Bogotá, 2012.

Esta copla hoy le canta
el viento a la cordillera:
La minería a cielo abierto
nos muere el agua y la tierra.

(En un muro de Tilcara, Jujuy)

Lilián Baños encontró una nueva evidencia. Le había llevado más de dos años dar con las piezas adecuadas que amalgamaban un relato de indicios aislados. Le guio la intuición y el azar que puso en sus manos información adecuada en un momento propicio. El apellido Colmenero aparecía en varias causas a priori no relacionadas. El matrimonio acumulaba más de 500 solicitudes de permisos en los últimos años para explotación minera a lo largo del territorio colombiano y más de una docena ya les habían sido concedidas. La fiscal Baños estaba tirando del hilo con suavidad y prudencia. Era un proceso lento y proceloso. Lilián temía que todo acabara yéndosele de las manos, disolviéndose en las esperas burocráticas y la compra de voluntades. El negocio era redondo: las multinacionales y empresas locales compraban las licencias a precios desorbitados. Una había sido otorgada en un área que un día antes fue declarada Parque Natural. El terreno que pisaba la fiscal no solo era pantanoso, sino que estaba lleno de peligros: no se podía cometer tales disparates sin la connivencia de altos cargos del Estado. El mismo Instituto Colombiano para la Geología y Minería, según habían descubierto, contaba con una cuenta para recibir los sobornos. Había ido recopilando otras pruebas sobre distintos casos de corrupción y tráfico de influencias. Grandes cantidades de dinero iban de unas manos a otras a cambio de que se agilizaran permisos mineros y se adjudicaran derechos de explotación en zonas prohibidas. También había muchos delitos de fraude fiscal relacionados: en el cartapacio rojo de su oficina recopilaba inventarios de minas informales e ilegales que no pagaban impuestos, regalías ni IVA y que, por lo tanto, tampoco iban destinadas a inversiones en el cuidado del medioambiente. Todo ocurría en el silencio más absoluto, con total impunidad.

Su mejor aliado, el vicefiscal general de la nación, estaba convencido de que la minería ilegal constituía el principal delito ambiental del país. Varios fiscales de su confianza le secundaban con sus investigaciones. Sabía que el Ejército de Liberación Nacional, las FARC y las bandas criminales emergentes u organizaciones paramilitares que controlaban el tráfico de estupefacientes estaban involucradas en el mercado minero en crecimiento y eso implicaba ramificaciones en el corazón de las instituciones del Estado. La prensa, generalmente sin mucha profundidad, se había hecho eco en los últimos meses de los conflictos que la narcominería y la vulneración de los derechos a las poblaciones indígenas traían aparejados. Pero faltaban los nombres de los que tejían los hilos entre bambalinas: rostros poderosos que Lilián Baños quería ver entre rejas. El vicefiscal era la cabeza más visible de esa resistencia contra reloj: sabía que las fuerzas de las sombras lo derribarían cuando la investigación incomodara a algún ser del Olimpo. El enemigo también habitaba su casa, la propia fiscalía, aunque nunca se manifestase de forma clara, y Lilián Baños era extremadamente cuidadosa con el uso del correo electrónico y del celular. A veces sucedía que la lucha de distintas facciones con intereses privados abría una ventana y tenía que estar preparada por si llegaba la ocasión. Le indignaba que las instituciones dejaran hacer y estaba decidida a dar la batalla, aunque eso significara, como poco, el fin de su carrera como fiscal.

