Las pinches llaves

Llevo toda la semana sin encontrar las pinches llaves del departamento. Si no fuera por Omar, el portero del edificio, posiblemente me tendría que quedar a dormir todos los días en el cubículo de la oficina, lleno de polvo, sin poder bañarme. En verdad, no recuerdo cuándo fue la última vez que las vi. Sé que fue por ahí del lunes, porque al regresar a casa ese día, no las encontré en los bolsillos del pantalón. Y sí, estoy nervioso.

Me consta, también, que alguien tomó el repuesto, y que esa persona no fui yo. Siempre dejo una copia en el filo de la puerta, para evitar este tipo de desmadres. Pero cuando volví por la noche ya no estaba ahí. Me inquieta, porque vivo solo y nunca recibo visitas. Omar ya me mira con recelo. Estoy seguro de que muy pronto me va a pedir que le pague el repuesto y que, para evitar broncas, saque una copia para entregársela a él directamente. Ya no confía en mí. Se le ve en la mirada.

Pienso en todo esto mientras acomodo los tomos en la sección de «hispanoamericanos». Cabrera Infante, Campobello, ¿Lorca? Alguien le está metiendo mano a los libros también. No, no puede ser. Aquí no entra nadie nunca. Me llevé las manos al bolsillo del pantalón y suspiré con alivio: ahí siguen las llaves del resguardo especial.

Y entonces, un azotón.

Puta madre, ¿dejé la puerta abierta?

Polillas achicharradas

Yo siempre me imaginé que mi cabeza es como una catedral. Una catedral gótica, específicamente. Con ojivas, y picos, y varias alturas que se pierden entre las sombras. Y eso es raro, porque en mi país no hay templos así. Por el contrario, muchos de los más notables son barrocos, atiborrados en oro y en angelitos regordetes con cara de sufrimiento. Con toda honestidad, nunca me gustaron. A mi padre le parecían de mal gusto. Creo que comparto su punto de vista.

Me gustan los espacios polvosos y lúgubres. Por eso trabajo en el archivero de una biblioteca pública en el Centro Histórico. Ni por casualidad es la más robusta de la Ciudad de México. Estoy seguro de que ni siquiera es de las más nutridas de la colonia. Pero me gusta de todas formas porque, hace un par de siglos, era el claustro de una orden católica aquí mismo, en el centro de la ciudad.

El espacio conserva los ornamentos del barroco, cincelados en cantera rosa desde la fachada hasta los techos. Generalmente huele a húmedo o a encerrado, y aunque quizás no es lo mejor para los libros que viven aquí, me hace sentir como si estuviera en un lugar exclusivo, en el que ni siquiera entra el aire de afuera. Todo el smog, todo el ruido del tráfico, toda la gente indeseable que se empuja al pasar por las calles, se queda del otro lado de las puertas pesadas de madera.

Casi tengo el convencimiento de que, con el paso del tiempo, la biblioteca se ha rodeado por una muralla que no existe, pero que la protege de la mirada de los demás. Quizás es desinterés, o franca falta de publicidad del espacio, pero aquí nadie viene a estudiar, nadie está de visita. El silencio de los libros polvorientos me reconforta. Más aún en tiempos como estos que, por las fiestas de fin de año, la gente se histeriza en las calles, hay todavía más tráfico y hace un frío espantoso. En el espacio solo se escucha el revoloteo de las polillas por las noches, que buscan consuelo en las lámparas cálidas del resguardo. Luego las encuentro muertas, achicharradas por el calor.

Por eso, el portazo me sacó de onda. Ahora sí me puse nervioso.

Nadie me espera

A las nueve de la noche termina el segundo turno. Lleno el registro con mi nombre completo, seguido de la hora exacta de salida —Eduardo Abasolo, 21:00, «en punto». Los demás trabajadores dejan el recinto a eso de las 5 de la tarde, cuando todavía hay luz afuera y el tráfico no ha arreciado. Yo prefiero quedarme más tarde. Nadie me lo pide, pero tampoco tengo nada que hacer en casa. Nadie me espera. Pasar de las 9 de la noche, sin embargo, me parece un abuso autoinfligido.

Todo el día he tenido la sensación de que alguien me observa por atrás. Cuando me vuelvo a mirar a mis espaldas, no hay nadie. Para convencerme de que estoy solo, pienso que seguramente son las monjas muertas que habitaron el claustro por siglos y que, por alguna razón, San Pedro no las dejó pasar al paraíso.

