Quemado

Estoy parada en la azotea del Museo del Estanquillo. A mi derecha hay un edificio blanco, coronado por un reloj viejísimo. Se me antoja que sea de comienzos del siglo antepasado. A mi izquierda, en la esquina, está la Pinacoteca: un templo barroco del siglo XVII que viste más por antiguo que por bien conservado. Sobre el cuello siento el peso de la correa de mi cámara. Ella observa.

Veo los ríos y ríos de gente que pasan sobre la calle. Me parece que es Madero. Solo se detienen abruptamente cuando el semáforo cambia, porque Isabel la Católica no es peatonal. Todavía no la cierran con esos fines. A algunos no les importa, y se cruzan la calle de todas formas. Los coches también, cuando les toca alto. Me aturde verlos. Pierdo el piso. Me enoja.

Empieza a chispear. Aunque apenas son las tres de la tarde, todo se torna de un azul pesado. Algunos se detienen al pie de los edificios para no mojarse. Otros se meten a la iglesia. La mayoría simplemente sigue su camino. Aprietan el paso. La lluvia arrecia. Me enfurece que no se detengan. El pelo me huele a quemado.

Categoría 6

Yo sé que mi papá no quiso darme su apellido. Alguna vez me lo dijo estando borracho, pero no se lo tomé a mal. Al contrario. Traté de entenderlo. Se había peleado otra vez con mi mamá por cualquier cosa y, aunque no lo expresara abiertamente, sabía que le afectaba mucho. Ella puede ser muy fría a veces.

Pienso en ellos y en ese día mientras un policía me obliga a salir del museo. Completamente empapada, me dice que ya no puedo quedarme ahí, porque con la lluvia se cierra la terraza. Son disposiciones oficiales, repite, a manera de excusa. No opongo resistencia. Solamente bajo las escaleras lento, muy lento, para que el señor también se enfurezca conmigo. No muestra mucha paciencia, y eso me gusta.

Al llegar al piso de abajo, solo lo miro y espero que me diga algo. Por alguna razón, en su mirada se asoma una sombra tenue de miedo. Espero unos segundos su respuesta. Nada. En ese momento, recuerdo que por ahí cerca hay una tienda de antigüedades en donde a veces compro rollos para mi cámara, una Canon AE-1 que compré meses atrás en la Lagunilla. Creo que es buen momento para comprar más película en blanco y negro.

A veces quiero ser un huracán de categoría 6.

¿Ya no sirve?

Descubrí que me gusta tomar fotos por accidente. Una vez, estando en casa de mi abuela, encontré una Polaroid viejita sobre la cómoda de su cuarto. Le pregunté que de quién era, y me miró con extrañeza:

—Era de tu abuelo —me dijo, entrecerrando los ojos—. Pero la tiró a la basura hace años, cuando tu madre la tiró sin querer. Se rompió y ya no la quiso.

En ese momento, detrás de ella vi a un hombre alto con un bigote blanco tupido. No me sonrió. Solo asentía lentamente con la cabeza, mirando la cámara vieja con una tristeza profunda. Debí de clavar la mirada sobre su hombro, porque mi abuela se volvió detrás de sí. No vio al hombre.

Le pregunté:

—¿Ya no sirve?

En ese momento, miré a través del visor y le tomé una foto a ambos, como de esas antiguas en las que figuran matrimonios de ancianos. De la boca de la cámara salió una película en blanco. Ella la tomó y la guardó debajo de su axila:

—Espérate a que se revele.

Unos minutos más tarde me la dio: era una foto en tonos morados, en la que salía mi abuela con cara de angustia y una sombra detrás de ella. No se distinguía el bigote, pero si un trazo pálido que parecía una sonrisa cansada. Después de ver la imagen, la mujer se santiguó. A partir de ese día dejó de hablarme tan seguido, pero yo seguí yendo a su casa. Quería los cartuchos que mi abuelo había dejado vencidos en su cuarto.

Pocos días más tarde me di cuenta de que ya no veía tan bien como antes: una bruma pesada se me pegó a los ojos, como película vencida. Mi madre me llevó al médico y me recetaron lentes especiales. Aunque los uso todos los días, ese vaho no se me quita de encima. A veces más, a veces menos.

Don de gentes

Mi madre me dijo alguna vez que nací con don de gentes. Eso explica porqué generalmente nadie me habla, y cuando se dirigen a mí, tienen una expresión extraña en los ojos. Un día decidí consultar este asunto con los profesionales, y me fui al centro de Coyoacán a hablar con una bruja. Me dijo que me vería en la iglesia de San Juan Bautista, en el mero zócalo. No especificó una fecha, así que cuando supe cómo llegar, visité el templo durante varias semanas todos los días, a la misma hora.

Finalmente se apareció ahí un miércoles. Venía cubierta con un velo oscuro, que le cubría el pelo y parte del rostro. Tenía las manos perfectamente manicuradas, los ojos delineados y una uniceja discreta. Su falda estaba sucia, como con rastros de cera seca. Se veía nerviosa.

Después de platicarle mis cosas, me pidió que buscara protección. En especial por eso del mal de ojo. A partir de entonces empecé a leer sobre astrología y fuerzas más grandes que yo. Santos, vírgenes, ángeles: todos se veían tristes, pero por alguna razón no me tenían miedo. Supongo que el don de gentes no aplica con todos ellos, que están en otro espacio, que han visto otras cosas.

A veces me encuentro a la bruja en los reflejos de los vidrios. No me sonríe: solo me ve pasar y desaparece. Hoy también la vi, al entrar a la tienda de antigüedades del centro histórico. Justo antes de que la mujer dijera algo, el vidrio del escaparate se rompió. Me espanté. Decidí tomar el metro a mi casa. Justo antes de subir al vagón, un viento fuerte me empujó por atrás y me tiró. Mi cámara quedó destrozada.

Tanque vacío

Llegué a mi casa después de llorar mucho. Incontrolablemente. No sabía qué hacer. La neblina sobre mis ojos se hizo todavía más pesada ese día. Cuando llegué al departamento, estaba seca. Completamente vacía de lágrimas, con el tanque vacío. Mi madre se acercó a saludarme y soltó un grito: no me había dado cuenta de que tenía las manos llenas de sangre. Hasta ese momento no había sentido nada: me espantó más ver que mi gabardina se había salpicado, y que había rastros rojos sobre mi blusa de tirantes.

Ella es médico. Después de limpiarme con mertiolate, determinó que no era necesario una intervención mayor. Me miró con preocupación, pero no me dijo nada más que:

—Ya duérmete. Es tarde.

—Sí.

Pero no dormí nada. Toda la noche se apareció una silueta de una mujer en llamas sobre las grietas del techo, bailando, mirando al cielo. Parecía estar a punto de decir una oración. A la mañana siguiente, antes de tomar el camión a la escuela, vi de nuevo a la bruja sobre el retrovisor del coche de mi padre: «Busca protección», me dijo. En ese momento se me ocurrió tatuarme, y no tomé el transporte escolar. Sobre de mí, apareció el mismo olor a quemado que percibí en el Museo del Estanquillo.

Nunca más la volví a ver.