Bajo el reflejo de plata de la mañana y sobre la cinta negra del asfalto de la carretera, el sedán del Padre Atenor Carrillo avanza a toda velocidad. Va con el cinturón de seguridad desabrochado y con el radio a todo volumen. La voz de Ana Bárbara se escucha potente mientras entona Rompiendo cadenas. Romper cadenas, de vez en cuando, no está mal.

Esa mañana amaneció con ganas de consentirse, de arrancar ataduras y sentirse libre. No todo puede ser un cántico espiritual, como dice San Juan de la Cruz. En ocasiones la carne llama. Eso sí, cuenta con la complacencia del párroco, sin embargo, prefiere dejar la sotana colgada en el closet y salir del pueblo para no causar escándalos. En su día de asueto, ni se ajusta el cinturón de seguridad ni escucha cantos gregorianos. Nada de eso, no está de humor para órganos y acordes celestiales, quiere escuchar el acordeón y el acento norteño de la voz de la cantante que no se atreve a confesar que es su favorita. Al llegar al siguiente pueblo, se para en el quiosco de revistas y compra un ejemplar viejo de El libro vaquero, TV Notas y Hola. Sube de nuevo al auto y sigue su camino.

Atenor Carrillo sabe que la sotana puede atraerle ciertas atenciones y privilegios, pero prefirió dejarla a un lado y estrenar la guayabera de lino y los zapatos italianos y la loción francesa que le regaló su hermano menor. Sí, es verdad que prefirió la vida conventual, pero también le gusta, aunque sea de vez en cuando, darse esos gustos, especialmente ahora que sus años mozos ya se han marchado, se han marchitado.

En esos momentos entendía por qué sus hermanas guardaban decenas de pares de zapatos en los armarios de sus casas, a pesar de que muchos se quedaban nuevos por meses. Comprendió también el placer de Blanquita, la esposa de Aniceto, el de la mercería, que cada semana se compraba blusas, faldas y vestidos a escondidas de su marido. Recordó con ternura a Tere, la química responsable de la botica, que una vez al mes, por lo menos, iba a los grandes almacenes de la capital a comprarse bolsas, aretes y ropa para regresarlos al día siguiente. De joven condenó estas conductas, tal vez porque no las entendía, ahora, casi, casi las justificaba. Es humano tener frivolidades. Hay que entender las fragilidades del espíritu y las debilidades de la carne.

Atenor Carrillo sonríe. Hay veces que quisiera decirles a los que se acercan a su confesionario, que no está mal relajarse algunas veces; ser tan rígido no es bueno, andar con la cara arrugada y la sonrisa torcida no es de Dios. Vivir siempre en la mortificación es desperdiciar los placeres de la existencia. No se trata de dejarse dominar por las pasiones y arrojarse a los despeñaderos de las debilidades, pero no hay nadie perfecto sobre la faz de la tierra. Para perfectos, solo Dios. No está bien andar urgido todo el tiempo, hay que proporcionarse ciertos alivios o el espíritu se entristece, se pone negro.

Además, ¿qué hay de malo en degustar un delicioso taco de chicharrón con aguacate, nopales y queso doble crema, para después atacar con cuchara grande una exquisita copa de helado de frutas con crema pastelera y muchas chispitas de chocolate? Pero la regla obliga al recato, a la frugalidad. Aunque, no fue por eso por lo que renunció a fumarse el cigarrillo de la sobremesa y a tomarse un vaso de refresco bien frío, o una michelada en vaso escarchado con sal y chile piquín. Fueron las instrucciones del médico que lo obligaron a bajar de peso. Diabetes, hipertensión e hígado graso. Todo el pueblo conoce el diagnóstico y ya no se puede dar esos gustos sin que todos lo miren y murmuren. Debe dar ejemplo, buen ejemplo.

Extraña el sabor de un buen tequila antes de comer y echar el humo de un buen tabaco después del postre. Por eso, Atenor Carrillo, de vez en cuando, sale bajo el reflejo de plata de la mañana a correr sobre la cinta de asfalto de la carretera. Sube al sedán, aprieta el acelerador con todas sus fuerzas y siente el placer culposo de correr a toda velocidad sin cinturón que lo asegure. Pasa los pueblos de dos en dos y llega a media mañana a la fonda de alguna plaza donde no lo conozcan. Pide tacos dorados con manteca, postres azucarados y cerveza oscura. Escucha música norteña y se ríe a carcajadas. Se aleja del Splenda y de la mesura. Total, volverá al confesionario y recordará las recomendaciones de San Juan de la Cruz. Pero hoy no. Nadie le quitará la satisfacción de enterarse de todos los chismes de los famosos de la farándula, de regocijarse con la música non sancta y de ver en la televisión de la fonda las luchas entre «Octagón» y «Máscara Sagrada». Sí será después cuando verifique los niveles de triglicéridos, transaminasas, glucosas y todas las consecuencias de los excesos de su día de recreo. Mañana. Hoy es del día dedicado al placer de no consagrarse a lo excelso. Sí, Atenor Carrillo se muere de risa, eleva su mirada al firmamento y con un dejo de complicidad, le guiña el ojo izquierdo al cielo.