Llueve. Se esperan pocos minutos y llega el tren. La puerta tiene cierta dificultad en abrirse, pero se abre. Buscas un lugar vacío donde poder sentarte y te sientas. Escuchas voces, ves gente, algunos son originarios de tu pueblo, aquí della Tuscia Viterbese, donde vives, casi todos intentando entrar en su propio móvil.

Querrías terminar de escribir esto y ya estás llegando a la primera estación, luego hay otra y luego ya has llegado a tu destino. Los vidrios están llenos de gotas, están cubiertos de lluvia y a pesar de que afuera llueve, no hace frío. El paisaje está nublado y el cielo está como si estuviera cerrado. Se ve que la gente teme el invierno, viajan más cubiertos de abrigo de lo que deberían. Breve pausa telefónica, cuestión de pagos no pagados. ¿Hoy es 9? No, trece. Miro los árboles y sus hojas amarillas y ese verde claro casi pálido que sale de ese bosque, pues allí hay un bosque. Hace mucho que no voy a un bosque.

El tren te crea una extraña sensación de reposo, de hecho, es difícil no terminar durmiendo con la boca abierta, como el señor que tienes enfrente y que se despierta inquieto y de repente toma su maletín y baja. Yo que también he llegado a mi destino, bajo con él y dos personas han bajado del tren casi al unísono.

La mañana se presenta espléndida ante nuestros ojos, la vereda mojada parece un espejo que refleja el paisaje que tiene encima, que le pesa, que lo dilata.

El fango que produce la lluvia sobre la tierra deshace los ejes, los péndulos, los garabatos que no harán nada para que nadie cambie de opinión y alguien, no tú, le baja el volumen al altavoz de su teléfono, piensas, que nadie le enseña a nadie la nada que aparece en medio de este solecismo, este error gramatical que consiste en alterar el orden sintáctico correcto de los elementos de una frase, que significa que quien lee y escribe todo lo que el tintero amablemente hasta ese momento le ha escondido, al que nadie (menos tú), podrá socavar ni una idea de eso y que cuando ya cansado de querer saber más de eso o de aquello, la hoja inexorablemente se cansará de contener tus frases; se cerrará delante de ti e inútilmente querrás seguir escribiendo palabras e hilando ideas, terminarás por desechar esa ilusión.

Ingrata esta misión se dice y el tren retoma su andar, su andén y tú te vas con esa noción; hasta donde esta te dirige.

Llegado el mediodía en medio de trenes que van, de trenes que vienen, que atraviesan largos y oscuros túneles, socavones negros, hoyos por donde se pasa sin ver, se va pensando sin pensar.

Los días así van pasando como si fueran fugaces las tardes que entran y salen de los ojos, que se cierran y se abren como un relámpago, que en la noche se nos llenan de estrellas. Queda lo que vamos mirando de reojo, lo que apenas alcanzamos a capturar, que tocamos con la vista, queda esa sensación como de quien tira frases a la brisa, al aire, llenándolo de facciones que esfumaras como si estuvieras dibujando un arco iris que se proyecta en la noche entre una lluvia y su viento.

Tengo la misma sensación que tuve un día en el Sur de Chile, en Chiloé, donde termina el Continente y comienzan las islas menores.

La isla de Chiloé es la más grande de Sudamérica después de Tierra del Fuego. Es lluviosa, aislada y casi siempre está cubierta de niebla.

Se realiza allí una cosa que siempre cuento. Se trata de una actividad a través de la cual sus habitantes se ayudan entre ellos, entre todos, y que consiste en trasladar una casa de un lugar a otro. Los vecinos llevan sus propios bueyes para alcanzar este objetivo. Para lograrlo, se retiran los cimientos del edificio y allí debajo se colocan troncos. Se quitan las puertas y ventanas y se refuerza el interior con puntales para que no se deformen durante el trayecto. La casa está atada a una yunta de bueyes, toros o tractores. La que tengo en mi memoria es la familia subida al techo y la casa trasladada a través del mar.

El vecino beneficiado agradeció con un curanto.

El curanto es un plato que se remonta a más de once mil años y se cocinaba sólo dos veces al año, en verano e invierno, cuando el mar retrocedía.

Vi señoras y niños encaramados a una pared del mar recogiendo moluscos, el mar yacía retirado, cuando hice ese viaje junto a Georgia, Paulina, Pancho y Jorge.

Con el tiempo este plato se ha convertido en una auténtica reunión social: todo cocido en un hoyo en el suelo, relleno de piedras hirvientes y cubierto con hojas y algas, pescado, restos de carne, chorizos, almejas, choritos, patatas y verduras.

En esta tarde húmeda es como si sintiera ese olor, como si me imaginara ese sabor. Pero aquí nadie se solidariza con nadie, es por eso que cuando observamos al otro que se sienta frente a ti, piensas sentir o imaginar algunos de los aromas clásicos de la infancia que de nuevo te lleva a menudo a esa época, quién sabe si le sucede lo mismo a ella, señora de mediana edad, de seguro africana, que se sienta a debida distancia, o a distancia social, como se dice ahora. Lo cierto es que los estudios demuestran que la memoria de aromas y olores es mucho más intensa y duradera que las imágenes o los sonidos.

Los olores están directamente relacionados con las personas. O con lugares.

Concluyes que aquí y ahora han ido sucediendo varias cosas conjuntamente, una y otra vez desde ese entonces, una después de la otra que se había impuesto. Antes estabas solo y reflexionabas, luego llegaron ella y otros y reflexionabas pensando en que ellos también lo estaban haciendo. Mucha gente reflexionando al unísono. El inicio o el final de un viaje, la imaginación o en recuerdo de un olor. Todas cosas que suceden de la misma forma, contemporáneamente.

Las luces de la ciudad se oscurecieron y decir entonces que decir es tarde, es una cuestión de puntos de vista, como querer desear que el día se prolongara al máximo, por mucho tiempo. Demasiado para quien está agotado como yo que viajo desde esta madrugada.

Al amanecer dije, tienes que levantarte y viajar a la ciudad. Lo estuviste pensando un minuto, dos y al tercero ya estabas con los zapatos puestos.

En la ciudad reinaba el desorden. Había un paro general contra el Green Pass. El rostro de la gente se mostraba como si anduvieran a la deriva, sin una meta, sin una centralidad que guiará sus destinos. Sin una brújula que te pudiera indicar esto o lo otro. Nada.

Igual llegué puntual y en la ciudad llovía nuevamente, aunque tampoco esta vez hacía frío. Paré el primer taxi que encontré libre y comencé mi quehacer, mirarlos uno a uno, verlos a todos, la tarea que me había impuesto. Pienso en esto cuando veo las luces de una ciudad de la que me alejo, que dejo atrás, una ciudad de la que me voy, para que dentro de una decena de minutos llegar inexorablemente a otra.

Entro nuevamente en la casa a la que llegué después de haber salido y alimento el fuego de la chimenea, su llama se alza a tientas y teme dejar de existir si no alimento esto con ramas secas. Pongo otras y algún tronco aun mojado, se levanta humo. Imagino el olor que tiene el Curanto. El gato se lame el rabo cerca de mí. No hay ruidos externos que disturban esta sintonía. Solo alguna mosca en busca de calor que rebota y me hace sentir su aleteo muy cerca de la oreja. Inexorablemente hasta el próximo respiro.