Por alguna razón, este pensamiento me hizo sentir más tranquilo. Prefiero que los espíritus de aquellas mujeres abnegadas me observen desde las esquinas oscuras que una persona que no conozco, y que me podría estar respirando sobre el cuello en cualquier momento. Nadie me espera, nadie me espera. Dejé la pluma encima del registro —que sí, a pesar de ser 2020 tenemos que llenar a mano— y ni siquiera volteé hacia atrás. Escuché el eco de mis propios pasos hasta la puerta principal que, al abrirla, chilla como un animal con las alas entumidas.

Cierro rápido. Un suspiro.

Casi sin querer, pedí al cielo que el par de ojos que vi del otro lado de la recepción fueran producto de mi imaginación.

Órdenes del supervisor

No. No es real, no existe. Ya deja de pensar en eso. A pesar de ser tarde, la calle de Bolívar sigue estando hasta la madre. Era diciembre y el tráfico de fin de año seguía a tope. Cláxones, luces brillantes, música navideña inmunda. Pero los vi, ahí estaban: detrás de un par de lentes pesados, de marco negro, una persona me devolvió la mirada en el claustro.

Al cruzar la calle, no me di cuenta de que un camión de basura casi me pasa encima. El conductor me mentó la madre y yo solo sentí frío, después de la ráfaga de viento que dejó detrás suyo. No sé cómo llegué al departamento. Al entrar, Omar no me saludó:

—Oiga, joven, de la administración ya me están pidiendo el repuesto de la llave de su departamento. Me dicen allá arriba que la necesitan para más tardar el viernes.

—Omar, es jueves.

Alzó los hombros:

—Ya ve, son órdenes de mi supervisor.

A regañadientes, Omar me acompaña por quinta vez en la semana y me abrió la puerta del departamento 222. Al interior, inmediatamente me huele a quemado. Por más que busqué, no encontré nada. Las llaves de gas en la cocina estaban cerradas. El calentador, funcionando bien. Son mis nervios.

Me metí a la cama después de media hora de intentar distraerme con una serie espantosa. La vecina de enfrente dejó las cortinas descorridas, y la miré mientras ponía el árbol de Navidad. Algo en ella me repugnó, y decidí encerrarme en mi cuarto hasta el día siguiente.

Toda la noche soñé con una mujer envuelta en llamas, mirándome directamente. A veces, sonreía.

Un ovillo de mujer

Al día siguiente, me levanté sin pensar en mi ansiedad nocturna. Hacía frío. La pantalla de mi celular marcaba 10 grados que, para la Ciudad de México, es bajo. Me enfundé en varias chamarras y una bufanda, para no llegar descubierto al metro. Casi sin esfuerzo llegué a la biblioteca, al resguardo, a mi oficina minúscula llena de polvo. Por primera vez en la semana sentí paz.

Dejé la puerta cerrada y me puse a revisar la agenda del día. Tocaba arreglar la sección de no ficción. Ya tenía rato que no iba hasta allá. Desde la computadora antiquísima que descansa en mi escritorio, imprimí la lista de autores. Metí una pluma en el bolsillo izquierdo del pantalón, y cerré la puerta con cuidado. Al pasar por la nave principal de la iglesia antigua —hoy una catedral para los libros polvosos que la habitan—, desde el otro extremo del pasillo, encontré un ovillo de mujer acurrucada contra la puerta del resguardo especial.

Se despertó sin miedo.

En calma perfecta, me dijo:

—Te vi desde ayer. Hace frío. No me corras.

No le contesté. Fui hacia el teléfono del recinto y llamé a seguridad, con las manos sudadas. Les pedí apoyo sin perder la compostura. Antes de que pudieran contestar, se cortó la señal. Encontré a la misma mujer de lentes pesados, parada a mi lado con el cable desenchufado en la mano. Me miró directamente, pálida, con los ojos inyectados de sangre y una gabardina gastada llena de polvo:

—Hace frío. No me corras.

A lo lejos, escuché cómo alguien llamaba a la puerta con insistencia. Son los de seguridad, pensé, y volví la mirada a la entrada. Cuando regresé a mirar a la mujer, ya no estaba ahí. Volví a la oficina para tranquilizarme. Sobre el escritorio, estaban ahí, las llaves de mi departamento.

Cuando pienso en todo lo que pasó esa semana, realmente hago un esfuerzo por creer que el polvo de los libros ya me llegó al cerebro.