La bautizaron en esa misma iglesia. Igual que a sus padres, y a sus abuelos antes que ellos. El pueblo era plano, excepto por la pequeña colina sobre la cual habían construido la iglesia. Al subir las escaleras hasta la puerta, el sudor le había manchado la espalda y las axilas, dejando círculos blancos de desodorante sobre el vestido. Agosto era insoportable.

Era su primer entierro. Extraño, teniendo en cuenta la media de edad del pueblo; extremadamente desagradable, pues la misa era en honor a su difunta madre. El coche había quedado como un acordeón y, como su padre estaba de viaje de negocios, Ada había tenido que dar por muerto el cadáver. El pintalabios rojo había quedado intacto, aunque medio rostro se había retorcido hasta quedar irreconocible. Un accidente provocado por las pastillas del tocador y el vino tinto escondido tras el sofá. Ada se había desecho de las botellas vacías antes de coger el taxi hacia el hospital. Los contenedores de reciclaje estaban junto al parque y el parque, junto a la iglesia.

Había cola para entrar en la iglesia. Su madre había sido una borracha funcional, querida, simpática con extraños, divertida con sus conocidos. Recordaba los cumpleaños de todos los habitantes del pueblo, aunque a veces olvidara dejar la comida preparada, firmar permisos de excursiones o pagar los recibos de las extraescolares. Tenía una firma lo suficientemente fácil de falsificar como para que a Ada la escuela no le resultara un gran problema.

Al verlos llegar, los más ancianos se apartaron para dejarlos pasar. El vuelo de su padre se había retrasado lo suficiente como para que no tuviera que encargarse de nada. Había llegado a casa, se había duchado y se había puesto la ropa que Ada le había dejado preparada sobre la cama de matrimonio. La maleta aún descansaba abierta en un rincón del suelo, su equipo de fotografía pulcramente organizado dentro de su maletín. Los paisajes de Australia pronto serían impresos en una prestigiosa revista de viajes para que adolescentes y madres los recortaran y los pegaran en los corchos de sus habitaciones como inspiración. Ni Ada ni su madre habían pisado nunca otro país, mucho menos habían viajado en avión. Posiblemente las pastillas, el alcohol y la presión hubieran acabado con ella mucho antes que el árbol que había destrozado su coche.

La primera fila de bancos estaba reservada para la familia. Ada tomó asiento junto a su abuela, su padre flanqueándola por el otro lado. El resto del banco quedó vacío.

La funeraria había recomendado un ataúd cerrado, pero Ada había elegido exponer su cuerpo. La vanidad no servía de nada una vez muerta. La gente ya no tendría agallas de mencionar lo hermosa que era, lo bien que se conservaba para su edad, lo mucho que se parecían madre e hija. Habían hecho un trabajo excelente reconstruyéndole la cara, pero no lo suficiente como para devolverla a su antigua gloria. Su madre se hubiera horrorizado de haber salido con vida, pero no era más que en cuerpo vacío y la opinión de los cuerpos vacíos no contaban para nada.

La madera chirriaba al moverse. Su abuela la regañó con una mirada y un pellizco en la rodilla, pero no conseguía encontrar una postura cómoda. El vestido era demasiado fino como para protegerla y los muslos se le pegaban al asiento. Sentía el sudor recorrerle las piernas. Los ventiladores no hacían más que remover el aire de una punta a la otra sin proporcionar ningún tipo de alivio. Junto a ella, su padre permaneció impasible.

Se había tomado la noticia relativamente bien. Incluso ahora, sentado frente a una corona de flores de medio metro, enfrentado al perfil de su esposa reposando plácidamente entre cojines satinados, no se inmutaba. La iglesia olía al perfume de su madre, un recuerdo constante.

El llanto de la niña de los vecinos perturbó el zumbido de los ventiladores. Un ruido vulgar para un entierro. Ada se llevó el pañuelo al ojo derecho y fingió secarse una lágrima traicionera. Su abuela posó la mano sobre su rodilla, apretó con afecto y la soltó inmediatamente. Su padre se aclaró la garganta, incómodo. Ada apoyó la cabeza sobre su hombro. La familia de atrás suspiró; Ada podía imaginar lo que verían: hombros encogidos en sus ropas negras, su padre con los rizos aún húmedos de la ducha, la tez pálida de su nuca, solo un atisbo de la mejilla de su abuela, colorada por un toque de carmín aplicado con dedos cuidadosos, y Ada en medio, el pelo castaño hasta la cintura, rizado y encrespado por la humedad, salvaje, enredado en el cuello del vestido y enganchado al cierre del collar de perlas favorito de su desafortunada madre.

Se arrepintió de no haber bebido agua antes de salir de casa. Tenía la garganta seca y no conseguiría producir ni una sola lágrima, aunque lo intentara.

Una hilera de hormigas recorría el camino entre las baldosas de mármol a sus pies. Mármol del siglo XIX, de los orígenes del pueblo. La casa de sus abuelos, donde su madre había pasado la infancia, era de la misma época. Nadie había cortado el césped en meses.

Ada fingió un sollozo. Si respiraba con fuerza, cualquiera creería que tenía un nudo en la garganta cargado de mocos. Su padre, consciente tal vez de la mirada del pueblo sobre ellos, le rodeó los hombros con el brazo. Ada cerró los ojos para evitar ponerlos en blanco; su madre le hubiera pellizcado la carne blanda del brazo como represalia.

—Todo saldrá bien.

Si pudiera tragarlo y escupirlo, lo haría. Odiaba a sus padres. A ambos. Quería irse a vivir con su abuela, en la granja con el césped sin cortar.

—Lo sé —dijo, en vez de decir algo sarcástico.

Las pastillas de su madre aún descansaban sobre su tocador. Todos los potes, menos uno. Ada había escondido uno al fondo de su armario, dentro de una bota de caña alta. Por si acaso volviera a necesitarlo.

Su padre hincó los dedos en la carne de su hombro, masajeando con fuerza. El mosén les instó a levantarse para dar comienzo a la misa y el cuerpo de su madre, pálido, tieso como la cera, pareció acomodarse mejor entre los cojines, dispuesta a ser admirada hasta los últimos segundos. Ada se mordió el labio inferior, escondiendo una sonrisa amarga. Los funerales no eran para los muertos, sino para los vivos. Su madre estaba acabada; el pésame sería para Ada, sentada esperando las lágrimas ajenas, sus abrazos, sus apretones de manos, sus besos perfumados, sus ramos de flores.

Y cuando lo olvidaran, cuando creyeran pertinente dejar de compadecerse de ella… bueno, aún le quedaba un bote lleno de pastillas y un padre obtuso. Su madre estaría orgullosa; más de lo que había estado jamás en vida.

Ada volvió a frotarse los ojos secos con el pañuelo y esperó su turno.