia, sabía del camino y sus dificultades. Nunca usó ropajes ni menos maquillaje. Se vestía de lunes, jamás de domingo. Después de algunos años se trasladaba a una ciudad menos grande y bulliciosa. Cambiamos la capital en el centro del país por la ciudad más austral, al crecer esta por una cercana y luego por otra perdida en los canales australes. No dejaba de ir al trabajo, los hijos al nacer la obligaban a usar las dos semanas de feriado anual.

Repartía su cariño en porciones desiguales, el sexto ausente se llevaba una parte preferencial. De esto aprendimos poco a poco lejos y sin, de mi parte, resquemores. Pensé mucho en ella cuando una de mis hijas me acusó de no querer a las tres de la misma manera. Le respondí: querida hija (y madre), que si, era verdad e imposible querer a dos personas igual al ser muy distintas entre sí.

En el cielo como en el infierno hay nueve círculos.

Pasaron 700 años. Dante murió en el exilio, su poema vive y revive en cada traducción. La tragedia convertida en Comedia nos acompaña y agradecemos el final alegre, una referencia actual e inevitable, aunque no siempre leída, porque aún sigue habiendo un mañana...

Sus hijas e hijos huyeron, el mayor como Alighieri, con una condena a muerte colgando sobre su cabeza. Del sur al norte dejando dogmas, libros, lo que no pudo haber sido y por eso no fue. Todo. El peso de la muerte pegado a la piel. Lo desconocido al frente y bienvenido, el pasado ya fue.

Escribo mi madre porque solamente conocí la mía. Con el tiempo deslumbro la de mis hermanas y hermanos. Despacito, es una calle cuesta arriba y, como nadie y ninguno, nos creamos sin estrellas y nos dividimos quedando las mujeres al norte-norte y los hombres más al sur. La menor retornó y devolvió a mi madre el calor.

Me habla día a día en cada página leída, puntada de mi tejido, en los miles de pasos diarios y en cada muesca dejada en mi camino. Si de alguien soy hija es exclusivamente de ella y hoy se que no ha sido fácil.

El perderla tan pronto me rompió la brújula y congeló por un tiempo el futuro. Una y otra vez me tropezaba, el camino me mareaba y en cada esquina o parada la veía y los ojos se me nublaban. Al mes de su muerte nació mi segundo nieto.

Una noche sus cuatro hijas estuvimos en la frontera con Alemania mirando, «como zorzales alejándose por sus alas elevadas, huyendo del frio», cercanas, pensando cada una en lo suyo. Es uno de mis recuerdos más sublimes.

El recuerdo mata la muerte.