De madre panameña y padre colombiano, Lilian Baños se había acostumbrado a vivir entre esos dos países que sentía como parte de una misma geografía. «La frontera es solo una cicatriz; como lo son todas», solía decir. Tenía 23 años cuando acabó su carrera de antropología y la contrató una empresa dependiente del Ministerio de Industria que monitoreaba la explotación minera en Panamá. El ingeniero a quien asistía le había encomendado el seguimiento del pago de las indemnizaciones que los indígenas ngöbe y buglé recibirían por ver invadidas sus tierras. Le pidió discreción con sus superiores, quienes consideraban innecesaria esa labor de diálogo y supervisión. Aquella Lilian Baños, joven y fuerte, pero con poca experiencia y sin conocimiento práctico del territorio, tuvo que enfrentarse con buena intención, mapas y libros de antropología a un proceso lleno de intereses y malicia política. Para hacerlo todo más complicado, pronto apareció en su camino el padre Ignacio, un viejo jesuita que había convivido los últimos treinta años con las comunidades indígenas de la región occidental y quien desconfiaba de las intenciones del Estado. Vigilaba de cerca su tarea y, como mucho después le confesó, durante varios meses consideró que Lilián era el enemigo: una universitaria acomodada, recién titulada, que se calzaba vaqueros y botas compradas en el shopping para ir al campo panameño por primera vez; la figura designada por el gobierno para que pareciera que velaba por los intereses de una población que siempre estuvo excluida. Para Lilián fue costoso descubrir, y muchos días regresó a su casa llorando, que el padre Ignacio no iba tan mal encaminado. Era cierto que Lilián siempre había dispuesto de una vida cómoda en Ciudad de Panamá, su familia había sabido aprovecharse de los negocios vinculados al Canal, pero ella no era una mujer de negocios y en su ADN cargaba la búsqueda de la justicia y la lucha contra el abuso del poder. En la facultad había aprendido a abrir los ojos a ese otro país que desde su camioneta no podía ver, pero sobre el que acumulaba curiosidad y ganas de comprender. Le importaba su misión: a los pobladores de esas tierras del Chiriquí nadie les había pedido opinión acerca de si querían o no la megaminería del cobre en las tierras que habitaban, a pesar de que tendría consecuencias irreparables para montañas y ríos. Convencer al padre Ignacio de sus intenciones, y acabar con su incomprensión, requirió muchos sacrificios y un proceso de autoconocimiento personal que le marcaría el resto de su existencia. Empezó a despertarse antes de que saliera el sol, a ir a casas con techos de hierba o zinc, de puerta en puerta, para escuchar las historias que sus compatriotas tenían para contarle: así supo cuáles eran los daños reales de los territorios que se llevarían por delante las obras, según la exploración hecha por la empresa, y cómo afectaría a la producción agrícola y a la forma de vida de aquellas gentes. Aprendió sobre los usos de las chácaras, probó la chicha, pronunció sus primeras palabras en nöbobe y en buglere mientras conocía parte de la identidad oculta de su país. Tomaba nota de cada testimonio en un cuaderno con tapas de piel que su abuela materna le había regalado en su cumpleaños de quince y que pensó que nunca usaría para una labor que parecía tan ajena a su mundo de entonces, cuando la vida fuera de Bella Vista le hubiera parecido extraña y vulgar.

La madre de Lilián Baños siempre le decía que el origen de aquella obsesión por la justicia la había heredado de su bisabuelo Ángel. Su rebeldía fue comparada con las hazañas de su predecesor, quien había tenido que huir a Cuba después de enfrentarse al poder de la iglesia en España. Regidor en un pueblo de Salamanca, mandó encerrar en la cárcel al sacerdote de la localidad porque había violado a la niña Aguamel, una huérfana que le servía en la casa parroquial. El peso de la iglesia en Castilla era grande y, en espera del juicio, las sotanas movieron sus contactos humanos con falsas amenazas divinas. La misma mano que había inventado un dios autoritario hizo que el cura saliera de la prisión y que el bisabuelo Ángel lo remplazara tras las rejas. Su gesto heroico también acabó siendo ninguneado por las gentes más incultas del pueblo, cuyo entendimiento priorizaba la inmunidad eclesiástica frente a la integridad física de una niña inocente que, al fin y al cabo —decían— tenía su hogar junto al cura. Ángel salió de la cárcel vilipendiado y acusado de hereje. Y nunca pudo desprenderse aquella pestilencia que emanaba de una institución que encubría sus delitos y respondía con el silencio al mal comportamiento de sus pederastas y abusadores. Su anticlericalismo se exacerbó, a pesar de que su acometida se libraba en un terreno baldío. Reconoció los valores infectos de la sociedad donde había crecido y, seguro de que podría encontrar otro tipo de personas en el mundo, armó su equipaje para emigrar al primer destino que el azar dispusiera para él. Llegaría a Cuba a principios del siglo XX y viviría el resto de su vida en una aldea de Baracoa, donde nacería la abuela de Lilián. Le pusieron Aguamel en honor de aquella niña a quien ningún poder reconocía derechos. No quiso que fuera bautizada, lo que tampoco era una tarea fácil en ese lugar recóndito. A pesar de que en la excolonia española las sotanas se multiplicaban como cucarachas, el mal estado de los caminos que conducían a la iglesia y el miedo a ser atacados en los frondosos bosques tropicales hizo que esa plaga con lengua dañina llegara a la aldea con cuentagotas a impartir misas. Rara vez a los entierros, por lo que los lugareños se habían acostumbrado a morirse sin dios. Durante algunos años se acumulaban niños de distintas edades sin bautizar. El día que por fin llegó un cura, Ángel asistió incrédulo al sacramento, sin quitar la vista del agua sucia de una botella que vertía sobre las cabezas de los chicos. Después del rito contó el dinero que las gentes del pueblo habían depositado en una bolsa. Cuando se dio cuenta de que faltaban dos monedas miró a los niños y, mezquinamente, les dijo: «Uno de ustedes no está bautizado». El bisabuelo charro de Lilián no pudo contenerse y se abalanzó sobre el cura, quien al percibir las intenciones salió corriendo como sombra negra que sigue al diablo. Nunca más lo vieron aparecer por allí. En realidad, jamás supieron cuál de ellos se había quedado sin «sacramentar», pero la solidaridad con el grupo de los diez fue creciendo y Aguamel dejó de ser la única de la aldea que no gozaría del privilegio bautismal del cielo.

