Los camiones escolares son rutina. Vienen cargados de niños, principalmente de primaria, como si fuera manda: cada año, más o menos en septiembre, las escuelas deciden que es buena idea traer a los chavitos a que conozcan el Museo Nacional de Antropología. Me toca verlos, porque me pusieron a custodiar la Sala Mexica. Todos los santos días, de lunes a viernes, entro a las 9 para salir hasta más allá de las 6 de la tarde.

Como vigilante, me toca ver que la gente no se acerque mucho a las piezas, no grite, no haga tonterías. Con toda honestidad, no sé si cumplo bien con lo que tengo que hacer. Vivir entre piedras se vuelve cansado. No tengo idea de cuánto tiempo llevan aquí, ni quién las trajo. Solo me consta que tienen un lugar limpio para descansar, y así ha sido durante décadas. Poco cambia al interior de las paredes del museo. Agradezco que, a diferencia de a otras compañeras de oficio, a mí no me obligan a usar un uniforme apretado.

Un jueves, llegó un camión cargado con chavitos de una escuela particular. Habían agendado una visita guiada para 30 niños, que no tenían más de diez añitos. Enfilados, uno tras otro, traían encima un chaleco que parecía salvavidas: les cubría los hombros hasta la mitad de las piernas, en un tono chillante de verde que los hacía parecer boyas. Sobre el pecho, traían pegada una etiqueta con su nombre y apellido escritos en letras grandes. Apenas podían moverse. Con ellos venían tres profesores que, además, no se veían muy emocionados de estar aquí. Agradezco no poder empatizar con ellos.

Solita

Todos los niños se ven igual. Más cuando son tantos. Parece que las mamás se ponen de acuerdo para peinarles de la misma forma. En esta ocasión, no venían haciendo un escándalo, por lo menos. Llegaron en filita y los sentaron en el piso, frente a la Piedra del Sol. Me di cuenta de que los organizaron por orden alfabético. Solo entonces entró el guía, y empezó a hablarles con una condescendencia que daba lástima. Que si pertenece a esta época, que si ellos fueron los mexicas, que si todos conservamos algo de ellos al ser mexicanos. Viendo la expresión en la cara de los niños, entendí porqué la gente no se interesa por estas cosas.

Mientras el guía explicaba los detalles de la pieza, una de las chavitas se paró. Pensé que quería ir al baño, pero me llamó la atención que no pidió permiso. Solo se levantó del suelo y empezó a caminar por la sala, solita. Si bien no me acerqué a ella, sí la seguí con la mirada. La sala es amplia, pero puedes ver todo si escoges un buen lugar para mirar. Tenía el pelo cortito, bien güerito, y los ojos sumidos detrás de un par de lentes con vidrios gordos y pesados. Se encorvaba un poco. Además, daba pasos cortitos, como si tuviera miedo a caerse. Por lo demás, hacía lo que todo el mundo: mirar hacia arriba, buscando entender lo que estaba viendo frente a sí.

Después de tantos años de trabajar aquí, con toda sinceridad puedo decir que yo no sé bien de qué se trata. A fin de cuentas, las piezas no se pueden explicar a sí mismas: las piedras no hablan.

Encendidos

Vi cómo la niña se metía entre los pasillos sin dificultad. Parecía ya haber venido antes. Me sorprendió, además, que ninguno de los profesores reparara en su ausencia: hacía tan poco ruido que era difícil ponerle atención. Sé que me correspondía decir algo, pero decidí no hacerlo. A fin de cuentas, el grupo todavía no se retiraba. Al momento que se fueran, si ella no volvía a integrarse por su cuenta, yo misma la llevaría con los demás.

La chiquilla miraba la exhibición sin ligereza. A veces se detenía frente a las vitrinas, e imitaba los gestos de las vasijas y piezas cerámicas. Le dio la vuelta al lugar en poco menos de quince minutos. Luego se acercó a donde yo estaba, justo de frente a la Coatlicue. Me acuerdo de que, alguna vez, le escuché a un guía explicar que ella era la madre de Huitzilopochtli, el dios de la guerra, y que por falda llevaba serpientes. Al pasar frente a la escultura, la niña se detuvo. Solo entonces me di cuenta de que, en efecto, en donde deberían de ir las piernas había animales de cascabel con las fauces abiertas, con lo que parecía una sonrisa brava.

Antes de que se volviera a mirar a la diosa, vi que en el pecho tenía inscrito el nombre «Esperanza». De pronto, pareció sentir una mirada encima. No fue la mía: por el contrario, se enfrentó con la piedra inmensa, como de unos tres metros y medio de altura. Ella no le llegaba, literalmente, ni a los talones. El guía seguía hablándole a los demás. Esperanza parecía no reparar en nadie: tenía los ojitos clavados en la diosa tallada en piedra. La escuché balbucear. Bien podría estar tarareando una canción de la escuela o musitando una oración. Parecía fuera de sí. De pronto, me llegó un ligerísimo olor a quemado. En el rabillo del ojo, vi un destello que venía desde arriba.

Me paralicé.

Al volver la mirada, me di cuenta de que los ojos tallados en la piedra se encendían. La niña sencillamente bajó la cabeza.

Cenizas

No me enteré de cuándo se fueron los niños. Una compañera de la Sala Olmeca me dijo que se me bajó la presión, y que los profesores me habían encontrado tirada en el suelo. Tuvieron que llamar a alguien para que me despertara. Me costó trabajo creerle, porque yo me sentía bien. Esa tarde, antes de salir, el patrón nos aconsejó cubrirnos la nariz, la boca y usar lentes, aunque fueran de sol: uno de los volcanes había sacado una fumarola poderosa, y la ciudad estaba recubierta en humo y cenizas.