Lilián Baños miró al atardecer. Tenía presente siempre de dónde venía, pese a las tentaciones y opciones que le brindaba el estrato social al que pertenecía. Su laicismo en un país católico se había cimentado por las injusticias cometidas contra sus antecesores. La hazaña castellana competía con la de su abuelo colombiano. Educador, había sido expulsado de Cartagena de Indias porque se negó a que Monseñor Simonetti le dictara los currículos en su centro educativo. Otro sacrificado más en nombre de la voluntad divina manifestada a través de seres viles con voluntad controladora. Eso fue antes de que la abuela lo abandonara, convirtiéndose en la primera mujer de la ciudad en pedir el divorcio. Vivir adelantada a su tiempo le hizo pagar un alto precio: dejó su tierra natal y emigró a Panamá. Cerca, pero lo suficientemente lejos para que no le pesara el estigma social que ya la había marcado.

Cuando todo empezó a fracturarse los camiones ya podían contarse por docenas. Llegaban para construir la carretera que se utilizaría para la explotación de la mina. Desde Naciones Unidas se había hecho un llamado para encontrar nuevas formas de desarrollo a través de otro tipo de minería. Lilián ya se había dado cuenta de que el camino nunca sería el de la imposición a las poblaciones. Finalmente, después de una gran presión social, las autoridades del país dispusieron dar marcha atrás al proyecto del cobre. Ella acabó celebrándolo con el padre Ignacio y los indígenas, convencida de que no valía la pena mover a aquellas personas de donde se encontraban, contaminarles los ríos con los vertidos químicos necesarios para despegar el cobre de la roca y llevarse por delante sus campos de cultivo. Los responsables de la empresa estatal para la que trabajaban se percataron de cuáles eran sus verdaderas tareas como asistente del ingeniero jefe, pero poco importaba ya. La labor de las organizaciones, que había contado con el apoyo de algunos medios de comunicación y de científicos de reconocido prestigio, terminó por inclinar la balanza política del lado del no. Uno de esos jóvenes conservacionistas era Walter, con quien Lilián Baños se casaría un año después. La empresa minera canadiense y su filial panameña amenazaron con denuncias internacionales, pero el gobierno supo negociar por otros frentes comerciales que acumulaban mayores intereses.

Su historia personal fue acompañada por el padre Ignacio, aunque tuvieron que pasar lustros para que ella comprendiera el alcance real de aquel enfrentamiento. La exposición a pruebas difíciles también ayudaba al crecimiento personal. Fue mucho lo que aprendió y ganó en ese periodo, incluida una camaradería que les hacía reírse juntos del anticlericalismo de su bisabuelo. Desde entonces, Lilián empezó a enfrentar asuntos para los que antes se sentía incapaz. El agradecimiento sería infinito.